08 enero

226. La tía olvidada

Las opciones vitales que va tomando también tienen consecuencias en su entorno más cercano. Las relaciones con su familia paterna se fueron modificando a medida que ella se adentraba en el campo de batalla «donde riñen duro combate la luz y las tinieblas». Durante los años de su niñez disfrutó de las prerrogativas que le confería ser la primera de las nietas del abuelo Felipe, y a su encuentro iba una y otra vez aquella niña de doloridos ojos acompañada de su joven progenitor, «…en el tren andaluz hacia las posesiones de mi abuelo en pos de las valles floridos, en pos de las selváticas cumbres de la sin par Sierra Morena». Con el pasar de los años, con el nacer de nuevos primos, la campiña de Jaén se convirtió también en escenario de gratificantes estancias juveniles, durante las cuales no solo disfrutaba de los salutíferos efectos que le proporcionaban los paisajes serranos, sino también de las reconfortantes muestras de cariño con las que le obsequiaba aquel creciente entramado familiar. Todo empezó a cambiar tras la muerte de su padre, con la separación de su marido, con el inicio de su campaña en Las Dominicales. La querida nieta de Felipe de Acuña y Cuadros, se convirtió entonces en la sobrina descarriada (⇑); más tarde, cuando su nombre anduvo de boca en boca con ocasión de un escrito suyo en el que condenaba la deplorable acción de unos universitarios, en la prima repudiada (⇑); andando los años, apenas quedaría un lejano rastro de aquellos lazos familiares: para los hijos de su  nutrido primazgo se había convertido en la tía olvidada.  

Familia de Acuña y Robles, (fotografía cedida por María José de Acuña)

Recuerdo que en los primeros tiempos de mis investigaciones, cuando los interrogantes superaban con creces a las certezas, había dos que resultaban recurrentes. El primero se relacionaba con el papel que había desempeñado Carlos Lamo Jiménez en su vida, especialmente en la última época. Me preguntaba una y otra vez, cómo era posible que doña Rosario se viera obligada a vivir de fiado cuando a su lado había una persona que, siendo licenciado en Leyes, podía realizar un trabajo bien remunerado. Después de mucho buscar y tras darle no pocas vueltas al asunto, llegué a la conclusión de que entre ambos no hubo una relación entre iguales, tal y como explico en el comentario 200. El buen discípulo (⇑). La otra pregunta tenía que ver con la brusca ocultación de su testimonio vital, con el olvido colectivo, con el hermético silencio que sepultó su memoria durante décadas. Dando por hecho que las autoridades del Nuevo Estado, surgido tras la incivil guerra, se habían empleado a fondo en la depuración de todo lo que fuera contrario a los ideales del régimen político instaurado por la fuerza de las armas, y que la suya era una de las biografías que había sido enviada a la profunda fosa de la desmemoria, me preguntaba si no habría algún familiar que, conservando vivo su recuerdo, se atreviera a aportar alguna luz en aquella negritud del olvido por la que, a finales de los sesenta del siglo pasado, se adentraron Patricio Adúriz, Luciano Castañón o Amaro del Rosal (⇑).  

Años después supimos que sí, que ciertamente existían familiares de doña Rosario de Acuña y Villanueva, vástagos de su nutrido primazgo. A los veintiséis sobrinos segundos (descendientes de sus cinco primos y siete primas que apellidan "de Acuña Robles" y "de Acuña Martínez de Pinillos"), habría que añadir unos cuantos más que, por ser hijos de los primos de su padre, eran sobrinos terceros suyos. Haberlos, habíalos. Otra cosa era que estuvieran dispuestos a facilitar algún dato, algún recuerdo, de aquella señora, otrora ilustre tía y por entonces una auténtica proscrita, por masona, por librepensadora, por republicana, por feminista, por atreverse –en la muy católica España y siendo mujer– «a vivir como persona y por su cuenta». Al fín y al cabo, ella era la que había decidido abandonar el protector entramado familiar, la que había decidido pasar a la otra orilla; el resto de la familia permanecía en su sitio, en la milicia, en la nobleza, en la abogacía, en la Administración, en las cámaras de comercio, en la ingeniería, en los consejos de administración, al otro lado de la trinchera.

Puestos a buscar en este amplio sobrinazgo alguien que hubiera sido capaz de romper una lanza por su tía, tan sólo se me ocurre pensar en José de Acuña y Gómez de la Torre, otro de los heterodoxos de la familia, por más que la suya fuera una heterodoxia bastante más benigna. El primogénito de su primo Antonio de Acuña y Robles había nacido en Barcelona  en el año 1889 y, tras finalizar los estudios en la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de esa ciudad, se trasladó a las jiennenses tierras familiares, donde obtuvo una plaza en la jefatura provincial de Obras Públicas. 

El diputado José de Acuña y Gómez de la Torre con uno de sus sobrinos en una fotografía publicada en 1936

Según parece, era don José persona de gran capacidad creativa, de la cual no solo dejó constancia en su faceta ingenieril (fue inventor de ciertos artilugios entre los que destacó un motor hidráulico rotativo y reversible), sino también en el ámbito político, con la fundación en los inicios de la década de los treinta del Partido Mesocrático Universal, instrumento con el cual aspiraba a conseguir la primacía de la clase media intelectual. Después de tres tentativas frustradas, obtuvo el acta de diputado por Jaén en las elecciones de febrero de 1936. Fue entonces cuando su original visión de la sociedad alcanzó una mayor difusión. Se sustentaba en unas pocas máximas, a partir de las cuales llegaba a concluir «que el hombre civilizado tiene el perfecto derecho a vivir sin trabajar». Bien es verdad que establece una significativa diferencia entre «vivir» (como sinónimo de «subsistir») y «gozar». El derecho a la subsistencia es universal, el derecho a gozar está reservado a quienes sepan conquistar los goces con su esfuerzo y con su trabajo personal. A los Estados compete garantizar a todos los ciudadanos alimento, vestido y cobijo. Claro está que ni será apetitoso, ni cómodo, ni confortable. Así, por ejemplo, en el apartado alimenticio propone el suministro de una papilla nutritiva disponible en unos surtidores (similares a los utilizados en las gasolineras) estratégicamente distribuidos por toda la geografía. Con estos postulados fue con los que obtuvo más de ciento treinta y cinco mil votos que le llevaron a ocupar un escaño en el Congreso, formando parte del grupo denominado «republicanos de centro». No duró mucho: se exilió en Francia tras el inicio de la guerra; a su conclusión fue autorizado a regresar y sometido a un proceso de depuración; falleció en marzo de 1941 a los cincuenta y un años de edad.  

Descartado José, no encuentro otras opciones verosímiles, pues cuesta trabajo creer que quienes se anudaron al entramado nobiliario tuvieran intención alguna de airear la vida y milagros de aquella rama tan singular de su viejo árbol familiar. Ni Fermina de Bonilla de Acuña (hija de su prima Petra de Acuña y Robles) que se había casado con el viudo marqués de Elduayen; ni María del Carmen de Acuña y Gómez de la Torre, que lo había hecho con Luis Sartorius y Díaz de Mendoza, hijo de los condes de San Luis; ni, mucho menos, los hijos de su hermana María de la Purificación, que se había casado en 1924 con Francisco Queipo de Llano y Álvarez de las Asturias Bohorques, vizconde de Valoria y –desde 1938– conde de Toreno, Grande de España de primera clase. 

Y ¿qué decir de la rama militar del sobrinazgo? Ya sabemos que la milicia no resultaba ajena a la familia de Acuña, que dos de sus primos, los hermanos Felipe y Antonio de Acuña Robles, fueron oficiales (alcanzaron el retiro como general de brigada, el primero, y coronel, el segundo); que un hermano de estos tenía por suegro a un oficial de la Guardia Real y coronel de Caballería; y que tres  primas (María Teresa de Acuña y Gómez de la Torre y las hermanas Rosario y Ana María de Acuña y Martínez de Pinillos) se habían casado con militares. Con estos antecedentes, no debería de resultar extraño que varios de sus sobrinos ingresaran en el Ejército. De todos ellos, hubo quien alcanzó el retiro como oficial; otros murieron en el campo de batalla. Tal fue el caso de Felipe de Acuña y Díaz-Trechuelo, teniente del regimiento de Infantería Ceriñola 42, que tomó parte en la batalla de Annual y cuyo nombre figura en la relación definitiva de oficiales desaparecidos durante los meses de julio y agosto del año veintiuno. Entre los militares que lograron ponerse a salvo tras la caótica evacuación del campamento de Annual, se encontraba  José de Acuña y Díaz-Trechuelo, capitán del mismo regimiento que su hermano y uno de los oficiales que, bajo el mando del general Navarro, logró alcanzar el campamento de Monte Arruit, donde unos días después muere en combate.

Pablo Arredondo de Acuña y José de Acuña y Díaz-Trechuelo, dos de los sobrinos muertos en combate

Pablo Arredondo de Acuña era primo segundo de los dos anteriores y se convirtió en el héroe de la familia, al formar parte del reducido grupo de militares bilaureados, esto es, el de aquellos que recibieron en dos ocasiones la Cruz Laureada de San Fernando, la más alta condecoración militar española. Le fue concedida la primera por los méritos que contrajo en el combate de Laucién (Tetuán) el 11 de junio de 1913. Al mando de una sección de la tercera compañía del batallón Cazadores de Arapiles nº 9, el por entonces segundo teniente fue herido de bala en una ingle, a pesar de lo cual «continuó en su puesto y tomó parte en otros dos combates, haciéndose notar por su valor y serenidad». Ascendido a capitán, en 1920 es destinado a la primera compañía de la primera bandera del recién creado Tercio de Extranjeros. Un año después fue herido de gravedad durante la toma de unas posiciones. Lo que siguió a partir de entonces fue otra dura batalla, primero en los hospitales para recuperarse, luego en los despachos para conseguir que no le declararan inválido. También resultó vencedor en este combate: en el verano del año veinticuatro, con un artilugio ortopédico en su pierna, se reincorpora a su anterior destino en la Legión. Al mando de su compañía participó en los combates que se sucedieron en los meses siguientes. En uno de ellos fue herido de muerte el 19 de noviembre de 1924, a la edad de treinta y cuatro años.

Desconozco qué hubiera pasado años después de seguir Pablo con vida; ignoro qué opción hubiera tomado de tener que elegir entre permanecer a las órdenes del Gobierno de la Segunda República o seguir los pasos de Francisco Franco Bahamaonde, compañero en la Academia de Infantería de Toledo y su jefe en el último destino, primero como comandante de la I Bandera del Tercio de Extranjeros y después como teniente coronel jefe del citado Tercio. Lo que sí conocemos es la posición que en aquella fratricida confrontación ocuparon otros miembros de la familia, integrantes del sobrinazgo de Rosario de Acuña y Villanueva. Para situar las coordenadas en las que se movieron, quizás no esté de más empezar diciendo que, por lo que conozco, ninguna de las personas a las que se hace mención en este comentario (con la excepción, claro está, del ya citado proceso de depuración al que fue sometido José de Acuña y Gómez de la Torre) penó con las consecuencias que en el Nuevo Estado llevaba aparejadas la disidencia o desafección al Régimen. 

En 1935 el oficial del Ejército retirado Luis Arredondo de Acuña publicaba en El Siglo Futuro un artículo titulado «Judaísmo, masonería, socialismo y comunismo», en el cual muestra a las claras sus afinidades ideológicas: «creo de oportunidad refrescar en la memoria de todos los que pensamos en español que desgraciadamente en España la hiena oriunda de Oriente, "el judaísmo", no ha sido aniquilada, ni aun siquiera amedrentada. Sus infectos engendros, masonería, socialismo y comunismo, al amparo de una política de suavidad, dejación y transigencia…». Unos meses después, en enero del año treinta y seis, el mismo periódico publicó una carta suya dirigida al ministro de Agricultura José María Álvarez Mendizábal en relación a unos comentarios de éste acerca del grado de compromiso de los militares. Sus palabras, que fueron muy aplaudidas por los lectores del periódico, resultaron del todo contundentes: «me veo impulsado como español y comandante retirado de Infantería e expresarle el desprecio que me produce su incapacidad como gobernante...». 

Tampoco deben de existir muchas dudas respecto a la posición adoptada por Antonio de Acuña Díaz-Trechuelo, por entonces capitán de la Guardia Civil que estaba destinado –desde mayo de 1936– en la primera compañía de la comandancia de Logroño. Parece ser que en la capital riojana secundó el golpe de Estado del 18 de julio, pues el suyo es uno de los nombres que aparecen en la orden que el ministerio de la Gobernación publica en el mes de agosto, integrando la relación de oficiales que causan baja definitiva por «haber tenido participación en el movimiento subversivo». Su hermano Luis, alférez de Caballería, también está a las órdenes del Gobierno de Burgos.

En aquella España trágicamente dividida en dos mitades irreconciliables, hubo otros sobrinos que perdieron su vida por el hecho de que sus adversarios ideológicos los consideraran partidarios de los militares sublevados, enemigos a eliminar. Tal fue el caso Francisco Vela de Almazán y de Acuña (hijo de su prima Ana María de Acuña y Martínez de Pinillos) y de los hermanos Ángel y Antonio Escavias de Carvajal y de Acuña (hijos de la también prima y hermana de la anterior María del Carmen de Acuña y Martínez de Pinillos). A los tres les arrebataron la vida en un cortijo del término municipal de Ibros en plena juventud, cuando aún no habían cumplido los treinta años de edad. El 3 de septiembre de 1936 pasaron a integrar el censo de víctimas de lo que más tarde se conocería como «represión republicana». Un par de semanas después lo haría un militar retirado de quien ya hemos escrito, Luis Arredondo de Acuña; al mes siguiente, su hermano Juan, oficial de Infantería que se niega a formar parte del Ejército Popular de la República.

No cuesta mucho suponer que el dolor producido por aquellas muertes eliminara de cuajo cualquier atisbo de tibieza en las familias de sus cinco primos y siete primas que apellidan "de Acuña Robles" y "de Acuña Martínez de Pinillos". Los nietos y las nietas de sus tíos carnales, los hermanos Antonio y Cristóbal de Acuña y Solís, se encuentran –por propia voluntad y/o por la ajena percepción– en el bando de quienes confían en el triunfo de los militares sublevados. Y el primero de abril de 1939, tras la proclamación de la derrota del ejército republicano, se hallan entre los que respiran aliviados por el triunfo de las «tropas nacionales».

El capitán de la Guardia Civil Antonio de Acuña Díaz-Trechuelo, que había sido dado de baja por el ministerio de la Gobernación, es destinado por el Gobierno de Burgos a la comandancia de Sevilla, tras haber desempeñado funciones de juez especial para la depuración de responsabilidades en Calahorra; en 1941 recibe la Medalla de la Orden de San Hermenegildo. Fermina de Bonilla de Acuña, hija de Petra de Acuña Robles y viuda del contralmirante de la Armada Ángel Elduayen Mathet, publica un libro titulado Laureados 18 de julio de 1936 que es autorizado en 1939 por el director general de Primera Enseñanza «por su contenido altamente patriótico y de gran ejemplo y estímulo». En 1948 se restablece la legalidad vigente con anterioridad al 14 de abril de 1931 en las Grandezas y Títulos del Reino y siete años más tarde  los hermanos Francisco y Alfonso Queipo de Llano y de Acuña, hijos de María de la Purificación de Acuña y Gómez de la Torre, inician la tramitación para la sucesión de los títulos nobiliarios que ostentaba su padre hasta el momento de su muerte: el primero solicita el título de Conde de Toreno, con Grandeza de España de primera clase; el segundo, el de vizconde de Valoria. Cristóbal Vela de Almazán y de Acuña, hijo de Ana María de Acuña y Martínez de Pinillos, se había convertido en «oficial aviador» tras finalizar sus estudios en la Academia de Caballería; en 1946 es comandante y está destinado como profesor en la Escuela de Informadores Fotógrafos del Ejército del Aire, sita en Cuatro Vientos; en los primeros años sesenta, ya coronel, es Jefe del Servicio de Defensa Química y Contra Incendios del Ejército del Aire. Pablo Arredondo y Díez de Oñate, hijo de Luis Arredondo de Acuña, ingresa en 1944 en la Orden de Cisneros, creada dos años antes como galardón al mérito político; en marzo de 1956 es nombrado Inspector Nacional de la Vieja Guardia de Falange Española Tradicionalista y de las JONS; en 1968 el Jefe del Estado le concede la Gran Cruz de la Orden Imperial del Yugo y las Flechas...

Familiares, ciertamente los había. Otra cosa bien diferente era que las florecientes ramas surgidas de aquel tronco común de los Acuña de Baeza, descendientes de sus cinco primos y siete primas, tuvieran interés alguno en rescatar del olvido la memoria de doña Rosario de Acuña y Villanueva, aquella tía feminista,  regeneracionista, librepensadora, masona, filo-socialista,  republicana, que había sido calificado en otro tiempo como  «harpía laica», «engendro sáfico», «hiena de putrefacciones» o «trapera de inmundicias».




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