Nació católica, pero no murió como tal; basta leer su testamento (⇑) para constatarlo. Mediada la treintena decidió enrolarse en el minoritario grupo de quienes en España defienden la libertad de conciencia y luchan contra la «casta sacerdotal» –a la que considera responsable de fomentar la superstición y el infantilismo religioso en el que está sumido el pueblo–, pero no por ello dejó de ser una persona con hondas convicciones religiosas. Sus escritos así lo atestiguan, por más que no resulte fácil calificarlas de forma estereotipada y simplificadora, por más que no puedan circunscribirse al ámbito de las religiones positivas, razón por la cual no faltará quien le requiera mayor concreción. Tal fue el caso de Consuelo Álvarez, Violeta, que la interpela en este sentido al poco de hacerse pública su adhesión a la causa del librepensamiento: «¿En qué consiste su fe? ¿Cuáles son aquellas creencias que por nada ni por nadie consentiría en perder?».
Aunque no lo haga de manera catequética, en algunos de los textos que publica por entonces asoman los primeros bosquejos de su credo. Por ellos sabemos que el suyo no es un «Dios chico, personal, ocupado en el trajín de penar culpas cometidas por sus propios hijos, Dios de minucias, administrador de premios y castigos; vengativo de peor condición que los padres y abuelos humanos; atareado, como maestro de lugar, en apuntar en la pizarra las picardigüelas de sus discípulos». También que no precisa de ningún lugar específico para rendirle homenaje, respeto y amor, pues hay uno en cada rincón:
Y cuando en mi ansia de obedecer y amar a Dios he ido, año tras año, peregrinando por montañas y costas, mil veces me arrodillé extasiada al alzarse ante mi vista sus majestuosos altares en los ventisqueros pirenaicos, en las crestas rocosas de las cimas cántabras o en las escolleras abruptas donde los torbellinos del mar cantan hosannas eternos… Y allí, en presencia de los grandes cuadros de la Naturaleza, donde todos los colores de la divina paleta trazan la armonía del mundo, mi alma, siempre arrodillada, siempre sumisa y piadosa, volvía sus anhelos a la divinidad desconocida y magnífica que, por decreto inescrutable, nos da ojos para ver, corazón para amar, conciencia para sentir y mente para analizar.
Sobre los escombros de la heredada cosmogonía católica (derruida tras los embates de su insatisfactoria etapa zaragozana, su frustrante experiencia matrimonial y la traumática pérdida de su querido padre), va construyendo una nueva con el «Dios de la Naturaleza» como principal soporte estructural. Cuando todo se derrumbó, cuando tuvo que replantearse la manera de entender el mundo, echó mano de su experiencia personal y en la divina naturaleza encontró el núcleo germinador: «el estudio de las leyes de la naturaleza es una oración clarividente al Sumo Hacedor. Conocer a Dios en su ser nos es imposible, admirarlo en sus obras es la obligación de toda alma racional».
Situada por propia voluntad al margen de las religiones positivas, su credo permanece en la penumbra de lo aparentemente inconcreto, por más que se entrevean algunos de los rasgos que lo pudieran bosquejar (panteísmo, deísmo, espiritualismo...). Sin acotaciones artificiales e interesadas, sin la mediación e influencia de las castas sacerdotales, sin el sometimiento a los rígidos códigos religiosos, ante sus ojos surge un amplísimo espacio en el cual todas las criaturas humanas pueden asomarse a la religión universal de la humanidad. Es su convencimiento de que todas las religiones tienen idéntico fundamento («la misma sagrada Verdad que las alumbró y engrandece a todas, al fundamentarlas sobre el AMOR AL PRÓJIMO») la razón que pudiera explicar la diversidad de sus conexiones religiosas, bien sean los círculos espiritistas surgidos en torno a Amalia Domingo Soler y el semanario La Luz del Porvenir, donde sus escritos ocupan lugar destacado; sea un franciscano seglar (⇑) estudioso de la botánica y farmacéutico de profesión; o un misionero evangélico de origen inglés llamado Eduardo Turrall, avecindado en un pueblo leonés y que en Gijón pasaba los veranos en compañía de su familia.
Habrá que esperar hasta después de su muerte para que Carlos Lamo Jiménez – la persona que estuvo a su lado (⇑), día tras día, durante los últimos treinta y cinco años de su vida– haga pública la que podemos considerar su última confesión acerca de sus creencias religiosas. Lo hace en una carta que envía a Mario Roso de Luna, un ilustre personaje de trayectoria polifacética: doctor en Derecho y licenciado en Ciencias Físico-Químicas, apasionado de la astronomía y la arqueología, periodista, miembro destacado del Ateneo de Madrid, masón, gran divulgador de la teosofía... En 1923 es director-propietario de Hesperia, «Revista teosófica y poligráfica» que se edita en Madrid mensualmente. En el número correspondiente al mes de octubre de ese año se publica en lugar preferente un escrito titulado «Rosario de Acuña,
teósofa».
Se incluyen en el mismo fragmentos de la carta enviada por Carlo Lamo. En uno de ellos afirma: «Sus escritos eran profundamente teosóficos, aun antes de conocer las doctrinas de H.P. Blavatsky [Helena Petrovna Blavatsky, considerada la iniciadora del movimiento teosófico moderno, tras participar en la fundación en 1875 de la Sociedad Teosófica] y sus conferencias y libros de usted». El propio Roso de Luna corrobora tal aseveración al afirmar que el párrafo final de su testamento es, en efecto, digno de un teósofo. No se conforma Carlos con lo ya apuntado y aporta nuevas evidencias. Afirma que algunos de los libros del señor Roso (cita expresamente los titulados Conferencias [Conferencias teosóficas en América del Sur], Hacia la Gnosis y En el umbral del misterio) «estaban desde hace muchos años a la cabecera de su cama sirviéndole en sus largos y dolorosos insomnios de consuelo, de estudio,
de confianza en otra más justa vida para ella que la que en el ciclo de las
suyas le tocó vivir ahora. Decía que constituía su biblia».
El eco de esta pública confesión acerca de su condición de teósofa –aunque fuera a título póstumo y realizada por otra persona– debió de perdurar en el tiempo, pues a finales de los sesenta del pasado siglo llega a oídos de Patricio Adúriz («Incluso hubo –así por las buenas– quienes la adscribían a la quiromancia, a la teosofía, al ocultismo...»), que la desestima tras realizar algunas indagaciones al respecto, y lo hace con un argumento que parece bien sólido. Resulta que en 1916 el señor Roso de Luna publica El tesoro de los Lagos de Somiedo, un libro escrito tras un viaje a la Asturias tenebrosa en el que se mezclan la leyenda, la mitología y el ocultismo; resulta también que en ninguna de sus varias centenares de páginas aparece el nombre de Rosario de Acuña. A la vista de lo cual, el señor Adúriz se pregunta en uno de los apartados de su extenso escrito (⇑) «¿cómo es posible que una tal autoridad en la materia no mencionase a tan ilustre dama ni, tan siquiera, la hubiese ido a visitar?». La pregunta resulta a todas vistas pertinente y razonable, pues doña Rosario vivía por entonces en Gijón, localidad que el autor del libro visitó en aquel viaje; la respuesta no se hace esperar y resulta concluyente: «¡porque no existía afinidad alguna entre ellos!».
Ahora sabemos que Adúriz no tenía todas las claves del asunto, pues, si bien es cierto que no se conocían, también lo es que doña Rosario comulgaba con la doctrina teosófica de don Mario, hasta el punto de que sus obras eran por ella consideradas como libros de cabecera, al decir de Carlos Lamo. Él será también quien nos aporte una explicación plausible a la inexistencia de comunicación entre ambos, lo cual no deja de resultar un tanto extraño pues sabemos que nuestra protagonista era muy dada a la correspondencia epistolar. Al respecto dice el buen discípulo que en más de una ocasión él la había instado a que le enviase una carta de adhesión, en la cual le manifestara lo que sentía por la doctrina teosófica. Ella, dolida como estaba por las vejaciones sufridas a lo largo de sus muchos años de lucha, por no haber recibido más que desaires y desprecios, aun por muchos de los que se decían sus correligionarios, «siempre me contestaba que no; que ella era demasiado insignificante, que usted ni la contestaría siquiera y que quería conservar la ilusión de que usted no era un hombre como los demás españoles».
Tras su muerte, Carlos no pudo menos que tomar la pluma para transmitir a Mario Roso la que bien pudiera considerarse la última confesión de Rosario de Acuña acerca de sus creencias religiosas. Además de lo ya afirmado respecto a la consideración como «su biblia» a los libros teosóficos, cuenta que en la noche anterior a su muerte estuvo leyendo uno de sus libros, dejó registro acerca de la lectura de la página 119 del primer tomo de Conferencias. Por si todo ello no fuera suficiente, cuenta que al abrir el departamento de sus originales, encima de todos ellos, para que se viera bien, encontró el siguiente soneto, el cual y en su opinión sintetiza muy bien el credo teosófico:
El día terminó; la noche llega;
he sentido, he pensado y he llorado;
amé y odié, pero jamás ha dado
asilo el alma a la pasión que ciega.
La fe en el porvenir mi ser anega;
constante y rudamente he trabajado;
sufrí el dolor con ánimo esforzado
y sembré mucho, sin hacer la siega.
Gané el descanso en la región ignota
donde reina la paz del sueño inerte;
pero la luz que de la muerte brota
y en ruta eterna sus destellos vierte,
será encendida en estación remota,
¡Tendré otro día al terminar la muerte!
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