17 septiembre

252. En la prensa internacional

Si echamos la vista atrás, conociendo lo que ahora conocemos, creo que bien podremos afirmar que las evidencias, aunque sean certezas claras y manifiestas, pueden dejar de ser tales si el Poder se empeña en que tal cosa suceda: ¡Qué eficaz puede resultar la maquinaria del olvido forzado cuando está bien engrasada! Bastaron unas décadas para que consiguieran extraer de la memoria colectiva la mayor parte de cuantos recuerdos consideraban nocivos. Ahí tenemos el caso de Rosario de Acuña.

A finales de los años sesenta del siglo pasado, cuatro décadas después de la muerte de doña Rosario, casi nada se conocía de ella en la ciudad en la que había pasado los últimos años de su vida, en la ciudad en la que estaba enterrada. La neblina que todo lo envuelve había conseguido ocultar cualquier vestigio, cualquier rastro de aquella mujer. Tan solo quedaba un topónimo anclado a los acantilados de El Cervigón, y era habitual que la gente lo utilizara habitualmente y dijera  «fui caminando hasta Rosario de Acuña» con la misma naturalidad que pronunciaba «estuve paseando por El Muro», por más que casi nadie supiera quién había sido esa mujer que distinguía este abrupto paraje del litoral gijonés.


El Bosco: Extracción de la piedra de la locura (fragmento), Museo del Prado

Fue suficiente con que su nombre desapareciera de los edificios públicos, de las calles y de los paseos, que no se hablara de ella en diarios ni en revistas, para que entrara en la negrura del silencio. Una vez extirpada de la memoria colectiva el vestigio de su existencia, tan solo había que esperar que el tiempo cicatrizara la herida del recuerdo. Sucede como con esas guerras que un día cualquiera, sin saber muy bien la razón, desaparecen de los informativos  y caen en el olvido colectivo como si se hubiera firmado un armisticio y ya no hubiera dolor ni muerte.

El caso es que su rastro seguía ahí, sus libros continuaban en las estanterías de las bibliotecas, públicas y privadas; sus cartas, sus cuentos, sus artículos o sus conferencias permanecían en las páginas amarillentas de diarios y revistas que dormitaban en las hemerotecas... Lo que habían conseguido era romper la conexión entre la obra, que permanecía viva aunque oculta, y su autora, convertida ya en una auténtica desconocida para la mayoría. 

Para sacarla del olvido tan sólo hacía falta que alguien se empezara a preguntar quién había sido esta mujer que daba nombre a un lugar en el litoral gijonés, que había pronunciado una conferencia, que había escrito un libro, un soneto, un cuento... Eso fue lo que hizo  Patricio Adúriz (⇑) a finales de los sesenta cuando, buscando respuestas, visitó su olvidada tumba en el cementerio civil de Gijón; lo que  hizo Luciano Castañón (⇑) cuando, a instancias de Amaro del Rosal (⇑) , que desde el exilio mexicano impulsaba la investigación, localizó a Aquilina Rodríguez Arbesú (⇑) , una gijonesa que había sido amiga de la ilustre gijonesa y que, además de su recuerdo, conservaba escritos y fotografías;  lo que hizo María del Carmen Simón Palmer (⇑) cuando, buscando referencias de escritoras decimonónicas, se encontró con una nada desdeñable lista de los escritos de doña Rosario que habían sido publicados en la prensa; lo que hizo José Bolado (⇑) cuando, siendo presidente del Ateneo Obrero de Gijón, se encontró con un ejemplar de El padre Juan que un antiguo socio había guardado en su casa durante décadas; o lo que hizo quien esto escribe cuando, recopilando información sobre la escuela neutra gijonesa, me encontré con una copia del discurso que pronunció en la ceremonia de inauguración. Tras preguntarme quién había sido esta mujer, la autora de aquel discurso, siguió la búsqueda en archivos y bibliotecas,  en periódicos y revistas, que no son pocas las que publicaron sus escritos: hasta el momento tengo registradas más de ciento cincuenta publicaciones, editadas en diversas ciudades de España... y del extranjero, pues también hay constancia de su obra en periódicos de Francia, Portugal, Cuba, México, Puerto Rico, Argentina, Reino Unido o Estados Unidos, donde ya en febrero de 1876 se puede leer en las páginas del neoyorquino The American Bibliopolist el famoso soneto recitado por Rienzi en el monólogo de la escena segunda del último acto:

The American Bibliopolis, Nueva York, febrero 1876 
 
No tarda tampoco la prensa francesa en hacerse eco del exitoso estreno de su Rienzi el tribuno, del cual queda constancia en las páginas de Le Memorial des Vosges (editado en Épinal), La Dépêche (Toulouse) o Le Journal des debats politiques et littéraires (París). Poco tiempo después, en el otoño de 1878, el parisino Le Figaro da cuenta de la estancia de Rosario de Acuña en la capital para visitar la Exposición Universal, noticia de la cual se hacen eco otros periódicos franceses, como Gazzette de Nimes.  Ya en los primeros años del siglo XX, Berthe Delaunay (⇑) le dedica elogiosos comentarios en las páginas de La Gran Revue con ocasión de su contundente respuesta a los agresores de una estudiante a las puertas de la madrileña Universidad Central. Tras las protestas de los estudiantes por aquel escrito, a la autora no le quedó más remedio que huir a Portugal para evitar ser detenida. Su obligada estancia en Valença do Minho tampoco pasará desapercibida para los plumillas lusos, y el periódico O Valenciano dará cuenta del fin de la misma y de su partida de la ciudad fronteriza para dirigirse a Lisboa. 

No obstante, será en las publicaciones escritas en español donde encontremos mayor número de referencias. En enero de 1885 la revista ilustrada El Progreso, que cada mes ve la luz en Nueva York, dedica un amplio espacio a Rosario de Acuña, la nueva heroína del librepensamiento. Gracias a ello, sus suscriptores, repartidos por diversos países de Hispanoamérica, pueden leer íntegramente la carta en la que comunica a Ramón Chíes su adhesión a la causa, y que había sido publicada tan solo un mes antes en Las Dominicales del Librepensamiento

Mayor presencia tendrá en el periódico ilustrado El Álbum de la Mujer, editado en México y dirigido por la española Concepción Gimeno, pues desde el otoño de 1884 y a lo largo del siguiente año irán apareciendo en sus páginas algunos de sus escritos, empezando por «La cordobesa» (su aportación al proyecto colectivo dirigido por Faustina Sáez que había sido publicado tiempo atrás con el título Las mujeres españolas, americanas y lusitanas pintadas por sí mismas) y continuando con algunos de los relatos incluidos en su libro La siesta. En otros periódicos mexicanos darán cuenta de estas publicaciones aparecidas en El Álbum de la Mujer o publicarán algunas de sus poesías, como es el caso de El Diario del Hogar en cuyas páginas aparecerán «Las dos flores» (⇑), «Tu álbum y mi poesía» (⇑)«Cantares» (⇑); El Correo Español, que publicará  «Los envidiosillos» y «A Benlliure»  ; o El Heraldo del Hogar, un quincenal del Distrito Federal que hará públicos los sonetos titulados Primavera, Verano, Otoño e Invierno, agrupados bajo el título «Las estaciones» (⇑).

Antes de que el siglo XIX terminara, su labor como tenaz luchadora frente a la postergación social de la mujer ya había traspasado las fronteras patrias, como lo prueba el hecho de que La Voz de la Mujer, «periódico comunista-libertario» editado en Buenos Aires, utiliza uno de sus textos  para arremeter contra quienes se oponen a la emancipación de la mujer.  Su presencia en Cuba  tendrá como escenario las páginas de los periódicos Diario de la Marina y Asturias. En el primero (en cuyas páginas ya habían aparecido informaciones relevantes sobre su vida, así como algunos de sus sonetos), será donde se publique «La casa del diablo»,  uno más de los escritos aparecidos al calor de las protestas estudiantiles contra «La jarca de la Universidad», en el que se cuenta que, al decir de algunas gentes del lugar, en la casa gijonesa en la que vive se oyen gritos y ruidos de cadenas, y pasan cosas tan raras como la imaginación de cada cual pueda llegar a imaginar. Su colaboración con el semanario Asturias da comienzo en la primavera de 1917. A partir de entonces publicará varios sonetos y artículos, escritos expresamente para la citada publicación. No lejos de Cuba, en otra isla caribeña, La Correspondencia de Puerto Rico había publicado algunos años antes la carta que doña Rosario envía a Galdós (⇑) adhiriéndose a su manifiesto en contra de las políticas del Gobierno de Maura precedida del título «Brava española» (16/11/1909).

Con todo, será en los semanarios que en Francia dirige su amigo Luis Bonafoux (⇑) donde sus colaboraciones tengan mayor presencia: primero en La Campaña, luego en Heraldo de París y finalmente en El Internacional, en cuyas páginas aparecerá «La jarca en la Universidad», el escrito que, tras ser reproducido en el barcelonés El Progreso, terminará por conducirla  al exilio para evitar ser encarcelada. 

A la vista está que, además de los libros que dormitaban en las estanterías de las bibliotecas, además de los artículos, cuentos o  poesías que amarilleaban en las páginas de la prensa española, había otros escritos suyos en los periódicos de México, Argentina, Puerto Rico, Portugal, Cuba, Estados Unidos o Francia. No era, por tanto, la falta de testimonios lo que pudiera explicar que casi nadie recordara quién había sido Rosario de Acuña, apenas unas décadas después de que hubiera fallecido. Lo que habían conseguido quienes se erigieron en controladores de lo que formaba o no formaba parte de la memoria colectiva era romper la conexión entre esas obras, esos escritos, que seguían estando ahí, y el nombre de su autora. Por esa razón tan solo hubo que esperar al momento en el cual alguien empezara a preguntarse quién era esa mujer que aparecía al pie de unos escritos que se habían hecho públicos tan solo unas décadas atrás...




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