28 febrero

184. De la tutela del padre a la tutela del esposo



Retrato de una joven (siglo I d.C, pintura al fresco, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles)

Con tan solo veinticinco años, saboreando con deleite el éxito de Rienzi el tribuno (⇑), cuenta que su afición por la poesía viene de bastante tiempo atrás, que desde bien niña empezó a hacer versos:  «desiguales renglones que con lápiz, carbón, o tinta iba escribiendo en ratos tan perdidos, que ni de ellos me daba cuenta».  Los parabienes de los más próximos se habrían de convertir en el acicate más eficaz para que aquella temprana inclinación no se fuera difuminando con el paso del tiempo. Tanto su padre como su madre debieron de ver con buenos ojos las incipientes aficiones literarias de la hija, acaso consideradas como el esperado producto del mimo que habían puesto en su formación, salpicada de buenas lecturas, instructivos viajes y la asistencia a los mejores conciertos acomodada en el palco del Real. Más que eso: por los datos que disponemos, tal parece que Felipe de Acuña no escatimó ni tiempo ni dinero a la hora de apoyar la actividad de su hija, hasta el punto de llegar a ejercer lo que bien podríamos considerar labores propias de un agente literario.  Parece ser que don Felipe disponía de una bien nutrida lista de contactos que no dudó en utilizar para mayor gloria de su hija. Metido en faena, no debió de parecerle mala idea enviar artículos y poesías a algunos de sus conocidos que contaban con cierta influencia en la redacción de algún que otro periódico liberal; tampoco la de recabar opinión y sugerencias de críticos y autores consagrados.

El año del éxito de Rienzi el tribuno fue también el de su matrimonio. Rosario de Acuña se casa con Rafael de Laiglesia Auset, teniente de infantería con el grado de capitán y el matrimonio se traslada a Zaragoza, ciudad a la que es destinado el militar. Todo cambia tras la boda. Según la legislación de entonces, es al marido a quien corresponde ejercer la tutela de la joven escritora. La Ley de matrimonio civil de 1870, aunque modificada parcialmente, sigue vigente en este asunto: «La mujer no puede administrar sus bienes ni los de su marido, ni comparecer en juicio, ni celebrar contratos, ni adquirir por testamento o ab intestato sin licencia de su marido, a no ser en los casos y con las formalidades y limitaciones que las leyes prescriben». Cierto es que el cambio, el traspaso de tutela, no se debió de producir de manera brusca, necesitó de un tiempo de acomodación, como bien se puede deducir del cruce de telegramas familiares que se produce con ocasión del estreno de Rienzi el tribuno en el teatro Calderón de Valladolid. Resulta que el empresario que lo gestiona invitó a su autora a asistir al estreno de la obra en la ciudad castellana y, según parece, hubo dudas al respecto de quien habría de acompañarla. Gracias a los documentos conservados en su archivo personal (⇑), sabemos que el empresario Aureliano Tresgallo envía a un representante a recogerla; que Rafael comunica a su suegro que no salga para Valladolid, que espere noticias; que Dolores Villanueva, la madre de la dramaturga, le dice a su hija que su padre le lleva «el vestido»; que su marido, al fin, no fue su acompañante, pues contamos con un telegrama fechado en Cádiz con destino Valladolid con el siguiente texto: «Casa Leocadia. Rosario Acuña. Llegué bien vivo fonda de América. Rafael». Según parece, al principio padre y marido debieron de compartir administración y tutela, una manera de solventar los inconvenientes que para Rosario suponía vivir alejada de la Villa y Corte: don Felipe podría realizar en Madrid personalmente las gestiones que fueran necesarias. 

Un documento de 1879 puede servirnos de esclarecedor ejemplo acerca de cómo funcionaría en la práctica esta tutela compartida. Se trata de una carta que con fecha 22 de mayo envía Eduardo Hidalgo a Rafael de Laiglesia. El remitente, que  lo hace en calidad de responsable de Administración Lírico Dramática, la empresa editora de los dos primeros dramas de Rosario, adjunta a la misma la liquidación de la cuenta de ejemplares vendidos de Amor a la patria (⇑), su segundo drama, estrenado en Zaragoza.  El editor complementa el estado de cuentas con algunas anotaciones que bien pueden ilustrarnos sobre el asunto: le dice que los gastos de impresión fueron satisfechos por Felipe de Acuña (probablemente hizo lo propio con los libros anteriormente publicados), a quien entregó parte de los ciento treinta ejemplares que figuran en  la casilla «Entregados al autor» (el resto fueron para diversos actores).

Contando como parece ser que contaba con el beneplácito paterno, en Madrid tuvo las puertas abiertas para acariciar la gloria literaria: Rienzi fue la prueba. En Zaragoza las cosas parecen bien diferentes. La ley lo deja bien claro: al esposo le corresponde «proteger a su mujer» (art. 45); a la esposa, «obedecer a su marido, vivir en su compañía y seguirle a donde este traslade su domicilio o residencia» (art. 48). Para quien como ella además de mujer era escritora, estaba previsto el artículo 52: «Tampoco podrá la mujer publicar escritos, ni obras científicas ni literarias de que fuere autora o traductora, sin licencia de su marido o, en su defecto, sin autorización judicial competente». A las cortapisas legales a las que está sometida por ser una mujer casada, debe añadir los inconvenientes derivados de su residencia en la capital aragonesa, alejada de Madrid, su ciudad natal y el principal centro literario del país (véase el comentario 114. Ostracismo zaragozano ⇑). Si como resultado de todo ello se produce el extravío de un «drama inédito y original, en prosa  y en tres actos» cuyo manuscrito envió a su editor en 1880 y del cual nunca más tuvo noticia,  no debiera de resultar extraño que, cuando la ocasión se presente, Rosario de Acuña y Villanueva tome las medidas oportunas, incluidas las legales, para librarse de tanta tutela, pero eso será asunto de próximos comentarios.  



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