Tenía veintidós años por entonces y es bastante probable que la proclamación de la República viniera a agitar sus inquietudes, contagiada por la zozobra que a buen seguro sentiría su querido padre, vinculado –fidelidad obliga– al largo historial de vaivenes estratégicos del general Serrano, quien en más de una ocasión había cambiado de papel, pasando de ser favorito de Isabel II a encabezar la rebelión –junto a Prim y el almirante Topete– que la derrocó. Los Acuña (véase el comentario 175. La sobrina descarriada ⇑) habían ligado su posición política a la de don Francisco Serrano Domínguez, para lo bueno y para lo no tan bueno. En 1868, conocido el triunfo de La Gloriosa, Pedro Manuel de Acuña Espinosa de los Monteros, al grito de «¡Viva la libertad y viva la soberanía nacional!», se apresura a constituir y asumir la presidencia de la junta provisional de Andújar; poco después es nombrado gobernador de Jaén; y en los primeros días de octubre estaría entre los andujareños que en la estación de Baeza reciben alborozados al general Serrano, de camino hacia Madrid para presidir el Gobierno Provisional. Tras la proclamación de la República, el general marcha a Francia, a verlas venir. Rosario de Acuña Villanueva, también. Es probable que lo hiciera en compañía de su padre y de su madre. De lo que sí hay constancia escrita es que permaneció una temporada en el sur del país vecino, en Bayona y sus alrededores.
Tal parece que la proclamación de la República había teñido de incertidumbre el futuro de aquella joven, emparentada con la vieja nobleza castellana (⇑), que había crecido escuchando las lecturas que su padre entresacaba de los volúmenes que Modesto Lafuente iba publicando de su Historia General de España. Aquellas lecciones paternales consiguieron que Rosario asumiera aquella visión de la historia común: formaba parte de una nación que hundía sus raíces en la antigüedad y que se había forjado en los principios cristianos y monárquicos. De ahí que el destronamiento de Isabel II no hacía más que agrietar parte del confortable escenario en el que había crecido, razón por la cual no podía compartir de buen grado las muestras de entusiasmo que aquel hecho provocaba en otros compatriotas. De haber visto por entonces la imagen que ilustra este texto (una alegoría del triunfo de la República que insertó en sus páginas centrales la revista satírica La Flaca), cabe pensar que no sería ilusión lo que experimentaría la hija de Felipe de Acuña, sino más bien algo parecido a la zozobra. Al menos eso parece deducirse de algunos de sus escritos de entonces.
En la Bayona francesa, donde reside por entonces, publica un folleto titulado Un ramo de violetas (⇑), que tiene por destinataria a la mismísima Isabel II, exiliada en el país galo. En sus páginas manifiesta bien a las claras la lealtad y consideración que siente por la destronada reina: «...pues si bien mi canto nunca llegó a Vuestras plantas, mi amor y mi respeto, siempre lo habéis tenido a vuestro lado». También queda patente la visión que por entonces tiene de los sucesos que acontecen en España: « y el día en que Vuestra patria y la mía, vislumbre la aurora de la felicidad en medio de la oscura noche que la envuelve, cuando la veáis para jamás perderla...». No es este el único escrito en el que muestra a las claras su adhesión a la causa monárquica. Apenas un par de años después saluda con ilusión la llegada del nuevo rey a la restaurada corte canovista con una poesía: Al rey don Alfonso (⇑):
¡Llamado estás a despertar a España
del letárgico sueño en que yacía;
tú borrarás la fratricida saña
que la ambición titánica encendía!
¡Tú la puedes borrar, mi voz extraña
acaso torne el cielo en profecía;
Tú puedes, al tomar nuestra bandera,
hacer del mundo la nación primera!
La derrocada reina conoce estos cariñosos escritos y, en carta fechada en París en abril de 1875, le agradece aquellos recuerdos de su patria que le llegan impregnados con aroma de violetas, así como los versos que la joven poeta dedica a su hijo. No será esta la única carta que Rosario reciba de quien fuera reina de España. En su archivo personal (⇑) se conservan otras dos: en la primera, de finales de abril del setenta y seis, la por entonces madre del rey de España felicita a Rosario por el éxito obtenido con su drama Rienzi el tribuno, al tiempo que lamenta no haber podido asistir al estreno al tener prohibida su entrada a la patria; en la segunda le da la enhorabuena por su reciente matrimonio.
Monárquica y católica: Acuña de vieja raigambre, por más que la suya fuera una rama secundaria y que el entorno familiar en el que había crecido respirara un aire más liberal. En cualquier caso y como quiera que las biografías no vienen escritas al nacer, sino que se van construyendo día a día, resulta que las firmes convicciones que hasta entonces había sostenido empezaron a resquebrajarse tras la muerte de su padre («toda la sombra esparcida en mi existencia, que, como humana que es, no está libre de sombras, se extendió fría y desolada en mi derredor»)... y saltaron hechas añicos cuando decidió adherirse al bando que luchaba en defensa de la libertad de pensamiento, tras estudiar durante casi un año los contenidos publicados en el semanario Las Dominicales del Libre Pensamiento («¡Cuánto he meditado teniéndolas delante y con los ojos a medio cerrar!»). Sombra y luz.
La publicación de su carta de adhesión (⇑) («...vengo a ofrecer mi entusiasta concurso a la causa del librepensamiento, con la mesura del caminante que, viajando solo, ni se precipita ni retrocede») supone también, como es lógico pensar, el abandono de sus anteriores creencias religiosas. Ya no es católica: es público y notorio tanto para quienes la colman de parabienes, como para aquellos que la repudian desde entonces. Aún habrá que esperar hasta que se pueda constatar que también ha dejado de ser monárquica. Tan solo es cuestión de tiempo, pues en aquella redacción, en aquellas páginas, las ideas republicanas afloran por doquier, no sólo en los escritos de Ramón Chíes y Fernando Lozano, codirectores del semanario librepensador, sino en los de buena parte de sus colaboradores entre los que encontramos, con mayor o menor frecuencia, a José Francos Rodríguez, Odón de Buen, Antonio García Vao, Miguel Morayta, Manuel Curros Enríquez, Salvador Sellés, Francisco Pi y Margall o Joaquín Dicenta, cuya militancia republicana es de sobra conocida. Tan solo es cuestión de tiempo, pues como ella misma afirma en una carta fechada en 1888 y dirigida a Antonio Ros de Olano, vizconde de Ros, «allí donde mi nombre aparezca con alguna representación ha de respirarse el ambiente librepensador, republicano, anticatólico...» . Era cuestión de tiempo... y hubo que esperar.
En una carta abierta dirigida a Anselmo López (quien probablemente fuera el primer presidente del Sporting de Gijón tal y como planteo en un comentario anterior ⇑) publicada a principios de 1917 doña Rosario, en una larga descripción retrospectiva de sus años de lucha en defensa de la libertad de conciencia, nos cuenta que en cierta ocasión, encontrándose en la zona en la cual se unen las tierras cántabras y palentinas, decidió ascender a lo más alto del pico Cordel portando una gran bandera; y que, una vez alcanzada la cima situada a más de dos mil metros de altura, puso «una bandera gigantesca en que con un ¡Viva la República! y un ¡Viva la libertad de pensamiento! se enlazaba mi nombre...». No consta cuándo tuvo lugar tal ascensión. Quizás fuera en los años ochenta, en alguna de las expediciones a caballo (⇑) que por entonces acostumbraba realizar recorriendo durante meses las tierras patrias; quizás ocurriera más tarde, en los primeros años del siglo veinte, cuando –habiendo dado por finalizada su trabajo de avicultora que con tanto afán había desarrollado en Cantabria– se dedicó a recorrer la Montaña (⇑) y los territorios limítrofes. Aunque este «¡Viva la República!» no tenga fecha, sí que sabemos que en el verano de 1910, al poco de fijar su residencia en Gijón, participó en una manifestación en defensa de la llamada Ley del candado enarbolando una bandera republicana. También que, unos años antes, no dudó a la hora de adherirse a una iniciativa encaminada a reorientar e impulsar el partido republicano. Veamos.
En la primavera de 1902 José Nakens, director del semanario El Motín, hace pública una propuesta a los periódicos republicanos para que tomen la iniciativa y lideren la convocatoria de una asamblea «que fije y determine la marcha futura del partido», en la que participen cuantos republicanos puedan costearse el viaje para, olvidándose de lo que les diferencia, sean capaces de elegir un líder, «un hombre de autoridad, prestigio y voluntad», que ponga al partido «en condiciones de lucha». Se trata de logar el partido republicano y no un (otro) partido republicano y así lo entienden los periódicos y exsenadores republicanos que se suman a la iniciativa. Tras varios meses de propuestas y contrapropuestas, de réplicas y matices, el 14 de febrero de 1903 se reúnen los representantes de las distintas facciones republicanas y alcanzan un acuerdo: se constituye una comisión «que, puesta de acuerdo con los elementos republicanos que se han declarado, y aún puedan declararse, partidarios de la Asamblea general, prepare y realice con ellos la urgente convocatoria de la misma». Con el fin de que los republicanos de toda España pudieran participar en aquel proceso de unificación, se publican unos boletines de adhesión en los cuales las personas interesadas designan un delegado que los represente. Pues bien, allí está ella y José Nakens es la persona en quien delega.
Al fin, el 25 de marzo de 1903 se celebra en el teatro Lírico de Madrid la «magna asamblea republicana» que dio origen a la Unión Republicana, presidida por Nicolás Salmerón. Aquella unificación casi completa de los republicanos (el Partido Republicano Democrático Federal se mantuvo aparte, aunque accedió a una alianza electoral) se tradujo, tal y como predecía José Nakens, en una mejora evidente en los resultados electorales. En las elecciones celebradas en aquella primavera, la Unión Republicana obtuvo treinta y seis diputados, algunos de los cuales contaban con la amistad y admiración de la republicana Rosario de Acuña. Tal es el caso de Miguel Morayta (⇑), Joaquín Costa (⇑), Melquíades Álvarez o Nicolás Salmerón (Exoristo, uno de sus hijos, era uno de los invitados habituales (⇑) a la casa de El Cervigón). A ellos habría que unir los nombres de otros ilustres republicanos que también contaron con su afecto y respeto: Ramón Chíes, Fernando Lozano, José Nakens, Roberto Castrovido, Joaquín Dicenta (⇑), José María Esquerdo (⇑) o Luis Bonafoux (⇑).
Aunque fue reacia a que se la adscribiera a formación política alguna, resulta evidente a la luz de todo lo anterior que no tuvo mayor inconveniente –antes al contrario– a que su nombre figurara en el campo del republicanismo español.
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