31 julio

216. Emilia Villacampa, la hija del héroe


Emilia Villacampa (El Álbum de la Mujer, 13/2/1887)Residía por entonces en Pinto, aunque es bastante probable que la noticia la conociera lejos de su Villa Nueva, en algún lugar de la geografía patria que por entonces solía recorrer en largas expediciones a caballo. Quizás fuera en Galicia, pues sabemos que el mes anterior se encontraba en una de sus localidades costeras  tomando baños de mar, «pues su salud, algo delicada, así lo exige». Estuviera donde estuviese, no parece que fueran las páginas de su semanario las que le pusieron al tanto de la sublevación republicana. En el ejemplar de Las Dominicales que salió a la calle el domingo 19 de septiembre del año ochenta y seis nada había que hiciera sospechar lo que aquella noche sucedería en Madrid; el de la semana siguiente abría con un oficio conminatorio del capitán general de Castilla la Nueva: «Dicte V. las órdenes claras y precisas para que el periódico que V. dirige no se ocupe en absoluto de los procedimientos judiciales que se están siguiendo para esclarecer los hechos ocurridos en la noche del 19...». Tuvo que ser, por tanto, en los diarios, los de Madrid o los de provincias, que esos sí que contaron los detalles de lo sucedido.

Las primeras ediciones de los periódicos madrileños dicen que una parte del Regimiento de Caballeria Albuera y otra del Regimiento de Infantería Garellano, acantonados en el cuartel de San Gil, se habían echado a la calle al mando del capitán Carlos Casero, quien cada poco se paraba para gritar «¡Viva la república federal! ¡Viva Salmerón! ¡Viva Zorrilla! y ¡Viva el Ejército!». Señalan que los sublevados se acercaron hasta las proximidades de otros acuartelamientos (primero al de la Montaña y luego al de los Docks) donde no obtuvieron el apoyo previsto, y que más tarde, a la altura de Atocha, se les unió el brigadier Villacampa y otros oficiales. Cuentan que el capitán general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque (el mismo que había encabezado el golpe de Estado de enero de 1874), tras haber firmado el bando que declaraba el estado de guerra, se había puesto al frente de las operaciones para reprimir la asonada; que los insurrectos abrieron fuego cuando las compañías al mando directo del general se acercaron a Atocha; que el fuego se generalizó «y el tiroteo adquirió por algunos minutos las proporciones de un verdadero combate»... Días después se supo que las tropas de Villacampa, a quien ya todos asignan el papel de jefe de los amotinados, abandonaron Madrid en dirección a los montes de Toledo; que el brigadier no recibió los apoyos esperados, ni civiles ni militares; y que, tras un enfrentamiento con las tropas perseguidoras en las cercanías de Colmenar de Oreja, fue detenido junto a la mayoría de sus hombres.

Se acaba así aquel frustrado intento de proclamar la República por la fuerza de las armas. En realidad, lo que termina con el apresamiento de Villacampa no fue más que el primer acto de esta historia. Habrá más. Y si las noticias de esta primera parte encontraron a nuestra protagonista alejada del escenario, no sucederá lo mismo con las que se conozcan a partir de ahora, pues tenemos constancia (⇑) de que a primeros de octubre se encuentra en Madrid, pues es una de las personas que por entonces asisten a diario a la sala donde se juzga la causa contra el cura Cayetano Galeote, acusado de ser el causante de la muerte de Narciso Martínez, primer obispo de la diócesis de Madrid-Alcalá.

Desde finales de 1884 Rosario de Acuña formaba parte del grupo de Las Dominicales, un nido de librepensadores, anticlericales, masones... y republicanos. Se tenía por tal, por republicana, y aquel asunto no le podía resultar ajeno (⇑). Es razonable suponer, por tanto, que estaría interesada en cualquier noticia relacionada con la situación de cuantos habían participado en la intentona. De lo que se publicara y de lo que no se hiciera público; de lo que contaban los periódicos y de las noticias que le hicieran llegar sus propios correligionarios: al fin y al cabo algunos  de los principales protagonistas de aquel suceso eran, además de republicanos, masones. Como quiera que de estas últimas, por su propia naturaleza, no tenemos constancia cierta, habremos de fijarnos en las primeras, las que se conservan  en las hemerotecas.

Una vez que Manuel Villacampa del Castillo es encarcelado, dan comienzo las actuaciones previas al consejo de guerra. El encausado solicita a Nicolás Salmerón que lo defienda; el expresidente de la República, a quien una parte de la prensa señala como uno de los autores morales de la asonada, declina la petición, razón por la cual le es asignado un abogado de oficio. A primeros de octubre ya se conoce la sentencia. El Consejo Supremo de Guerra y Marina dictaminó que el brigadier Villacampa, el teniente González y cuatro sargentos habían cometido un delito de rebelión, y les condena a la pena de muerte. Tras la ratificación de la sentencia por el Consejo de Ministros, los seis condenados «fueron puestos en capilla» a la espera de su ejecución. Se dice que tanto el presidente Sagasta como María Cristina de Habsburgo, la reina regente, coincidían en mantener una posición firme para que aquel proceso sirviera de escarmiento. No obstante, parece ser que la campaña promovida por los republicanos y otros sectores sociales para conseguir que las penas capitales fueran conmutadas abrió la puerta a una nueva coyuntura: se publicó la (falsa) noticia de que el Gobierno había accedido a la conmutación de la pena; vistas las reacciones favorables a la medida, Sagasta «se vio forzado» a solicitarla.

El caso es que el siete de octubre María Cristina firma los reales decretos de conmutación de la pena capital por la de reclusión militar perpetua, que son publicados en la Gaceta de Madrid en la jornada siguiente. Unos días después, Manuel Villacampa del Castillo y los otros condenados por la asonada del diecinueve de septiembre son enviados a Fernando Poo para que allí cumplieran su condena, bien alejados de la Península con el fin de evitar que participaran en nuevas intentonas. Meses después el Gobierno decide trasladarlos a Melilla aduciendo razones de seguridad, compatibles, según parece, con otras de diversa índole, a juzgar por las explicaciones realizadas por algunos ministros (por humanidad, para que no se diga que se deja morir a los presos en un clima insalubre; por temor a las complicaciones europeas...). Sea cual fuera la razón, el caso es que en la localidad melillense fallece el reo dos años después de su llegada, «víctima de crónicos padecimientos exacerbados por los rigores de un clima para él mortífero».

Fragmento de la portada de El País con la noticia de la muerte de Villacampa

La noticia de su muerte, ocurrida un día después del aniversario de la proclamación de la República, avivó el ánimo de sus correligionarios. Muchos fueron los círculos, centros, casinos o ateneos que organizaron actos para enaltecer su memoria. Uno de ellos, el que tuvo por escenario el casino de Unión Republicana en Gijón, contó con la participación de Rosario de Acuña. La velada, celebrada el día dos de marzo, materializó de manera exitosa la feliz iniciativa del catedrático de instituto Manuel García Molina-Martell: numerosas coronas enviadas desde localidades próximas y lejanas, telegramas procedentes de diversas sociedades republicanas y masónicas, poemas y otros escritos de adhesión... Entre estos últimos se encontraban los enviados por Jaime Martí Miquel (destacado publicista del republicanismo federal), Manuel Ruiz Zorrilla (líder republicano en el eterno exilio) y Rosario de Acuña, «la heroína del librepensamiento y de la República». La lectura de su discurso, «sublime en el fondo e inimitable en la forma», cosechó entusiásticos aplausos, más intensos aún cuando realiza un llamamiento para la unión de todos con el objetivo de restaurar la República o cuando exige a los presentes que juren cumplir como buenos republicanos si las circunstancias así lo requieren. 

Como quiera que el destino de los insurgentes está íntimamente unido al resultado del levantamiento, las veladas fúnebres organizadas en recuerdo de Villacampa ponen el punto final a aquella historia: la insurrección de septiembre fracasó y su principal protagonista pasa a ocupar un destacado lugar en el santuario que una parte de sus compatriotas ha erigido a quienes considera mártires de la libertad. Sin embargo, lo que hasta aquí se ha contado es tan solo una visión parcial, pues tras estos hechos protagonizados por militares y políticos, actores principales en la escena pública española del diecinueve, aparecen otros que se encuentran con ellos entretejidos. Además de los militares sublevados y de los que reprimieron la asonada; además de los miembros del Gobierno y de los de la oposición; de los políticos monárquicos y de los republicanos; además de los directores de periódicos que contaron la historia sin apartarse un ápice de lo que de ellos se esperaba; además de todos ellos, hombres que de manera exclusiva dirimen en la escena pública los asuntos colectivos, aparece algún que otro nombre de mujer. Uno es, como queda dicho, el de Rosario de Acuña, cuya voz de se abre camino entre el varonil runruneo para espolear las conciencias de la ciudadanía republicana. Otro, el de Emilia Villacampa Morán, la hija del brigadier.

Tenía dos hermanos y ella era su única hija, razón por la cual y según una norma no escrita que ha llegado hasta el presente sin apenas modificaciones, a Elena –por el solo hecho de ser mujer y a falta de madre, ya fallecida– le correspondía la tarea de atender y cuidar a los suyos. Y en lo tocante a su padre, nos consta que a tal labor se dedicó con ahínco. Cumplió tan bien la misión encomendada que hasta los adversarios ideológicos de su progenitor le regalaron palabras de reconocimiento: al fin y al cabo, su ejemplo era una buena versión del «ángel del hogar», arquetipo femenino del XIX con el cual parecían sentirse muy cómodos tanto los unos como los otros. Recibió aplausos y parabienes por lo bien que lo había hecho, aunque para hacerlo tuviera que abandonar el ámbito doméstico y salir a la arena pública, al espacio que los hombres ocupaban de manera habitual y cuasiexclusiva.

El mismo día en que se conocía que el brigadier había sido apresado, su hija se presentaba en la sede de la Presidencia del Consejo para entrevistarse con el señor Sagasta. Aunque la puerta permaneció cerrada para ella, la joven –que cuenta por entonces con veintiún años–  no se arredró, no podía permitírselo: bien sabía que, de no hallar clemencia, al reo le esperaba la muerte. Tenía que lograr el indulto, la conmutación de la pena, y a ese objetivo dedicó todo su empeño. En un mismo día, el viernes 24 de septiembre, tras visitar a su padre en la prisión militar, se entrevista con el obispo de la diócesis, se reúne con el exministro Manuel Becerra y aún le queda tiempo para acercarse a Palacio y esperar la salida de los ministros tras la reunión del Consejo. Llama a todas las puertas, a todos solicita intermediación, a políticos y prelados, al nuncio y a León XIII, a quien por telegrama pide haga uso de su influencia ante el Gobierno de España. Al fin, recibe la ansiada noticia. Sus esfuerzos han hallado feliz recompensa: «Vengo en conmutar a los expresados reos la pena de muerte por la inmediata de reclusión militar perpetua...».

Toca ahora recuperar el ánimo, agradecer el apoyo recibido y prepararse para lo que está por llegar. Su padre ha salvado la vida pero se lo ha llevado la distancia: tras una larga travesía a bordo del Navarra, el cuatro de noviembre ha desembarcado en Santa Isabel, en la lejana isla de Fernando Poo, allá en África. No es aquel lugar adecuado para su quebrantada salud (una fiebre del país había agravado su padecimiento cardíaco), y Emilia inicia un nuevo peregrinaje por los despachos. Apenas tres meses después, a primeros de febrero, la prensa afirma que los condenados están en Canarias, de regreso. El día 9 el presidente del Gobierno confirma la noticia: «el traslado del brigadier Villacampa ha obedecido a la insalubridad del clima de Fernando Poo y a los ruegos de la señorita Villacampa». Melilla es su nuevo destino y Emilia inicia los preparativos del viaje para ver a su padre.

Panórámica de Melilla (La Ilustración Ibérica, 21/10/1893)

Llega a Málaga a primeros de abril y allí toma el barco que la llevará a Melilla. Su padre es tratado como un preso común, lleva la misma vestimenta y le han afeitado la cabeza y la barba. Su celda, un pequeño habitáculo sin más luz ni ventilación que la de la puerta de entrada, es muy húmeda y apenas puede dormir pues los centinelas le despiertan dos o tres veces cada noche para comprobar que no se ha escapado. Emilia se queja un día sí y otro también al gobernador militar. Consigue, al fin, que lo visite un médico: además de la afección cardíaca que ya era conocida, padece bronquitis y presenta hinchazón en manos y pies; en el certificado emitido, señala que «si bien no amenazaba su vida de forma inmediata, podría comprometerla seriamente si las condiciones de clima y habitación no fueran lo suficientemente higiénicas». Tras varias semanas en Melilla y una breve estancia en Granada (donde aprovecha para agradecer a los republicanos de la provincia el auxilio económico que le han venido proporcionando) retorna a Madrid con el propósito de lograr el traslado de su padre por razones humanitarias. Una vez en la capital no pierde el tiempo: las noticias que llegan de Melilla hablan de un empeoramiento en la salud del exbrigadier. El catorce de julio se entrevista con el presidente del Gobierno. A pesar de que, según cuenta la prensa, este le dijo que sus deberes le impedían acceder a su petición, parece ser que Sagasta deja abierta la puerta a un posible traslado del preso a la Península.

De haber existido tal posibilidad, se habría difuminado a mediados de noviembre, cuando la prensa hace pública la noticia del complot descubierto en el peñón de Vélez de la Gomera: al parecer, todo estaba dispuesto para  liberar a Villacampa. A partir de ese momento las medidas de seguridad se refuerzan, la salud del exbrigadier se agrava, su regreso a la Península se desvanece... A primeros de enero Emilia ya se encuentra de nuevo en Melilla. Los médicos dicen que está herido de muerte, «que solo cambiando de clima y de situación, podrían ser menos crueles sus sufrimientos». Su hija escribe a la reine regente, al presidente del Consejo de Ministros, al del Congreso, al ministro de Estado... pide que se le conmute la pena que sufre por la de destierro. Pide, ruega y... espera.

Espera que lo que se publica sea cierto: que el asunto ha sido tratado por el Gobierno, que se estudia la posibilidad de trasladarlo al castillo de Alicante; espera que lo que se cuenta no lo sea: que no se puede acceder al traslado, que la legislación lo impide, que la oposición se opone firmemente a la medida. Su padre sigue en el hospital. Emilia vuelve a Madrid. Algunas puertas se abren, otras no. Cartas a la minoría republicana, a los ministros, a personas del entorno del máximo dirigente del Partido Conservador. Dicen que Cánovas flexibilizó su postura tras la misiva que recibió su mujer, que se habían dado instrucciones para que si se autorizaba el traslado no hubiera protestas ni en el Parlamento ni en la prensa conservadora.

Soneto publicado en el diario El País, 19/9/1891Pasan las semanas, pasan los meses. El asunto se trata varias veces en el Consejo de Ministros, los diputados republicanos plantean preguntas en el Congreso. Emilia sigue esperando. Su fortaleza parece abandonarla, «su organismo, animado por un espíritu vigoroso, flaquea y se resiente». Al fin, en octubre se acuerda por fin el tan esperado traslado. No será a Alicante, ni a ninguno otro penal de la Península: el Gobierno accede a trasladarlo a Ceuta. Los periódicos de Málaga dan cuenta de la próxima llegada de Emilia para acompañar a su padre al nuevo destino, pero la salud de Villacampa empeora de forma alarmante y no se mueve de Melilla. La Gaceta de Madrid publica el 22 de enero de 1889 el decreto por el que se indulta a todos los condenados por la asonada de septiembre del ochenta y seis. Villacampa puede salir de la prisión, pero su quebrantada salud no le permite abandonar el hospital. Allí falleció la tarde del doce de febrero.

Tras la muerte del exbrigadier, muchas fueron las voces que se alzaron para ensalzar la inagotable capacidad de lucha de su hija. La prensa republicana se hizo eco de las espontáneas muestras de admiración y respeto que llegaban a sus páginas procedentes de los numerosos círculos o ateneos esparcidos por la geografía patria. Elogian su lucha sin desmayo hasta conseguir librarlo de la pena capital; alaban el incansable esfuerzo por ella realizado durante los veintinueve meses de cautiverio.  Rosario de Acuña, también. Desconozco si tuvo ocasión de hacerlo personalmente en las semanas posteriores a la muerte de Villacampa, quizás en una de las esporádicas visitas que realizaba a la capital o si, acaso, lo hizo por escrito. Lo que sí sabemos es que casi dos años después, el viernes 3 de abril de 1891, Emilia se encuentra en el madrileño teatro Alhambra para asistir a la primera y única representación de El padre Juan (⇑) ,  y que en el mes de septiembre de ese mismo año doña Rosario le dedica el soneto (⇑) que acompaña estas líneas.

¡Y una mujer heroica y bendecida,
que a su débil llorar abandonada,
salvoles a los mártires la vida!





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