Naturaleza. ¡Oh madre, reina y diosa
de nuestra vida! En éxtasis te adoro,
que no hay para el mortal mejor tesoro
cual gozar tu belleza esplendorosa.
de nuestra vida! En éxtasis te adoro,
que no hay para el mortal mejor tesoro
cual gozar tu belleza esplendorosa.
(De un soneto (⇑) sin título que publicó en 1885)
Nació en el centro de la ciudad más populosa de España, pero no tardó en descubrir los efectos salutíferos de los acantilados y de las montañas. Lo hizo muy pronto, cuando, niña aún, comenzó a padecer los dolorosos síntomas de la conjuntivitis escrofulosa. De tiempo en tiempo sus ojos se poblaban de úlceras que perforaban su córnea, reduciendo su visión de tal manera que no tenía más remedio que valerse de sus manos para reconocer los objetos. Para detener el avance del mal se sometía a todo un arsenal terapéutico, el cual, tras doloroso proceso, le deparaba unas semanas de respiro. Y así hasta la siguiente crisis. Nadie mejor que ella para transmitirnos los padecimientos de su enfermedad:
Desde mis cuatro años empezaron a poblarse mis ojos de úlceras perforantes de la córnea, el cauterio local, los revulsivos, las fuentes cáusticas… todo el arsenal endemoniado de la alopatía sanguinaria y cruel empezó a ejercitarse sobre mis ojos y sobre mi cuerpo; y si las quemaduras con nitrato de plata roían los cristales de mis pupilas, y las cantáridas en la nuca y detrás de las orejas llegaban a veces a descubrir el hueso; era sólo para darme algunas semanas de respiro; un constipado, un granito de arena, un exceso de golosina infantil volvía a entronizar el proceso ulceroso, y mis ojos tornaban a la ceguera; y el quejido del atenazante dolor helaba la risa en mis labios de niña, y mis manos, ávidas de ver, comenzaban de nuevo a tantear objetos y muebles, siendo mi usual conocimiento de las cosas más por el tacto y el presentimiento que por la realidad de la forma y el color
Fue entonces cuando descubrió que el remedio se encontraba en la Naturaleza, bien fuera en el campo andaluz o en las proximidades del mar. Cuando ni los grandes oculistas del momento ni los remedios farmacológicos por ellos recetados conseguían mitigar los dolores, llegaban casi al tiempo las prescripciones de sus abuelos; el uno desde Londres, Viena o cualquier otro lugar en que se encontrare: «¡Esa niña al campo!»; el otro, desde sus campos jienenses: «¡Venga esa niña al campo!». Y al campo se iba la niña acompañada de su joven padre, «…en el tren andaluz hacia las posesiones de mi abuelo en pos de las valles floridos, en pos de las selváticas cumbres de la sin par Sierra Morena». En otras ocasiones padre e hija tomaban el tren del norte que les acercaba al Cantábrico, para que sus ojos se llenaran de las salutíferas brisas marinas y se nutrieran de los beneficios terapéuticos de las aguas yodadas.
Y así ocurría una y otra vez hasta que en el año 1885, contando con treinta y cuatro años, una exitosa operación quirúrgica realizada por el oftalmólogo Santiago Albitos (⇑), la liberó para siempre de las penalidades sufridas. Pero su fe en las propiedades salutíferas de la Naturaleza se mantuvo intacta. Mejor aún, se acrecentó si cabe al comprobar en sus propias carnes los beneficiosos efectos que le deparaba.
Cuenta que en una ocasión, estando de paso en Madrid, cogió un catarro «de esos de mano armada, que son primos hermanos de la pulmonía por su carácter de rápida combustión». Tenía claro cuál era el remedio: acudir a la madre Naturaleza y ponerse en sus manos:
Corrí a mi casa quinta de Pinto; se aparejaron mis caballos, se metieron en el tren y antes de las 24 horas estábamos, mi viejo criado y yo, en Cercedilla, a pie de las cumbres del Guadarrama.
Con fiebre bastante alta, con una respiración jadeante, con un escalofrío continuo, y con dolores aplastantes en todas las articulaciones, monté a caballo, y al paso castellano apretado me encaminé al puerto del León (Guadarrama) por trechos y veredas que desde Cercedilla llevan a la cúspide. [...] nos internamos en el frondoso pinar que desciende hasta el Espinar; así que hallé un manantial cristalino y corriente mandé hacer alto; se encendió la cocinilla de campaña; se llenó de aquella agua pura y limpia, previamente endulzada con miel, y, mientras se templaba el medicamento, me hice un lecho de monte. Envuelta en los abrigos, en los impermeables, en las mantas de los caballos, me tendí con la cara y la respiración hacia el viento reinante, que era un Norte vivo, saturado con el aliento de los ventisqueros de Siete Picos. Después empecé a beber, poco a poco, hasta apurar cuartillos, de aquella agua tibia y endulzada; mientras tanto el cuerpo estaba abrigado y en reposo, el corazón, a una altura barométrica de más de 1 527 metros, activaba la circulación de la sangre arrastrando deprisa las escorias de la fiebre.
A las siete de la tarde, con el pulso normal, sin fatiga, sin dolores, aspirando e inspirando como émbolo bien regido, ágil, alegre, fuerte y sana, montaba a caballo para pernoctar en El Espinar y beberme tres cuartillos de leche de cabras vista ordeñar…
Claro es que no siempre todo resulta tan saludable. Hay ocasiones en las que la enfermedad también acecha en las estribaciones de las montañas, en los collados o en los acantilados. Tal sucedió en los primeros años noventa, cuando la ilustre viajera se infectó de paludismo «al pernoctar al raso en las sierras de Gredos». Aquellas fiebres infecciosas la tuvieron al borde de la muerte y, superados los momentos críticos con la inestimable ayuda del doctor Aramendia, aún tardó largo tiempo en recuperarse completamente. Nos lo cuenta en la dedicatoria del cuento La abeja desterrada (⇑), publicado en el Heraldo de Madrid el 27 de junio de 1892:
Su ciencia y su bondad me devolvieron la salud cuando hacía meses que luchaba contra el veneno de extenuantes fiebres infecciosas; el destino le trajo a mi hogar
a tiempo de sacarme de una horrible agonía, ya iniciada en larguísimas horas de
caquexia palúdica. Salud y vida le debo, y es bien cierto que, de existir el milagro, fuera
uno de ellos el que vos hicisteis. Mi cerebro, luchando por secundar vuestra ciencia,
no pudo, hasta hoy hacer otra cosa que reconcentrar energías contra el enemigo que le
asediaba.
El contagio de aquellas fiebres se produjo, según propio testimonio, en plena naturaleza, en la sierra de Gredos. Sin embargo, aquella no era razón suficiente para dudar del poder salutífero del viento, de la brisa, del agua pura, de la montaña, del mar... Antes al contrario: lo que la Naturaleza le había quitado, la Naturaleza se lo devolvería. Así es que nada más recibir el alta médica, decide marchar por largo tiempo a orillas del océano. Nada más tenerse en pie, sin atender a otro tipo de razones, movida tan solo por el deseo de marchar a los campos, a las costas gallegas, a los acantilados oceánicos que reciben las salutíferas corrientes del Mar de los Sargazos, «acribillándome yo misma a inyecciones de quinina para no decaer en mi resolución», corrió a Galicia con el firme convencimiento de que en aquellas tierras alejadas de los ponzoñosos vientos cortesanos, encontraría la curación para el cuerpo y la tranquilidad para el espíritu. Allí, en la tierra galaica, en algún lugar de la costa pontevedresa entre el cabo Silleiro y la desembocadura del Miño, recibirá, al fin, los bienes que la Naturaleza le tiene reservados.
Al pisar la primera aldea gallega de aquellas costas se me cortó la fiebre; al mes
empecé a sentir la vida y la fuerza en mi agotado organismo, y a los tres meses me
movía ágil, fuerte y sana por las rocas, devorando mariscos vivos que llevaban a mi
sangre ríos de hierro y fósforo.
Lo que la Naturaleza le había quitado, la Naturaleza se lo devolvió.
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