Buenas tardes
Antes de nada, permítanme que mis primeras palabras sean para recordar a José Bolado, fallecido en mayo de 2021, autor de la inestimable edición de las Obrar reunidas de Rosario de Acuña y uno de los impulsores del proceso de recuperación de la memoria de esta gijonesa ejemplar.
Cierto es que doña Rosario no nació en Gijón, que lo hizo en Madrid el primer día de noviembre del año 1850. No nació en Gijón, pero aquí quiso pasar los últimos años de su vida, aquí quiso morir y en el cementerio civil reposan sus restos, mirando al sol nacer. No es, ciertamente, gijonesa por nacimiento, sino por propia voluntad, porque así lo quiso. La suya fue una decisión largamente acariciada, pues su querencia por esta tierra le venía de lejos a juzgar por sus palabras: «casi desde mi niñez, fue mi sueño rosado vivir y morir en esta Asturias, a la que conozco palmo a palmo».
Empezó a conocerla a edad temprana, cuando el viaje en tren resultaba toda una odisea al no estar terminada la rampa de Pajares. Por entonces quienes pretendían llegar a la región tenían que apearse en la estación de Villamanín, para tomar allí un coche de caballos que les bajaba hasta Puente los Fierros, donde debían de subirse de nuevo a uno de los vagones que allí aguardaba para llevarlos, al fin, a su destino. Fue en uno de estos tempranos viajes de Madrid a Gijón cuando el tren en el que viajaba fue asaltado por una partida de carlistas. Tenía ella quince o dieciséis años y, acompañada de su padre, venía a pasar un mes del verano, a disfrutar de los efectos salutíferos del mar, a los baños. Sabían que las brisas yodadas tenían efectos beneficiosos para sus enfermos y doloridos ojos. A la vuelta, su madre les esperaba para viajar a París y visitar la Exposición Universal antes de que cerrara sus puertas.Aquel viaje no lo olvidó. Poco antes de llegar a Villamanín el tren correo se paró bruscamente: la máquina había descarrilado al toparse de pronto con unos raíles que habían sido levantados. Por las ventanillas podían verse hombres a caballo que, armados con escopetas y trabucos, amenazaban con la muerte a quien osara apearse. Otros entraban en los vagones pidiendo la documentación a los pasajeros. El que se subió al suyo aprovechó la circunstancia para coger los billetes que había en la cartera que su padre sacó para mostrarles su cédula de identificación. Al poco, un sonido de corneta dio por terminada la operación: los carlistas ya habían encontrado en otro de los vagones el botín que venían buscando. Tras la marcha de los asaltantes y con menos dinero en el bolsillo, padre e hija tuvieron que caminar en dirección a Busdongo, hasta encontrar cobijo en una de las casas del lugar. A la mañana siguiente, pusieron rumbo a Puente los Fierros, puerto abajo, en un carro tirado por un burro que habían conseguido alquilar en la localidad leonesa. Una vez allí, tomaron otro tren que, al fin, los condujo hasta su ansiado destino, donde esperaban unos buenos amigos.
Volvió en más de una ocasión, y no solo a Gijón, y no solo para que sus ojos se beneficiaran del aire marino. Asturias fue uno de sus destinos recurrentes en aquellos viajes a caballo que cada año realizaba para recorrer su querida España. Cuando el sol de mayo comenzaba a calentar las tierras, salía de Pinto a lomos de una dócil cabalgadura para conocer una parte de su vieja patria, en largas jornadas de varias decenas de kilómetros, que terminaban con un merecido descanso, bien en una pensión, bien al resguardo de una tienda de campaña. Y así durante semanas, hasta que, ya entrado el otoño, regresaba a su Villa Nueva, la casa que se había hecho construir a las afueras de la pequeña localidad pinteña.
De una de aquellas expediciones –la que realizó en 1887– contamos con algunas notas que ella iba recogiendo con la intención de publicar un libro. Sabemos que por entonces pasó unas cuantas semanas en Asturias. Estuvo algunos días en Trubia, conviviendo cara a cara con el temor que atenazaba a los obreros de la fábrica de armas, sometidos como estaban al férreo control que sobre ellos ejercían los oficiales del Ejército que la dirigían. La siguiente parada tiene lugar en Luarca, donde hay quienes la agasajan, organizando una velada en su honor que se celebra en el casino, y quienes, teniéndola por una atea y enemiga de la religión católica, le envían anónimos con amenazas de muerte. Al abandonar la capital valdesana, al dejar atrás las disputas de los hombres, no pudo menos que olvidarse momentáneamente de todo, para deleitarse contemplando la inmensidad del océano, de ese mar siempre cambiante que tanto le atraía.Dos o tres veranos después volvió a Asturias, en una nueva expedición, con la intención de recorrer durante cinco meses, a caballo y a pie, buena parte de la Cordillera Cantábrica. En ese tiempo realizó algunas ascensiones de las que dan cuenta sus escritos, alcanzando las cumbres de, al menos, Peña Remoña y El Evangelista. Al parecer, se valía de un caballo asturcón para aproximarse hasta las primeras pendientes; a partir de ahí, esfuerzo, tesón, pericia... En la cima de la Pica del Jierru (o Pico del Evangelista, que era como solía aparecer por entonces en los mapas), sus ojos se recrearon en la panorámica que desde aquellas alturas, a más de dos mil cuatrocientos metros, se contemplaba: si miraba hacia el sur, las estepas castellanas; si lo hacía al norte, la azul inmensidad del mar; y allí al lado, «Asturias, ¡la sin par Asturias!, donde el alma se embriaga de suavidades y la imaginación se impregna de ideales».
En el transcurso de estas expediciones a caballo por tierras asturianas conoció lugares que no eran habituales para la mayoría de sus habitantes: Leitariegos, Tarna, Ventaniella, el desfiladero de los Beyos que, según nos cuenta, era «uno de esos cañones de ríos inverosímiles si se explican, asombradores si se contemplan». Nos habla con deleite del Nalón, río que conoció «desde sus fuentes principales, en las heladeras majestuosas de la Nalona, hasta el deslumbrante panorama de su desembocadura en Soto del Barco». Precisamente, a la incomparable visión que contemplaba desde un amplísimo balcón que se alza sobre el alto Nalón, dedicó sus mejores palabras. Cuenta que, tras avanzar a gatas hasta la misma arista volada sobre el abismo, pudo contemplar la sucesión de valles, montes, colinas, vegas y pueblos, que se derrumbaban delante suyo en inacabable sucesión. Y allí, en aquel incomparable escenario, lo vio, o quizás lo intuyó en la lejanía: «El Nalón corría allá, lejos, muy lejos, y detrás de los últimos límites, en el fondo brumoso, sobresaliendo sobre las nieblas, que sacudían sus pliegues sobre vegas y picachos, cortando el esplendor de una mañana gloriosa de luz, un telón inmenso, azul cobalto oscuro, confundido en línea indecisa con el celeste del infinito, se desplegaba en el horizonte: ¡era el mar!»¡El mar! ¡La serena majestuosidad del océano! ¡Como lo echó de menos durante aquellos largos meses que permaneció postrada en cama, luchando contra las fiebres palúdicas que la llevaron al borde de la muerte! Fue entonces cuando tomó la decisión de abandonar su casa de Pinto para ir a reencontrarse con el mar. Podría haber sido esta la ocasión para mudarse a Asturias, pero no, entonces decidió poner en marcha una granja avícola en Cueto, una pequeña localidad cántabra situada en las proximidades del mar y a unos pocos kilómetros del centro de Santander.
Allí estuvo varios años, dedicada por entero al cuidado de sus patos y gallinas. En aquel tiempo su actividad era incesante: salvo las seis horas reglamentarias de sueño y el preceptivo descanso de un par de horas que se tomaba en las tardes del domingo, momento que destinaba a sentarse en un acantilado próximo a su vivienda para contemplar la inmensidad del mar, todos los minutos de cada uno de los días estaban ocupados. Ya no había tiempo para expedición alguna, ni a pie ni a caballo.
Todo cambió en la primavera de 1905. Una noche del mes de abril, los ladrones entraron en su granja y se apoderaron de gallos y gallinas con un valor que, a precios de mercado, suponía el importe de un año de trabajo. Aquel robo la hizo desistir. Fue un duro golpe para ella. Al importante perjuicio económico, se une la desesperanza que le produce la miseria humana, pues tiene fundadas sospechas de que los ladrones residen en las proximidades, y la certeza de que sus gallos y sus gallinas se venden impunemente en el mercado de la capital. Tras varios meses de búsquedas e indagaciones, con oferta de recompensa incluida, decide poner fin a su trabajo de avicultora.
Desmantelada la granja y libre ya de las ataduras requeridas por la atención a los animales del corral que le habían impedido ausentarse de la localidad, recupera su actividad viajera: pasa un tiempo en Suances, luego en Santillana del Mar… A finales de septiembre de 1906, coincidiendo con la feria anual, se encuentra en un hotel de Reinosa. Allí compró un potro que habría de transportar sus pertenencias en el viaje a pie que, partiendo de Soto de Campoo, la llevaría a adentrarse de nuevo en tierras asturianas.
Llevaba varios años sin gozar de la belleza de sus ríos y de sus montañas, sin disfrutar de aquellos paisajes que le habían hecho exclamar que no había nada más soberanamente bello que Asturias. Además y por si los atributos que la naturaleza había concedido a esta tierra no fueran razón suficiente, en este privilegiado escenario habitaba también la esperanza: «un apretado haz de consecuentes, austeros y resueltos» que militan en el campo de la libertad, obreros concienciados y combativos, hijos del pueblo ansiosos de ilustrarse, de librarse de la superstición y de abrazar la racionalidad y el progreso; mujeres a quienes desea ver «emancipadas de los fanatismos de las religiones positivas».
Quizás fuera en el transcurso de este viaje cuando tomó la decisión, lo cierto es que no tardará en instalarse en Gijón, residiendo durante seis meses en una pensión de la localidad. Lo hace de incógnito, «sin que nadie notase mi presencia» escribió ella, como si de una prueba se tratara. Debió de resultar satisfactoria, pues al año siguiente compra un terreno situado sobre uno de los acantilados del litoral gijonés, a unos cuatro kilómetros de las calles más céntricas de la ciudad. Allí en El Cervigón, cerca del mar y alejada del escenario urbano, se hará construir la que será su última morada. A primeros de septiembre de 1909 solicita la oportuna licencia de construcción y, algunos meses después, ya se encuentra residiendo en su nueva casa del acantilado, reconfortada por el inmenso mar, por las aguas que contornean el cabo de San Lorenzo.Que eligiera para vivir un lugar alejado del centro de la ciudad obedecía a su convencimiento –germinado ya a poco de alcanzar la treintena, en los tiempos de su temporal residencia en la capital aragonesa– de que el ajetreo urbano y los convencionalismos ciudadanos nos alejan del salutífero influjo de la naturaleza, de sus aromas y melodías, de sus cotidianas evocaciones… Necesita estar lo más cerca posible del mar y del cielo, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que la vida de sus semejantes le resultara indiferente. Antes al contrario, bien podemos afirmar que en esta última etapa de su vida su implicación en la defensa de los más desfavorecidos resulta aún más evidente, involucrándose activamente en diversas campañas destinadas a socorrer a los más débiles, en apoyo de quienes más padecen.
Cuando la situación lo requiere, no duda en abandonar la casa del acantilado tantas veces como resulte necesario, bien sea para acudir al mitin que tiene lugar en la plaza de toros contra las medidas represivas que puso en marcha el Gobierno de Antonio Maura tras la Semana Trágica barcelonesa; para manifestarse por las calles de su nueva ciudad en apoyo de la denominada Ley del Candado que limitaba la fundación de nuevas órdenes religiosas; o para participar en la velada que se celebra en el teatro Dindurra (actualmente teatro Jovellanos) en solidaridad con los dirigentes obreros detenidos tras el atentado sufrido por un miembro de la patronal: ella fue quien puso el cierre al acto con la lectura de unas poesías suyas cargadas de espíritu solidario…
Aunque haya elegido un lugar apartado para vivir, la nueva gijonesa sabe bien que en la ciudad hay personas que militan en el campo del progreso y de la libertad, y que con ellas tendrá que colaborar en la nueva etapa que comienza, razón por la cual y ya desde el primer momento hace pública su incondicional adhesión a todas las agrupaciones librepensadoras y radicales. Retoma por entonces su antigua relación con el Ateneo Obrero, y se aviene a enviar unas cuartillas que le piden para ser leídas en la sucursal de La Calzada con motivo de la inauguración de las clases nocturnas para obreros. Comienza a colaborar con el diario El Noroeste, en cuyas páginas aparecen algunos comentados escritos, como el que publica con ocasión del Primero de Mayo de 1910, en el cual vaticina la llegada de vientos purificadores ante el «avance de las huestes proletarias que enarbolan los grandes emblemas de la verdad, la razón y la justicia». Establece contactos con los republicanos melquiadistas, promotores de la Escuela Neutra, y a petición de sus dirigentes pronuncia un afamado discurso en la ceremonia de inauguración, que tiene lugar el 29 de septiembre de 1911 en el ya desaparecido teatro de los Campos Elíseos.
Tiempo después, tras regresar del exilio portugués donde pasa dos largos años por arremeter con crudas palabras contra los estudiantes que en Madrid agredieron a unas universitarias, la encontraremos más próxima a las organizaciones obreras. Consumida gran parte de los ahorros familiares durante aquella obligada estancia en tierras portuguesas, teniendo como único ingreso los escasos diecinueve duros mensuales que cobra de la pensión de viudedad que tiene asignada, su vida cotidiana se asemeja cada vez más a la de aquellos obreros que antaño se empeñara en defender. Las penurias que habrá de soportar desde entonces la sitúan, efectivamente, muy cerca de los desamparados, de los que carecen de todo.
Serán los jóvenes socialistas gijoneses quienes tomen la iniciativa: con ocasión del Primero de mayo de 1914, el primero tras su regreso, la invitan a acudir a su sede y participar en uno de los actos que organizan. Unos meses después será ella quien envíe un escrito a La Aurora Social, «órgano de las Agrupaciones socialistas de Asturias», que desde unos meses atrás dirige Isidoro Acevedo, un viejo conocido de la etapa santanderina. Se trata de una carta de apoyo a la causa socialista, en la que muestra su confianza en el papel que ha de jugar en el inmediato futuro la clase proletaria. Por entonces también comienza a colaborar en Acción Socialista, «revista semanal ilustrada», órgano del grupo de igual nombre constituido por militantes pertenecientes a las Juventudes Socialistas Madrileñas. Ya en 1919, en la campaña para las elecciones al Congreso, no duda en apoyar públicamente a Teodomiro Menéndez, un socialista con el que mantiene relación de amistad desde tiempo atrás. Parece que se encuentra cómoda con los obreros y que éstos aprecian su ya largo batallar. Así se lo hacen saber cada Primero de Mayo de sus últimos años, cuando los socialistas gijoneses organizan una gira hasta su casa para testimoniarle su admiración y respeto.
Además de para los socialistas, el hogar de doña Rosario tenía sus puertas abiertas para otras muchas personas, que hasta allí se suelen acercar a conversar largo y tendido de lo divino y de lo humano: directivos del Ateneo Obrero, maestros, destacados elementos del republicanismo gijonés como Benito Conde o Lucas Merediz, el periodista Antonio Oliveros, quien, según sus propias palabras, aceptó la dirección de El Noroeste por consejo de su anfitriona; también sus amigas Aquilina y Rosario Rodríguez Arbesú, dos jóvenes vecinas de Roces que la visitan con cierta frecuencia. Algunos, venidos de fuera, lo hacen para quedarse unos días alojados, como es el caso de su amigo el dramaturgo Joaquín Dicenta, que vino a Gijón en compañía de su hijo para que aquí se convirtiera en marino; o de Exoristo Salmerón, uno de los hijos de quien fuera presidente de la República, quien, acompañado de su mujer, solía pasar en El Cervigón unos días del mes de agosto. Hubo también quien cruzó aquellas puertas para recibir atención y cuidados. Tal fue el caso de los dos supervivientes del naufragio de una goleta en los acantilados del Cervigón que una madrugada del invierno de 1923, pocas semanas antes de su muerte, fueron llevados a su casa. Doña Rosario atiende solícita a los marineros y a sus salvadores. Realiza las primeras curas a los heridos, reparte ropas de abrigo, atiza el fuego, prepara café, les reconforta con palabras de aliento y apoyo…
Nada de cuanto sucede a su alrededor le es ajeno. Ni la tragedia de aquellos marineros que sufrieron la muerte de sus compañeros en el naufragio, ni la de los reservistas que son obligados a abandonar a su familia para morir en la guerra de África, ni la de los obreros que penan cada día malviviendo con míseros salarios, ni la de los soldados que se juegan la vida en las trincheras europeas, ni la de los humildes trabajadores que son tentados en el lecho mortal por la interesada caridad de quienes pretenden anotar en su cuenta la salvación de una nueva alma… Menos aún los sufrimientos de las mujeres, sus hermanas.
A las mujeres se dirige de manera especial cuando interviene en la ya citada ceremonia de inauguración de la Escuela Neutra, a ellas les habla de las bondades de una educación libre de las ataduras del pensamiento único dominante, de la sinrazón; a ellas las anima a alejar a su prole del pastoreo clerical, aunque tengan que arrostrar por ello las insidias y el sarcasmo del resto del rebaño. Las mismas insidias e incomprensiones que sufre alguna que otra mujer que decide salirse de la norma y casarse ante un juez, como fue el caso de una gijonesa apellidada Riestra Rubiera a quien Rosario de Acuña no duda en apoyar públicamente, convirtiéndola en su «amiga y compañera» –pues, según le dice, toda mujer que piensa y trabaja lo es suya– y trasladándole su satisfacción por el hecho de que «una mujer demuestre en Gijón que el marchar se prueba andando y que el progresar se manifiesta yendo delante». Si no puede permanecer callada ante los obstáculos que angostan el sendero por el que transitan sus compañeras, qué no hará esta mujer que dice tener por emblema «por y para la mujer» cuando se entere de que unos machichulos habían agredido a unas universitarias por el hecho de ser mujeres y estudiantas.
Pues no, no se quedó callada; cogió la pluma y escribió un artículo titulado «La jarca de la Universidad» en el cual –con palabras fuertes, rotundas– arremetió contra los agresores allí donde más les podía doler, la supuesta base de sus privilegios, su hombría: «Nuestra juventud masculina no tiene nada de macho… ». Pero sus palabras no tienen por únicos destinatarios a los protagonistas de esta agresión cometida a las puertas de la Universidad Central, sino que apuntan también al sustrato social que los incuba y alimenta, situando el foco de atención en uno de sus aspectos más cruciales, y lo hace con una simple pregunta: «¿Qué les quedaría que hacer a aquellas pobres chicas... digo pobres chicos... si las mujeres van a las cátedras, a las academias, a los ateneos y llegan a saber otra cosa que limpiar los orinales...?».
Las protestas estudiantiles comenzaron en Barcelona y se extendieron rápidamente por las facultades y los institutos de toda España. Se pide el procesamiento de la autora del escrito, se niegan a entrar en clase. Tanta es la presión ejercida que la Fiscalía de la capital catalana interpone una querella contra la autora por un delito de calumnias. Para evitar ser detenida, Rosario de Acuña abandona su casa del acantilado y se refugia en Portugal donde pasa dos largos años.
A su regreso, se reconoce más cansada, más vieja y bastante más pobre. No tiene el ánimo para nuevas batallas y parece decidida a alejarse de la palestra pública: nada de escritos, nada de conferencias, nada de actos públicos. No obstante, este autoimpuesto silencio no va afectar a la correspondencia, que sigue atendiendo con prontitud. Del Centro de Sociedades Obreras de Trubia le piden unas cuartillas para ser leídas en un acto que tienen programado. En el texto que les envía no se olvida de las mujeres: «A vuestras compañeras, que tan admirablemente secundan vuestro esfuerzo, decidles que estoy con todas ellas, que a todas las deseo emancipadas de los fanatismos de las religiones positivas, único modo de que sean dignas de figurar en las filas del proletariado».
Así las quiere: emancipadas del pensamiento dominante, del fanatismo y de la superstición. Convertida en activa publicista desde ya hace décadas, su mensaje ha llegado a muchas mujeres, no solo de España, también del extranjero. Sus palabras son leídas por las lectoras del semanario El Álbum de la Mujer (⇑) que se edita en México o por las de La Voz de la Mujer (⇑), subtitulado Periódico Comunista-Anárquico, que se publica en Argentina. Que las mujeres piensen por sí mismas: un deseo largamente expresado y que ahora, ya en la vejez, mantiene muy vivo: «Venid, ¡hermanas mías!, con vuestro pensamiento a contribuir a la gran obra de la redención de la mujer». Las quiere ver emancipadas y unidas, sea en la masonería, sea en las sociedades obreras.
Y ese era, precisamente, el objetivo que perseguían algunas socialistas asturianas. En 1913 se había constituido en Mieres el primer Grupo Femenino Socialista; poco después lo hará el de Gijón; y no tardando el de Trubia. De todo ello debía de estar bien al tanto, pues El Socialista formaba parte de la prensa que habitualmente leía, como ella misma nos ha contado.
Enterada de que el Grupo Femenino Socialista de Turón, recientemente constituido e integrado por un centenar de mujeres, iba a organizar una jira a la cual habían invitado a Virginia González, dirigente nacional del PSOE que tuvo una actuación destacada durante la huelga general de agosto de 1917, doña Rosario decide acudir. Su deseo de participar en aquel acto organizado por las mujeres de Turón, tuvo que ser intenso, tanto como para superar el esfuerzo que para una mujer de su edad suponía desplazarse hasta allí, por muy acostumbrada que estuviera a los viajes, por muy acostumbrada que estuviera a caminar.
El tren que había tomado en Gijón el día anterior la dejó en la estación de Santullano y desde allí tuvo que caminar unos seis kilómetros, por un terreno no apto para cualquiera al tenor de sus palabras: «pisé las escorias incendiadas; me libré, con inverosímiles quiebros para mis huesos de setenta años, de las vagonetas que se precipitaban por los rieles; mi garganta se contrajo con el polvo negro y los humos fétidos; mis oídos se atronaron con las estridencias de las maquinillas carboneras, el chirriar de los cables y el tableteo de los lavaderos…». Una vez en Turón, se encaminó a la Casa del Pueblo donde Virginia González iba a pronunciar unas palabras como preámbulo a los actos programados para el día siguiente. Rosario de Acuña se acercó a la tribuna para abrazarla y fue entonces cuando las mujeres que mayoritariamente ocupaban el abarrotado salón de actos respondieron con un prolongado y clamoroso aplauso.
Está convencida del poder que pueden llegar a tener las mujeres cuando están unidas. Por esa razón, cuando en España se piden responsabilidades por las miles de muertes de la Guerra de Marruecos, por el llamado Desastre de Annual, ella hace un llamamiento a las mujeres asturianas para que, todas a una, reclamaran justicia:
«¡Mujeres, hermanas mías! Es preciso agruparse, y, en cabalgata de lamentos, de imprecaciones y de sacrificios, ir por medio de las ciudades, de las aldeas y de los campos […] Es menester que así, de esta manera, brote de vosotras el grito formidable de ¡Justicia, Justicia, Justicia!».
Parece evidente que la voz de aquella mujer que quiso vivir sus últimos años sobre un acantilado del litoral gijonés supuso todo un estímulo para las mujeres, también para las asturianas. Baste como muestra el testimonio de una de sus contemporáneas, quien años después de su muerte recordaba de esta forma la trascendencia de su largo batallar: «En las últimas décadas del pasado siglo se inició un sorprendente movimiento femenino […] iniciado por la ilustre doña Rosario de Acuña que, con una lógica irrebatible, con unos admirables razonamientos envueltos en una exquisita poesía, hablaba a las mujeres españolas, llamándolas a una nueva vida. El nombre de Rosario de Acuña, bendecido por muchos y anatemizado por la iglesia católica, fue una bandera bajo la cual nos agrupamos, las que oyendo cánticos de alondra mañanera sacudimos nuestro letargo y nos apresuramos a bañar nuestras almas en plena luz».
Por lo dicho hasta aquí, no debería de resultar extraño que el día de su entierro fueran numerosas las mujeres gijonesas que, abandonando su reducto doméstico, se echaron a la calle para testimoniar su gratitud a aquella compañera que había luchado los últimos cuarenta años de su vida por la dignidad de todas ellas. Algunas crónicas no dejan de mostrar su sorpresa al comprobar cómo la lluvia, que incesantemente caía aquel sábado de mayo, no había impedido que fueran numerosas las mujeres que acompañaron su cadáver hasta el cementerio civil.
No debería de resultar extraño que, días después de que la asociación de mujeres madrileña Fraternidad Cívica hiciera llegar al Ayuntamiento de Gijón una petición para que se diera su nombre a una calle de la ciudad, otras mujeres gijonesas, las que integraban la sección artística del Centro Obrero Benito Conde, apoyaran públicamente la iniciativa y propusieran que se denominara Avenida de Rosario de Acuña a la, por entonces, nueva carretera del Piles a la Providencia, no muy alejada, por cierto, del paseo que, con inicio en las inmediaciones del Sanatorio Marítimo y finalización en la misma carretera de la Providencia, lleva oficialmente el nombre de Paseo de Rosario de Acuña desde que el pleno municipal gijonés así lo aprobara el 11 de mayo de 1990, por más que quienes caminan habitualmente por el citado paseo, entre los que me encuentro, no recuerden haber visto en todo su recorrido placa alguna que así lo indique.
No debería de resultar extraño que durante años, mientras fue posible hacerlo sin riesgo, unas mujeres gijonesas decidieran mantener vivo su recuerdo acudiendo al cementerio civil cada primero de noviembre, aniversario de su nacimiento, y cada cinco de mayo, el de su despedida, a depositar unas flores rojas sobre la tumba donde reposan sus restos.
No debería de resultar extraño que, cuando décadas atrás empezó a disiparse la neblina que ocultaba su testimonio vital y se empezó a recuperar su memoria, hubiera mujeres que tomaran su nombre por bandera, tal y como hizo la Asociación de Viudas de la República o el coro de voces femeninas que, por iniciativa de Yolanda Cueto, se formó en La Calzada antes de que el siglo anterior concluyera. Parece ser que en el primer caso la propuesta partió de Paz Fernández Felgueroso, que conocía bien a doña Rosario y sabía de sus virtudes; en cuanto al coro, será Gloria Cabranes, una de sus integrantes, quien algún tiempo después, nos cuente las razones: «Elegimos a Rosario de Acuña para dar nombre al coro porque fue una mujer luchadora y librepensadora: un ejemplo para nosotras que somos fieles a su memoria»
No debería de resultar extraño que en los últimos años algunas mujeres hayan puesto sus ojos en ella, centrándose en diversos aspectos de su vida o de su obra como tema central de sus trabajos de fin de grado o fin de máster. Tampoco, que haya habido escritoras que la tienen bien presente en sus creaciones. Tal es el caso de la novelista mierense Laura Castañón, que la hace revivir en su novela Todos los naufragios para nutrir al personaje de Flora Mateo, una maestra que encarna el arquetipo de mujer progresista y librepensadora. Muchas son las tardes que Flora pasa en la casa gijonesa del acantilado junto a su admirada Rosario de Acuña: a su lado encontró el antídoto contra el miedo.No debería de resultar extraño que en los últimos meses centenares de mujeres, enteradas de la intención del Gobierno de poner nombre de mujer a algunas estaciones ferroviarias, apoyaran con su firma la petición para que la de Gijón, la que ahora está localizada en Sanz Crespo y la que se construya en el futuro, lleve el nombre Estación de Gijón–Rosario de Acuña.
No debería de resultar extraño tampoco que, a escasas semanas de cumplirse el centenario de su muerte, un nutrido grupo de mujeres, aceptando la invitación del Fórum de Política Feminista de Asturias, se haya reunido hoy aquí para recordar a esta gijonesa ejemplar que en vida se llamó Rosario de Acuña Villanueva.
Muchas gracias por su atención.
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