«¡Amiga y compañera (pues toda mujer que piensa y trabaja lo es mía)»: así encabezaba Rosario de Acuña una carta abierta dirigida a una joven gijonesa que, a pesar de las presiones recibidas, había decido contraer matrimonio civil hace ahora más de cien años, en 1916. Compañeras eran para ella las mujeres. Así, desde el plural, desde el «nosotras», entendía ella la emancipación de la mujer, lo cual representa una sensible diferencia con otros planteamientos, quizás más individualistas, que al respecto mantenían algunas de sus contemporáneas.
Si en esta ocasión utilizó la amistad y el compañerismo como lazos de unión, hubo otras en las que no dudó en llamar «hermanas» a las mujeres a las que se dirigía. Lo hizo en su madurez, en plena campaña de Las Dominicales, cuando las exhortaba a luchar contra el clericalismo reinante («Venid con vuestro pensamiento, ¡hermanas mías!, a contribuir a la gran obra de la redención de la mujer… ¡Nuestro pensamiento! ¡He aquí lo único libre sin traba alguna que ha conquistado, Dios sabe a costa de cuántos martirios, la mujer del presente!»); y lo hace también desde la tribuna, dirigiéndose de manera especial a las mujeres presentes o «exclusivamente a mis hermanas». Lo volvió a hacer en su vejez, cuando desde los acantilados de El Cervigón clamaba justicia contra los responsables de las muertes, de los miles de soldados sepultados en la guerra de África (« ¡Mujeres, hermanas mías! Es preciso agruparse, y, en cabalgata de lamentos, de imprecaciones y de sacrificios, ir por medio de las ciudades, de las aldeas y de los campos, no peripuestas con los viles trapos llamativos con que el egoísmo de los hombres ofrenda a vuestra debilidad para el fin de encontraros más apetitosas; sino con la cabeza al aire para que luzca el rostro ceñudo y doliente del dolor más hondo y desgarrador que pueda henchir el corazón humano; con la saya del trabajo, que no importa que se desgarre al golpe del arma con que, acaso, quieran escribir el INRI de vuestra crucifixión»).
Como he apuntado en otro lugar («Rosario de Acuña y Emilia Pardo Bazán: dos trayectorias divergentes», 2019 ⇑), el hecho de abordar desde el plural, desde el «nosotras», la «emancipación de la mujer» (o «la cuestión femenina») constituye uno de los elementos que configuran el pensamiento feminista de doña Rosario. Ya en sus primeros años de publicista y con esa visión colectiva, de género, exhortaba a sus lectoras de El Correo de la Moda a liderar el proceso de regeneración que España necesita recuperando el contacto con la naturaleza. Solo las mujeres pueden regenerar la sociedad patria, y para ello necesitan huir del mundo de las apariencias y de las sensualidades al que las han abocado y dedicarse al estudio y al trabajo. Lo repitió años después, ya como activa luchadora en defensa de la libertad de conciencia, cuando animaba a sus hermanas, las mujeres del siglo XIX, a agruparse para impedir que se extendieran las sombrías nieblas que surgen del Vaticano, para protestar del pasado, «del mundo viejo; del mundo podrido, que llamó a la mujer, “vaso de inmundicias”, “escorpión de cien cabezas”; “el mayor de todos los demonios”, y otros mil epítetos pronunciados por las bocas de los llamados “santos padres del catolicismo”».
La conciencia feminista que ha ido adquiriendo con el paso de los años le hace ver que no son suficientes las soluciones individuales, que no se trata de luchar contra las cortapisas que a ella le salen al paso por el simple hecho de ser mujer, sino que debe emplear todas sus fuerzas en la lucha contra la discriminación que sufren todas las mujeres. Sus palabras son muy claras al respecto: «por y para la mujer, he aquí mi emblema: he aquí en lo único que me permito tener egoísmo, porque, ¿quién duda que hay egoísmo en mí, que soy mujer, al querer la justificación y el engrandecimiento de la mujer?».
De ahí que no debería de resultar extraño que reaccionara como reaccionó cuando a su casa de El Cervigón llegó aquella noticia que daba cuenta la violencia ejercida contra una mujer, una joven estudiante. El Heraldo de Madrid describía con detalle la agresión sufrida por una universitaria en la madrileña Universidad Central, cuando unos estudiantes que con ella compartían estudios, la rodearon a la salida de clase, «vejándola con un vocabulario de burdel e intentando ofenderla también de obra». Doña Rosario, ni corta ni perezosa, toma entonces la pluma para condenar con toda la dureza de la que es capaz aquella tropelía. Utiliza palabras fuertes como las que siguen: «Nuestra juventud masculina no tiene nada de macho; como la mayoría son engendros de un par de sayas, la de la mujer y la del cura o el fraile, y de unos solos calzones, los del marido o querido, resultan con dos partes de hembra o, por lo menos, hermafroditas…». Aquellas ácidas palabras, «de lenguaje viril», como ella misma las calificaría tiempo después, desataron las iras de los universitarios españoles, que fueron intensificando sus protestas en las calles hasta que consiguieron que la Fiscalía interpusiese una querella contra la escritora y los jueces dictasen una orden de búsqueda y captura contra ella, que bien hubiera dado con sus cansados huesos en la cárcel de no haber huido a la vecina tierra portuguesa. Allí estuvo dos largos años (⇑).
A su regreso a la casa gijonesa del acantilado, tras reponerse un tanto de las heridas de aquella desigual batalla, decide seguir viviendo, decide seguir luchando, a pesar de sentir sobre sus hombros el peso de los años, a pesar del cansancio acumulado por tanta lucha baldía, a pesar de la postración económica en que se encuentra tras los gastos a los que hubo de hacer frente durante su obligada estancia en tierras portuguesas. El exilio no cambió sus ideas al respecto, siguió pensando en plural. Con ese mismo planteamiento colectivo se dirigió en 1916 a las «mujeres proletarias» animándolas a aprovechar el inmenso espacio que, también para las españolas, se estaba abriendo «en medio del fragor de esta horrenda lucha que estremece a Europa». «Todas las almas femeninas han sentido el choque de la nueva edad que se avecina; […] el destino os impulsa, con mano férrea, hacia los más peligrosos sitios de la vanguardia; os saca de la pasividad resignada de nuestros modernos gineceos y os lleva, con ímpetu de ariete, a las actividades febriles del vivir consciente». También se lo hace saber a los hombres. A los integrantes del Centro de Sociedades Obreras de Trubia les manda un recado para sus mujeres: «decidles que estoy con todas ellas, que a todas las deseo emancipadas de los fanatismos de las religiones positivas, único modo de que sean dignas de figurar en las filas del proletariado». No escatima esfuerzos en apoyo de las mujeres, sus hermanas y compañeras. Tampoco lo hace, cuando en el mes de junio de 1919 se desplaza hasta Turón para asistir a los actos de inauguración de la Agrupación Femenina Socialista (⇑), gesto que las numerosas asistentes, allí congregadas para escuchar a Virginia González, dirigente nacional del PSOE, agradecen irrumpiendo con vivas a la escritora y al socialismo.
El día de su entierro fueron numerosas las mujeres gijonesas que, abandonando su reducto doméstico y haciendo frente a la lluvia que incesantemente caía aquel sábado de mayo, se echaron a la calle para testimoniar su gratitud a aquella compañera, a aquella hermana suya, que había peleado los últimos cuarenta años de su vida por la dignidad de todas ellas. Es posible que algunas de las presentes recordaran estas palabras suyas escritas años atrás:
«Esta hora nuestra es la del sufrimiento; la hora de nuestras descendientes será la hora de la emancipación».
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