16 enero

255. Virginia González: lo que faltaba

 

Habíamos leído textos elogiosos de ilustres personajes. Los habían reunido a modo de homenaje. En la mayor parte de los casos no eran más que unas líneas, sin ninguna otra referencia. Estaban firmados por Benito Pérez Galdós, Ramón de Campoamor, José Francos Rodríguez, Roberto Castrovido, Fernando Dicenta, Luis Bonafoux o Virginia González. Aparecieron publicados en un folleto que, a modo de explicación, había editado la Junta Municipal de Enseñanza de Madrid con el objetivo de que el vecindario del distrito de La Latina conociera quién era la mujer que daba nombre al nuevo grupo escolar (⇑) que allí se había construido. Más tarde los mismos textos fueron reproducidos en Rosario de Acuña en la escuela, el primer volumen (luego resultó ser también el último) de la iniciativa de Regina Lamo para dar a conocer la obra de su buena amiga.

De algunos de ellos, como el que firma José Nakens (⇑), conocemos el texto completo del que forma parte; de otros, nada más. Es el caso del escrito firmado por Virginia González, del cual tan solo se podía deducir el periodo en el que había sido escrito y el suceso que rememora.

Fotografía de Virginia González Polo publicada en 1918

«Sabíamos que la puerta de la casita solitaria –situada en un alto a orillas del mar–, que nunca se abría a ninguna visita convencional, quedaba de par en par cuando se acercaban a ella los obreros.Tardes inolvidables en las que, cogidas del brazo, marchábamos por aquellos acantilados hablando de tantas cosas. Hablando del problema social, como una iluminada, profetizaba el gran cataclismo que pondría fin al régimen capitalista. La gran escritora ha muerto pobrísima. Ha sido perseguida y ultrajada por la prensa burguesa. Por decir grandes verdades ha sufrido grandes amarguras.¡Descansa en paz, mujer admirable! El cataclismo social que predecías se está realizando, y el mundo cambiará de estructura haciendo a los hombres más buenos, más inteligentes, más libres. ¡Una pena que ni tú ni yo podamos asistir al alumbramiento de la nueva vida!»

De la lectura de esas ciento treinta y seis palabras resulta evidente que fueron escritas tras la muerte de Rosario de Acuña; quizás formaran parte de un texto en el cual, como otros que se hicieron públicos en los días inmediatos a su fallecimiento, pretendían homenajear a nuestra protagonista. Sabemos también de qué está hablando: el momento en el cual estas dos mujeres se conocieron en Turón en el verano de 1919 (⇑), con ocasión de la visita de Virginia a Asturias para participar en una serie de actos. Lo sabemos gracias a la prensa de entonces y también al testimonio de doña Rosario, que rememoró ese momento en un escrito publicado en El Socialista (⇑) con ocasión del Primero de Mayo del año siguiente.

Virginia González Polo llegó a Asturias precedida por una intensa actividad política y sindical que había iniciado a los veinte años de edad en el ámbito de las sociedades de zapateros, su oficio desde que con tan solo nueve comenzó a trabajar como guarnecedora. Integrada en las filas socialistas desde finales de siglo, en 1915 se convirtió en vocal del Comité Nacional del PSOE y un año después ocupó el mismo puesto en la dirección de la UGT. Además de ser la primera mujer en formar parte de la Ejecutiva del partido socialista y la primera también en la dirección de un sindicato en España, fue una de las integrantes –la única mujer– del Comité de la huelga general de agosto de 1917, huelga en la cual a Rosario de Acuña también le atribuyeron algún que otro papel (⇑).

Hace unas semanas el profesor e investigador Manuel Almisas Albéndiz (⇑) tuvo la gentileza de enviarme algunos ejemplares del semanario La Antorcha, Órgano del Partido Comunista de España. En uno de ellos, publicado pocos días después de la muerte de doña Rosario,  aparece el texto íntegro de Virginia González, quien en 1921 había abandonado el PSOE para participar en la fundación del Partido Comunista Obrero Español. 

Aquí está:

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Rosario de Acuña escribía de vez en cuando algún artículo en periódicos obreros, y recuerdo que cuando uno de éstos caía en mis manos lo leía con avidez, saboreando luego en el fondo de mi pensamiento la grandeza y el atrevimiento de los suyos. 

No hay que decir si yo tendría ganas de conocer a esta mujer excepcional, pero siempre creía que este deseo mío nunca sería satisfecho. 

Un buen día, en una de aquellas excursiones por los pueblos mineros de Asturias, había llegado a Turón y descansaba de las fatigas del viaje.  Una compañera me anuncia que tengo una visita. ¿Quién es? –pregunto un poco descontenta, porque aún no había conciliado el sueño–. «Doña Rosario de Acuña, que quiere conocerla». Salto del lecho y, a medio vestir, me presenté a ella y nos abrazamos como si nos conociéramos de siempre. 

La viejecita admirable me contaba riendo las fatigas que había pasado para llegar hasta allí. No encontrando en Mieres coche que la llevara a Turón a aquella hora y obedeciendo a su deseo, con aquella voluntad de acero, se fue andando unos cuantos kilómetros por un camino muerto, donde a trechos se hacía difícil la respiración, debido a los gases que se desprenden de los grandes montones de carbón extraídos del río.

En fín, pasé dos días contentísima. Recuerdo que al siguiente se daba un mitin al aire libre porque no había local suficiente para albergar aquella multitud. Ella leyó unas cuartillas y el público la aclamó con entusiasmo. 

Después fue en Gijón. Se celebraba otro mitin en el que yo tomaba parte. La gente se apretujaba de tal forma que era imposible materialmente acomodar a nadie más. Por entre aquella multitud se divisaba fuera de la puerta a algunas mujeres que aspiraban a entrar. ¡Qué ajena estaba yo a que entre aquellas compañeras se encontraba ella! Al terminar de hablar se abrió paso entre la multitud con un ramo de rosas blancas y hermosísimas en la mano. «Toma –me dijo llena de entusiasmo– este ramo para ti. Son todas blancas como tu alma». Lloramos silenciosas y el público, ante aquella escena tan sencilla, aplaudía y pedía que hablara ella. Pero la gran escritora, que nunca se había dirigido al público más que por medio de su pluma para decir verdades que asustaban a los pobres de espíritu, delegó en mí y salí del paso como pude. La gente al fin empezó a desfilar haciendo comentarios de lo útil que sería que las mujeres se preocuparan de estas cosas. 

Mi estancia en Gijón se prolongó unos días y  varias tardes, unas veces sola y otras en compañía de algunos camaradas, iba hacia la casita solitaria situada en un alto a las orillas del mar. Sabíamos que aquella puerta, que nunca se abría a ninguna visita convencional, quedaba de par en par cuando se aproximaban a ella los obreros. 

¡Tardes inolvidables en las que, cogidas del brazo, marchábamos por aquellos acantilados hablando de tantas cosas interesantes! Hablando del problema social, como una iluminada, profetizaba el gran cataclismo que pondría fin al régimen capitalista.

Un día, sentadas en uno de aquellos montecillos, contemplando el mar y gozando de la caricia de un aire purísimo, me atreví a preguntarle por la triste aventura que corrió por su célebre artículo dedicado a los estudiantes. 

–Aquello fue brutal –me dijo. Venían como fieras a lincharme y como no me encontraron, arremetieron a pedradas contra mi casa. Los conocía bien y puse tierra de por medio. Emigré a Portugal y recorrí aquel hermoso país andando por carretera. Donde encontraba un arroyo me lavaba, y vivía mi vida. 

¡Mujer fuerte y valerosa! A los setenta años, ella, criada con todo regalo, hija de una familia burguesa, fregaba el suelo y lavaba la ropa. La gran escritora ha muerto pobrísima; ha sido perseguida y ultrajada por la prensa burguesa, por decir grandes verdades; ha sufrido grandes amarguras. Tu recuerdo no quedará en los corazones egoístas, pero vivirá en el alma de los que te conocieron y te trataron. 

¡Descansa en paz mujer admirable! Ya has penetrado en el gran misterio de la muerte. Ya sabrás si existe esa vida de espíritus errabundos que vuelven al mundo de los vivos: idea que al hablar del más allá de la muerte, sin preocuparte grandemente, admitías como posible. 

El cataclismo social que predecías se está realizando, y el mundo cambiará de estructura, haciendo a los hombres más buenos, más inteligentes, más libres. Una pena que ni tú ni yo podamos asistir al alumbramiento de la nueva vida.

Virginia González

La Antorcha, Madrid, 18 de mayo de 1923


Nota. Se recomienda la lectura del interesante artículo titulado «Los últimos días de Virginia González, la primera dirigente obrera del Estado español» (⇑), de Manuel Almisas Albéndiz.




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