Buenas tardes.
De todos los crímenes cometidos a lo largo de la historia, algunos hay que se instalan en la memoria colectiva y su recuerdo perdura a lo largo del tiempo. Tal es el caso del ocurrido en la madrileña calle de Fuencarral a finales del siglo XIX. Han transcurrido ciento veintinueve años desde entonces y sus ecos aún llegan hasta nosotros, como si fueran réplicas de la gran conmoción que el suceso provocó en la sociedad de la época. El cine, la televisión y la prensa escrita, que de tiempo en tiempo regresan a aquel verano para recrear lo sucedido entonces, se han encargado de que así fuera. Las primeras noticias del caso tienen lugar en la madrugada del segundo día del mes de julio de 1888, cuando la policía, que había acudido alertada por los vecinos temerosos del humo que salía del edificio, irrumpe en una vivienda del número 109 de la calle de Fuencarral. En el interior hallan el cuerpo sin vida de doña Luciana Borcino. Los presentes no tardan en darse cuenta de que aquella viuda rica, que vivía en la sola compañía de una joven criada y de un buldog, no había fallecido por el fuego o por el humo del incendio. Su cuerpo tenía varias cuchilladas, todas graves de necesidad, y estaba horriblemente mutilado por la acción de las llamas, tras haber sido rociado con petróleo.
En una habitación contigua encontraron a una mujer acompañada por un perro, que ni ladró, ni se movió. Ella era Higinia Balaguer, una joven que había entrado a servir en aquella casa poco tiempo antes. No había nadie más en la vivienda; tampoco señales que hicieran pensar que se hubiera forzado la puerta de entrada y nada indicaba que el móvil del crimen fuera el robo. En aquella vivienda del segundo izquierda del número 109 de la calle de Fuencarral, solo había dos mujeres y una de ellas estaba muerta.
Desde los primeros momentos todo señalaba a la criada como autora del atroz crimen. Y ahí se hubiera acabado esta historia de no haber sido por la actuación de una parte de la prensa que, alertada por diversas informaciones recogidas por sus reporteros, fijó su atención en José Vázquez-Varela, el único hijo de la víctima. Se decía que no era trigo limpio, que frecuentaba los bajos fondos y que el dinero que le asignaba su madre no alcanzaba para mantener su tren de vida. De ahí los gritos y las discusiones que, según contaban sus vecinos, mantenían con cierta frecuencia. Se contó que en una de éstas, ante la negativa de su madre a suministrarle nuevos fondos para comprar un caballo, el Valerita le clavó un cuchillo en el muslo. El asunto no llegó más lejos porque la señora Borcino terminó declarando en el juzgado que todo había sido un accidente. Pero ahora, a la vista de lo ocurrido, la sombra de la duda se agrandaba por momentos. Para algunos periódicos existían indicios más que sobrados para convertirlo en el principal sospechoso de aquel crimen. Y el hecho de que por entonces se encontrara en la Cárcel Modelo cumpliendo una condena por un robo, no era razón suficiente para dejarlo a un lado, pues había testigos que, contra toda lógica, afirmaban haberlo visto por aquellos días en cafés y saraos, incluso en los toros.
A la luz de estas nuevas informaciones la investigación se vuelve más compleja, pues a nadie se le escapa que un preso no puede entrar y salir de la cárcel si no es con la connivencia de quien tiene el deber de custodiarlo. Las miradas se dirigen entonces al director de la Modelo, José Millán Astray. Así las cosas y en el transcurso de las investigaciones, tras interrogatorios y careos, van ingresando en prisión la criada, el hijo de la víctima y el director de la cárcel, así como dos de las amigas de Higinia y alguno de los compañeros de aventuras del Valerita.
La prisión de Millán Astray activa la dimensión política del asunto pues, según se dice, el funcionario es un protegido de Montero Ríos, por entonces presidente del Tribunal Supremo. La oposición no desaprovecha la ocasión que se le presenta y es el mismísimo Francisco Silvela, uno de los políticos conservadores más próximos a Cánovas, quien se sube a la tribuna para poner en duda la moralidad de quien ocupa tan alta magistratura. La andanada surtió sus efectos y tan solo unos días después, el aludido, por más que niegue cualquier vinculación con el asunto, presenta su dimisión.
El interés que despiertan las investigaciones en la opinión pública anima a los principales periódicos a ocuparse por extenso del asunto, jugando un papel activo en las investigaciones. El proceso está en la calle y los espectadores se encuentran divididos: los hay que no dudan de la culpabilidad de Higinia; otros creen que el culpable es Varela, el hijo; no faltan, los que piensan que ambos estaban compinchados, que en la trama había más gente. Lo mismo sucede con periódicos y revistas. Una parte de la prensa, tildada de oficialista, da por buena la actuación del juez instructor. Hay otra, en cambio, que se muestra muy crítica con todo el proceso, pues no está conforme ni con las actuaciones, ni con las decisiones, ni con el contenido del sumario. Tanto es así que varios directores de diarios y revistas se unen para ejercer la acción popular en aquel caso.
Durante varios meses el crimen de la calle de Fuencarral se constituyó en uno de los centros de atención del país. En el transcurso de la instrucción del sumario, primero, y a lo largo de la vista pública, después, los periódicos de la capital, y también los de provincias, consiguieron mantener vivo el interés de la opinión pública. Muchos eran los españoles que conocían a los implicados y los entresijos de aquel asunto, unos por lo que leían, los más por lo que escuchaban. Todos ellos tuvieron que esperar varios meses, hasta el final de la primavera siguiente, para conocer el contenido de una sentencia que, por cierto, no terminó de convencer a buena parte de la opinión pública.
Como pueden suponer, no voy a desvelar cuál fue el desenlace de esta historia que encandiló a la opinión pública española a finales del diecinueve. Lo podrán conocer en las últimas páginas del libro que aquí presentamos. Eso sí, la espera será mucho más corta y más placentera, pues los textos que aquí se recogen son obra de dos ilustres publicistas de experimentada y afamada pluma. En efecto, las firmas de Benito Pérez Galdós y de Rosario de Acuña Villanueva estaban suficientemente contrastadas pues llevan años siendo habituales en periódicos y revistas; ambos han publicado obras que obtuvieron el aplauso de público y crítica. En 1888, cuando tiene lugar el crimen del que hoy nos ocupamos, se encuentran en su plena madurez como escritores.
Con diferentes estilos y objetivos también diferentes, nos trazan su particular perspectiva de los protagonistas de un crimen, el de la calle de Fuencarral, que conmocionó a la sociedad de la época, la cual también queda bosquejada en los escritos de Galdós y de Acuña. Creo que la adición de ambos textos los enriquece, pues aunque cada uno de ellos resulta de gran interés por separado, juntos se complementan, haciendo bueno aquello de que el total es más que la suma de las partes. Les invito a comprobarlo.
Espero que disfruten de su lectura.
Muchas gracias.
Texto de mi intervención en la librería gijonesa La buena letra, en el transcurso de la presentación de dos nuevos libros: España (1875-1993). La sociedad de la transición a la democracia, obra de mi compañero Jesús Jerónimo Rodríguez González y El crimen de la calle de Fuencarral (⇑). En el acto estuvimos acompañados por Ángeles Barrio Alonso, Manuel Suárez Cortina y Germán Rueda Hernanz, catedráticos de Historia Contemporánea de la Universidad de Cantabria.
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