25 mayo

212. La prima repudiada


Se enteraron, claro que se enteraron. Cuesta trabajo creer que no lo hicieran, pues los periódicos de toda España, aun los de menor tirada, se hicieron eco de aquel escándalo. La prima Rosario, la hija del difunto tío Felipe, estaba en boca de todos. Cuentan que ha escrito barbaridades sobre los jóvenes españoles y sobre sus madres, que los universitarios están en huelga reclamando una reparación a tan grave ofensa, que la Justicia se ha puesto en marcha (⇑) y que van a procesar a la autora de aquel infamante escrito. Desde finales del mes de noviembre del año 1911, la prensa nacional reserva un espacio a la «cuestión escolar» para dar cuenta de las movilizaciones de los estudiantes contra la autora de aquel escrito denigrante y difamatorio. De no haberlo leído en los periódicos madrileños que se recibían en algunas de sus localidades de residencia, bien pudieran haberlo hecho en las páginas de El Noticiario Sevillano o de El Correo de Andalucía, publicados en Sevilla; en el diario La Lealtad que se editaba en Jaén; en los linarenses El Noticiero, El Popular o El Heraldo de Linares; en los semanarios baezanos  El Liberal de Baeza o Norte Andaluz; o en el que desde el año anterior veía la luz en Torreperogil con el título El Domingo, que en todas esas localidades andaluzas residían la mayoría de quienes formaban parte del primazgo.

Bien es verdad  que quedaban ya muy lejos los tiempos en que Rosario, la prima mayor, viajaba desde su Madrid natal para pasar largas temporadas en la casa que el abuelo Felipe tenía en Andújar. Era entonces tiempo de reuniones entre primos;  se acercaban hasta allí para verla o la recibían en Baeza, donde habían nacido y donde por entonces vivían sus siete primas y sus cinco primos. También es cierto que no tenían contacto con ella desde hacía ya unos cuantos años, desde el momento aquel en el que la prima, poco después de la muerte del tío Felipe, decidió apartarse del sendero común (⇑): se separó del marido, se convirtió en librepensadora primero y más tarde en masona. Las más pequeñas (Teresa tan sólo tenía dos años por entonces) habrían de enterarse de todo ello tiempo después, probablemente en alguna reunión familiar,  como esta de la que da testimonio la fotografía  que acompaña estas líneas, donde podemos ver a la descendencia del matrimonio formado por su tío Antonio de Acuña y Solís y su mujer, María de los Dolores Robles y López.

Familia de Acuña y Robles, (fotografía cedida por María José de Acuña)

Aunque Rosario llevaba ciertamente  bastantes años en el olvido familiar, es de suponer que el escándalo de La jarca –aquel escrito suyo del que todo el mundo hablaba (⇑)– reverdeciera viejos recuerdos y antiguas conversaciones familiares; avivara pasadas vivencias, sensaciones e ilusiones compartidas. El tiempo de las fraternales estancias familiares de la prima madrileña en tierras jiennenses ha quedado muy atrás, y por muy liberal que hubiese sido el ambiente en el que se criaron, todo tenía un límite. Quien más y quien menos, los de Acuña Robles y los de Acuña Martínez de Pinillos ostentaban por entonces una posición destacada en la sociedad, con distinguida presencia en el campo de la milicia, la judicatura, la política o la Administración. Y lo que es más importante para el asunto que nos ocupa: la mayoría eran padres y madres, que aquel primazgo ya cuenta con una larga lista de descendientes, que Rosario de Acuña y Villanueva tiene veintiséis sobrinos segundos. «Nuestra juventud masculina no tiene nada de macho». «Tienen, en su organismo, tales partes de feminidad, pero de feminidad al natural, de hembra bestia, que sienten los mismos celos de las perras, las monas, las burras y las cerdas...». Aquellas frases extremadamente duras ponían en duda la hombría de los jóvenes españoles, también la de sus hijos,  algunos de los cuales forman parte de esa misma clase escolar tan duramente atacada, pues los hay que son alumnos de una academia militar o estudian en alguna de las diez universidades españolas.  

Resulta razonable suponer que aquellas palabras, aquel escándalo, ocasionara menor estupor en sus primos más pequeños, pues por la diferencia de edad apenas habían coincidido con ella antes del alejamiento: treinta y tres años la separaban de Teresa, la hija menor de su tío Cristóbal. No por ello habrían de permanecer ajenos al impacto de aquella noticia, mucho menos los que aún residían en Baeza, una localidad de poco más de quince mil habitantes donde los Acuña eran bien conocidos, no en vano sus dos tíos habían sido regidores de la ciudad en diversos periodos y habían ocupado otros puestos de relevancia. Teresa de Acuña y Martínez de Pinillos tenía por entonces veintiocho años; su hermana María del Carmen, de treinta y cinco, acababa de dar a luz a su segundo hijo; y su hermano Ramón, que cuenta con treinta y siete años de edad, también ha sido padre el año anterior. 

Los hijos de sus tíos Antonio y Cristóbal forman parte de la España acomodada. Integran la denominada burguesía rural, sustentadora del estrato superior de la oligarquía que rige el país desde la Restauración borbónica. De todos ellos, quizás sea el primo Francisco de Acuña y Martínez de Pinillos quien mejor ejemplifique esta posición de privilegio. Él será quien ostentará la jefatura de la rama segunda de la Casa de Acuña de la línea de los Señores de la Torre de Valenzuela. Permanecerá en Baeza para preservar las propiedades familiares; será alcalde de su localidad natal, como antes lo había sido su tío y su padre. Los Acuña, durante siglos señores y ahora propietarios, se han tenido que adaptar al nuevo Estado liberal, abandonando los privilegios del Antiguo Régimen. No obstante, en la crianza de los nietos de Felipe de Acuña y Cuadros, el abuelo común, aún se han mantenido presentes algunos de los elementos constitutivos de la vieja sociedad estamental. Sirva como ejemplo el hecho de que aquel primazgo se crió considerando natural la servidumbre: «siendo el señor moralmente amo y padre a la vez, y siendo el servidor criado e hijo al mismo tiempo». Tan normal era aquella relación que para doña Rosario, tal y como afirma en un escrito de principios del siglo XX (⇑), «el servidor era un ser de imprescindible necesidad en todo hogar medianamente digno». Gracias a sus muchas horas de estudio y profundas reflexiones, nuestra protagonista pudo dejar atrás estas y otras consideraciones que había interiorizado en el entorno familiar, como aquella que asignaba a las de su género el papel buena madre y esposa, de «ángel del hogar», expresión muy utilizada para referirse al trascendental papel o sagrada misión que la mujer habría de jugar en sus dominios domésticos. La mayor parte de sus primos, siguiendo la tradición familiar, se encuadrarán en la milicia; sus primas se casarán con magistrados o militares.

Fragmento de la portada del diario La Correspondencia de Españ, (Madrid, 28/11/1911)

Antonio de Acuña y Robles contaba  por entonces con cuarenta y ocho años de edad, era comandante de Artillería y estaba destinado en el Tercer Regimiento Montado, que tenía su sede en Burgos. Se había casado en el verano de 1888 con María Purificación Gómez de la Torre y Bonilla. Su carrera, como militar primero y como gobernador civil después, lo llevó a trasladar el domicilio familiar en varias ocasiones. Sus ocho hijos nacieron en Barcelona, Madrid, Sevilla y Jaén. Uno murió al poco de nacer. Del resto, solo el mayor era varón y solo él se convirtió en universitario: se llama José María de Acuña y Gómez de la Torre, tiene  veintidós años y estudia en la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos. Aquel joven formaba parte de la grey estudiantil y, en consecuencia,  era uno más de los que, en palabras de su tía segunda, no tenía nada de macho; uno de esos «engendros de un par de sayas (la de la mujer y la del cura o el fraile) y de unos solos calzones (los del marido o querido)». No resulta muy aventurado suponer que aquellos improperios de la prima no hicieran ninguna gracia ni a la madre ni al padre del muchacho. Tampoco que la boda de su hija María Dolores, celebrada en Madrid el primero de diciembre de 1911, fuera a coincidir con la noticia de la frustrada detención de la tía segunda de la novia, que huyó a Portugal horas antes de que la Guardia Civil se presentase en su casa con la preceptiva orden judicial.

Más sedentaria fue la carrera militar de Felipe, su hermano mayor. El primogénito de su tío Antonio llevaba años en Sevilla, allí se había casado en el año ochenta y cuatro con una sevillana de Huévar llamada María de la Concepción Díaz-Trechuelo Aguirre, hija primero y hermana después del marqués de Villavelviestre. En esa capital estaba destinado a finales de 1911, cuando el escándalo de la Jarca. Era por entonces teniente coronel de Caballería, en el Regimiento de Cazadores Alfonso XII núm. 21. Tiene dos hijas y cinco hijos, de los cuales tan solo los dos últimos, por su corta edad, podrían quedar a salvo de las insolencias escritas por la descarriada prima. El primogénito, José María de Acuña Díaz-Trechuelo, hace unos meses que abandonó la academia y es segundo teniente del Regimiento de Infantería de Granada. Su hermana Felisa, que cuenta por entonces con veintitrés años continúa ligada a la milicia al casarse con otro segundo teniente, en este caso del arma de Ingenieros.

Quizás fuera por la impronta de Felipe de Acuña y Cuadros, el abuelo común, que sirvió durante la guerra de la Independencia en el Cuerpo de Carabineros Reales del que se retiró con el grado de teniente, lo cierto es que la milicia no les resultaba ajena en absoluto. Y a los primos militares hay que añadir otras primas que la conocieron bien, pues se casaron con oficiales; también al primo Joaquín de Acuña y Robles, el inspector del Banco Hipotecario, que tenía por suegro a un oficial de la Guardia Real y coronel de Caballería. La tradición y el Ejército cuadran mal con aquellas ideas disolventes de la prima literata: «¡Arreglados quedarían entonces todos estos machihembras españoles si la mujer adquiere facultades de persona!». Cuesta trabajo que frases como esta no ocasionaran alboroto en  el entorno familiar de su prima Ana María de Acuña y Martínez de Pinillos, casada también con un militar, por entonces teniente coronel de Caballería, al tiempo que maestrante de Ronda, camarero de honor supernumerario, camarero de España y capa de Su Santidad, condecorado con la medalla de Alfonso XIII, patrono lego de la capilla de San Juan Evangelista de Baeza...

Con todo, probablemente sea el caso de su prima tocaya el que mejor pueda ejemplificar la relación del primazgo con el patriotismo, la milicia y la tradición, pues la vida de Rosario de Acuña y Martínez de Pinillos se había movido, y seguía moviéndose, dentro de estas coordenadas. Tenía por entonces cincuenta y tres años y era viuda desde hacía doce del teniente coronel de Infantería Pablo Arredondo y Muñoz-Cobo. Madre de familia numerosa, lo era de seis hijos varones tras haber sufrido la muerte de su única y joven hija tan solo dos años atrás, cuando no había cumplido los diecisiete. Seis hijos, y los seis militares; unos en ejercicio y otros, los más jóvenes, en fase de formación. El mayor, Juan Arredondo de Acuña, tenía por entonces treinta y un años y era capitán de Infantería; le seguía su hermano Luis, en esos días primer teniente del mismo arma; Alfredo había terminado sus estudios en la academia el año anterior, siendo destinado al regimiento de Infantería Granada 34 como segundo teniente; Pablo los ha terminado hace unos meses y se ha incorporado al batallón de Cazadores de Barbastro nº4, de guarnición en Alcalá de Henares. Los más pequeños siguen idéntica trayectoria: José es nuevo alumno de la Academia de Caballería y Carlos, que tan solo cuenta con catorce años, acaba de ser admitido para ingresar en el colegio para huérfanos de oficiales del Ejército en Guadalajara.

Las manifestaciones de los universitarios españoles (en muchas localidades también de los estudiantes de bachillerato) surten sus efectos. Tras la denuncia de la Fiscalía, el asunto está en los tribunales. La Audiencia de Barcelona dicta una orden de captura contra aquella mujer de sesenta y un años de edad que, al enterarse de la agresión (⇑) a la que fueron sometidas unas universitarias al salir de las aulas de la Central, no había dudado en coger su pluma para arremeter contra los agresores. Huyó a Portugal para no ser detenida y aquí hubo quien no se quedó callado. En el Congreso se cuestionó que se publicaran edictos interesando la busca y captura de Rosario de Acuña «sólo porque se acusa a esta de un delito de injurias que no tiene prisión preventiva»: controversia tenemos. A otra audiencia, la de Jaén, se ha incorporado meses atrás un nuevo magistrado. Se llama Juan de Bonilla y Goizueta, marido de una prima de la huída, de nombre Petra de Acuña y Robles. ¡Cuánto no hablarían de este asunto! O quizás no. Acaso las cuestiones legales, profesionales, formaran parte del ámbito privativo del señor magistrado, y hubiera otras, como las reuniones de la Junta de Damas de la Cruz Roja o de la Junta Provincial de Caridad de Jaén, que lo fueran del de su esposa. Bueno, cabe pensar que sí lo hicieran, al menos para dilucidar si sus dos hijas, de nombre Fermina y Ana Rita, se convertirían en unas de esas intrépidas universitarias a las que su tía segunda había defendido.

Fotografía tomada en su casa de El Cervigón (Blanco y Negro, 3-12-1911) «Bien pronto una de las señoritas pasó ante el grupo, tan ajena, y en menos que se dice la rodearon, vejándola con un vocabulario de burdel e intentando ofenderla también de obra». Cristóbal de Castro lo contó en el Heraldo de Madrid: un grupo de estudiantes de la Universidad Central, que llevaban tiempo al acecho, había agredido a unas  universitarias. La noticia llegó hasta la aislada casa situada en un promontorio del litoral gijonés donde por entonces vivía la prima Rosario. No lo pasó por alto y escribió «La jarca de la Universidad», utilizando aquellas ácidas palabras, «de lenguaje viril», como ella misma las calificaría tiempo después. No menos gruesas fueron las utilizadas por sus detractores en los virulentos ataques que hicieron públicos contra la autora de aquel escrito. La llamaron histérica, proxeneta roja, engendro sáfico, buscona de estercolero social (⇑), alcohólica, degenerada, harpía laica y otras lindezas similares (⇑). Todos los pormenores del caso, todos estos insultos, estaban al alcance de aquellos primos de brillantes hojas de servicios, de aquellas primas casadas con prestigiosos militares y magistrados. No podían ignorarlo, el apellido las señalaba, los delataba: aquella mujer, que estaba en boca de todo el mundo y cuya imagen aparecía en la revista ilustrada Blanco y Negro dando de comer a patos y pavos, era su prima.

Habrán tenido que dar explicaciones al respecto en el cuartel, en la audiencia, en el banco o en las reuniones de sociedad. Llegado el caso, es probable que tuvieran que echar mano del tiempo transcurrido, del largo alejamiento, de su condición de hija única, de aquella enfermedad ocular que padeció durante tanto tiempo, de su prematuro gusto por la rima, de su amor por la naturaleza, del brusco cambio de trayectoria que llevó a cabo tras la prematura muerte de su querido padre, de su condición de literata... 

Es probable que no faltaran las preguntas o las insinuaciones al respecto, que  tuvieran que dar algunas explicaciones en el cuartel, en la audiencia, en el banco o en las reuniones. Llegado el caso,  tal vez se vieran en la necesidad de echar mano del tiempo transcurrido, del largo alejamiento, de su condición de hija única, de aquella enfermedad ocular que padeció durante tanto tiempo, de su prematuro gusto por la rima, de su amor por la naturaleza, del brusco cambio de trayectoria que llevó a cabo tras la prematura muerte de su querido padre, de su condición de literata... De todas formas, una cosa parece estar bien clara: no tienen nada que ver con esa tal Rosario de Acuña y Villanueva, de la que todo el mundo habla. 

Primero fue la nieta deseada, la primera de todas, aquella niña que animada por su abuelo paterno («¡Venga esa niña al campo!») acompañaba a su padre a las salutíferas tierras de Jaén; la querida prima mayor que a todos encantaba con sus poesías; la prometedora dramaturga, que se había casado con un joven militar y que, al igual que harán sus primas, acompañará a su marido al destino asignado. Luego se convirtió en la sobrina descarriada, en el momento en el que decidió abandonar el sendero familiar, el del buen sentido y la tradición, para cruzar a la otra orilla, la que pueblan masones, librepensadores, republicanos, feministas, proletarios, regeneracionistas... Ahora, tras largos años de distanciamiento, parece claro que tanto sus distinguidos primos, como sus no menos distinguidas primas,  desde la preeminente situación que ocupan en la sociedad del momento, rechacen cualquier vínculo con aquella mujer. Ningún contacto, nada que ver, no aceptan como prima suya a quien es capaz de escribir barbaridades que atronan sus oídos:

¿Qué va a ser ellos?¿Qué les quedaría que hacer a aquellas pobres chicas... digo, pobres chicos..., si las mujeres van a las cátedras, a las academias, a los ateneos, y llegan a saber otra cosa que limpiar los orinales, restregarse contra los clérigos y hacer a sus consortes cabrones y ladrones, para lucir ellas las zarandajas de las modas...?



Nota.  Agradezco a María José de Acuña el envío de algunas fotografías de su familia. En la que aparece al inicio de este comentario podemos observar a su tatarabuelo Antonio de Acuña Solís (sentado a la derecha) y a su tatarabuela María de los Dolores Robles López (sentada a su lado) en compañía de sus tres hijas y sus tres hijos: (de izquierda a derecha, de pie) María Teresa, Rafaela, Antonio, Petra; (en primer término, también de izquierda a derecha) Joaquín y Felipe de Acuña Robles (su bisabuelo).  




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