Ahora entremos con resolución en el camino de la Verdad, estrecho y orlado de precipicios. Al verme en él tiemblo, sin vacilar. Las alimañas más estrambóticas van a surgir a sus orillas; unas, como los dogos de la fábula de Cano, comenzarán a ladrar; otras se harán las mortecinas, a ver si tropiezo con ellas inadvertidamente; muchas, con la propiedad que tiene la cobardía de ensañarse contra los que imagina indefensos, entablarán un concierto de aullidos.
Parece que por acá no han enterado las gentes de una carta que publicó doña Rosario de Acuña, hará unos tres meses, en un periódico de Barcelona, en la cual insultaba, en estilo genuinamente libre-pensador, a las mujeres españolas, a los niños, a los estudiantes, al clero, a la burguesía, a los marinos, a los militares, a los bomberos... En una palabra: a toda la sociedad española. Cuando una
mujer librepensadora se engrifa, es implacable.
Los estudiantes de Barcelona, los de Madrid y los de todas partes celebraron manifestaciones de protesta contra dicha carta contra dicha señora, y la Prensa de todos los colores, desde el
rojo hasta el amarillo, protestó también. Hasta España Nueva calificó de asquerosa la obra de doña Rosario de Acuña. Todo esto, por supuesto, no le habrá dado calor ni frío a la ilustre dama, porque en el mundo del librepensamiento se usa una moral y un cutis diferentes de los que se usan en los demás mundos.
Yo, que por entonces vivía en Gijón, acabé por prestar oído atento al alboroto y acabé por decirme:
–Pues señor... La Acuña... Este nombre me suena.
En efecto: el nombre de doña Rosario es célebre en Gijón y en toda la comarca; solo que las gentes de por allí no la conocen por su nombre cristiano, sino por el de espiritista, la librepensadora, la nigromántica, en lo cual la han hecho un gran favor, porque para ella el nombre cristiano de Rosario debe de ser una especie de sambenito.
Además de esto los tales motes tenían su razón lógica y natural, dado el extraño género de vida que llevaba doña Rosario. Hace algunos años mandó edificar una casa en la cima de un promontorio bravío a la vista de Gijón, y allí se pasaba una vida misteriosa y esquiva y apartada en absoluto del trato de sus semejantes... si es que, como dijo el otro, una librepensadora puede tener semejantes.
Pues así y todo la señora de Acuña parecía encontrarse a sus anchas en aquella soledad. Algunos que la conocían me dijeron luego que también se hallaba a gusto con que tan rara criatura viviese en lugar tan remoto. Ella, por su parte, había tomado las más eficaces medidas para huir del trato de los humanos. Un día que pasé por delante de su puerta vi colgado del muro este cartel: «Es inútil llamar, no se abre a nadie» Algo parecedlo se encontró el Dante a las puertas del Infierno –dije para mí– y en esto bien se echa de ver el poco espíritu comercial que posee esta señora. Si fuera tan lépera como
algunas de sus colegas podría explotar el fenómeno poniendo a peseta la entrada, lo cual la enriquecería, porque acudirían a verla y a oírla gentes de todos los vientos.
Para nadie, en efecto, se han abierto jamás aquellas puertas, ni para los ahítos ni para los hambrientos, ni para los dichosos ni para los infortunados. El que se aventurase a llamar podía correr el riesgo de ser destrozado por un perrazo enorme que de día y de noche vigilaba la entrada. Era el Cancerbero de aquella pavorosa mansión.
Otro día volví a pasar por cerca de la Casa del Diablo, como la llamaban los campesinos de aquellos contornos. Al entrar por una senda que cruza la ería del Piles me encontré con un labrador de Cabueñes, conocido mío, y con él sostuve el diálogo siguiente:
–Dígame, Morcín, y dispense: ¿usted conoce a la persona o personas que viven en aquella casa?
–No; no la conozco ni maldita la falta que me hace.
–No sé si es mala o si es buena; lo que sé es que Dios nos libre de ella.
–Pues a mí me consta que esa persona no ha hecho mal a nadie.
–Hay quien dice eso, y, sin embargo, desde que esa mujer vive ahí con sus espíritus o sus diablos nunca jamás volvió a brotar una hierba en ese ribazo; los ganados de Cabueñes padecen enfermedades que antes no tenían, y hasta algunos niñinos se van secando, secando sin saber por qué. Nada, que esa mujerona ha venido a esparcir por estos sitios un aliento fatal.
–Pues ella bien escondida y bien sola vive, Morcín.
–Eso de vivir solos no reza con los espiritistas ni con los nigrománticos. Por de pronto no es la primera vez que le oigo hablar a grandes voces con sus gatos o sus puercos o sus gallinas o sus perros...
–¿Qué tiene eso de particular? Es una casa de campo...
–En otra persona no lo tendría, pero en esa... ¡vaya! Dicen que es además librepensadora...
–¿Y usted sabe lo que es un librepensador, Morcín?
–¡Carape! Ello mismo lo dice: es el hombre que tiene la cabeza sin atadero. En cuanto a la individua esa, yo tengo la seguridad de que sus gatos y sus perros son personas que ella tiente
encantadas allí convertidas en bestias.
–¡Qué disparate!
–Encantadas, sí, señor. No hay un espiritista ni un librepensador que no sepa convertir a las personas en bestias. Por lo tocante a lo demás, en esa casa endemoniada nunca se vio cristiano viviente, y a pesar de eso, algunas noches se sienten allí una de claridades y de ladridos y de maldiciones que Dios tirita.
–¿Usted oyó eso?
–Sí, señor, y además ruido de cadenas y aullidos de lobos y alaridos de curuxas... ¡Uy, si usted lo oyera! Pasaba yo por aquel surco a las nueve de la noche del día de difuntos
cuando entre los silbidos del viento oí...
–¡Hombre, usted delira!
–¡Deliraban! ¡Mal rayo me coma! Entonces también deliraron Antón del Radial y Juan de Naveces...
–¿Qué les pasó?
–¡Me valga Dios! ¡Casi nada! Volvían a las once de la noche de allá de la Providencia... la noche de la tormenta grande, cuando al pasar por cerca del acantilado oyeron entre los ronquidos del mar y los bufidos del viento unos gritos... que... ¡La apocalipsis! Unos gritos que sonaban en el aire, entre el nublo. De pronto ábrense las nubes y entre las nubes vieron un fulgor sangriento y entre el fulgor y las nubes vieron que volaba, en medio de un gran remolino de espantables espíritus, a esa mujerona montada sobre los riñones de un gran demonio de color verde, con unas alas...
–¡Qué barbaridad!
–Será lo que usted quiera, pero para mi gusto, esa hembra o lo que sea, tiene el alma nadando en los infiernos.
Al volver a mi casa me encontré con el puentecito de madera que atraviesa el río Piles con uno de la curia de Gijón, el cual me informó de que iba a proceder al encarcelamiento de doña Rosario de Acuña con motivo de la carta famosa. Entonces le dije:
–Amigo Tintales: sea usted clemente con esa infeliz. Ahora me acaba de contar un vecino de Cabueñes que la ha visto andar volando por entre esos riscos, como alma en pena, en noches de tempestad, y sentada ¡horrorícese usted!, sentada sobre los riñones de un demonio verde, alado, espantable... ¿Qué mayor castigo? ¿Qué mayor tormento?
–¿Y usted lo ha creído?... ¡Hombre!...
–¿No lo he de creer? Sépase usted que la Acuña es atea y para los espíritus sin Dios no puede haber reposo ni consuelo...
es reproducido en 1920 en las páginas de El Motín, Madrid, (24-4-1920)
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