24 mayo

173. Sinfonía de animales


Encargo a mi heredero universal, don Carlos Lamo y Giménez, con el mayor empeño, y se lo suplico encarecidamente, cuide de los animalitos que haya en mi casa cuando yo muera, especialmente mis perros, y sobre todo mi pobre Tonita; que no los maltrate, y les proporcione una vejez tranquila y cuidada, y que tenga piedad y amor hacia las pobrecillas avecillas que dejé, y si no quiere o puede sostenerlas hasta que vayan muriendo de viejas que las mande matar todas, pero de ninguna manera las venda vivas para que sufran los malos tratos que las da el brutal pueblo español: sean todas muertas antes que vendidas vivas.

Los animales, sus «animalitos», constituían una de sus preocupaciones, tanto que, como se puede comprobar más arriba,  no se olvida de ellos a la hora de redactar su testamento (⇑) que escribió en la ciudad de Santander el veinte de febrero de mil novecientos siete. Menciona  entonces a sus aves de corral y a sus perros, pero hubo más.

Fragmento de un grabado publicado en 1876

Admiradora ferviente de la Naturaleza (así, con mayúscula), de sus principios y de sus leyes, en un primer momento, en sus inicios con la pluma,  los protagonistas de sus escritos son animales genéricos, casi siempre de los que surcan el viento. Son tiempos de juventud, de rimas y de disfrutes, de cantos y de jilgueros. Dedica sus versos a las viajeras golondrinas, a las que vuelan allí donde el alma templada se mira (⇑), y a la que, ya de regreso, reconoce en su ventana revolotear tranquila (⇑); a una tórtola herida (⇑), al enamorado ruiseñor (⇑), a la gaviota (⇑) de gigante y poderoso vuelo o a la codorniz (⇑) que su marcha prepara cuando las hoces la siega inician.

Luego les llegó el turno a las aves de corral. Y entre todas ellas hubo un ejemplar cuya memoria perdura por haber sido distinguido con un nombre propio, un topónimo reutilizado para dar vida a un personaje literario. Se llamaba Pipaón, que tal era el apellido del protagonista de Memorias de un cortesano de 1815, una de las novelas de la segunda serie de los Episodios Nacionales que escribiera su admirado Galdós (⇑). Este otro Pipaón era un gallo domesticado y, al igual que aquel de quien tomó el nombre, tuvo su momento de gloria ocupando un espacio entintado con letras de molde. Su dueña, que lo hizo zaragozano, contó su biografía (⇑) en los primeros ochenta del siglo diecinueve. Escribe entre otras cosas que, subido en una silla de tapicería, «participa de la comida de sus señores, los cuales le hacen plato de varios manjares». Tal historia no pasó desapercibida para sus atentos lectores y, andando el tiempo, la autora del relato se ve en la obligación de responder a una interpelación que al respecto le hacen en una revista. Rimando contesta al interpelante (⇑) dando voz de nuevo al gallo, «que aunque viviendo en aldea / y llamándose animal / con su espíritu cabal / razona, siente y desea».  Para que quien lea estas dos poesías sepa de qué va el asunto, la redacción de El Correo de la Moda explica en una nota lo que ya sabemos: que Rosario de Acuña posee un gallo domesticado que se llama Pipaón.

Por el espacio que ha abierto el gallo, ya famoso, se cuelan perros y caballos. Algunos ocupan un lugar especial en su amplia galería de afectos. Tal es el caso de Tom, un noble sambernardo, «maravilla de inteligencia, valor y lealtad», que la acompañó en los largos viajes que a lomos de un caballo realizaba por la geografía patria. A la memoria de Tom, «el amigo que pasó su vida defendiéndome y acompañándome», dedicó un sentido soneto con la intención de que se convirtiera en público homenaje, pues, para que su agradecimiento a tan leal compañero fuera bien conocido y perdurara en el tiempo, fue su voluntad que viera la luz en un conocido almanaque de los que por entonces se difundían con generosa profusión (148. Poeta de calendario ⇑).

Por si no bastaran las dos páginas de aquel almanaque para dar cumplida cuenta de la admiración que profesó al san bernardo, también le dedica un espacio destacado en «Recuerdos de una excursión» (⇑), donde narra cómo su querido perro se aplicó en el cumplimiento de la encomienda que su ama le hizo, cómo defendió caballos y equipaje ante la visita de unos pastores que hasta allí se acercaron. El recuerdo de aquel suceso le hace exclamar conmovida:

¡Noble animal querido! Cuando después de catorce años de tenerte a mi lado y de haberme maravillado de tu entendimiento, te vi morir, tu cabeza en mi falda, tus ojos vidriados por la muerte, mirándome con un postrer reflejo de bondad e inteligencia, comprendí todo el inmenso cariño que te tenía ¡Hoy, que hace ya algunos años que te perdí, todavía se llenan mis ojos de lágrimas al recordar tu vida; un nieto tuyo está a mis pies, mas como tú no fue ninguno de tus descendientes!...

Caballo árabe. Grabado publicado en 1861

No fue Tom el único animal que se encontraba a su lado en aquellos largos viajes, pues, aparte del humano acompañante –primero Gabriel, el criado; más tarde, Carlos, el amigo abnegado y respetuoso–,  la montura resultaba personaje necesario y principal. Fuera yegua o caballo, más que a espuelas, riendas o látigo obedecía a su cadenciosa voz: «no sé qué hay en ella para los animales, mas sí sé que todos cuantos me rodearon obedecieron, dulce y prontamente, mis palabras». Fuera Chiquita o Viejo la cabalgadura llevaba casi siempre una de sus orejas vuelta hacia la voz de su ama, a la espera de sus susurrantes palabras.

...era menester entablar un diálogo con mi yegua, pues ya sabe el lector cuán útiles me fueron siempre estas alocuciones con el inteligente animal, que en fuerza de llevarme cuatro meses sobre sus lomos ha llegado a identificarse conmigo de una manera pasmosa. En efecto, con el tono de voz más afectuoso que me fue posible armonizar con su pasito menudo de andadura, me dirigí a ella, que me entendió enseguida.

Así lo cuenta en «Las ruinas de un castillo feudal» (⇑), una de sus visitas en aquel largo viaje que realizó en el verano de 1887 por León, Asturias y Galicia (⇑). La de entonces era yegua (Chiquita se llamaba, procedía de una famosa ganadería y de potra había pastado en las dehesas de Aranjuez), pero fueron otros más y a todos susurraba: «¡Vamos arriba, Viejo...!».

Gallos, gallinas, patos, gansos, perros, caballos... tanto le gustaban los animales que en sus visitas a París (⇑) tenía una cita ineludible. No era la torre Eiffel, ni el Louvre, ni el barrio Latino, ni la catedral de Notre Dame, ni los Campos Elíseos. El lugar que siempre visitaba era el Jardín de Aclimatación, un gran parque zoológico situado en el bosque de Bolonia que había sido inaugurado en 1860 para contribuir a la aclimatación de especies animales exóticas. «No hubo nunca para mí en aquella urbe monumental [...] sitios ni espectáculos que lograran cautivar mi atención de manera tan sugestiva y honda. Días enteros pasaba de parque en parque, de instalación en instalación, de acuario en acuario...»

Su amor por los animales era un sentimiento que se alimentaba con la admiración que le producía la atenta observación: en su comportamiento se ponían de manifiesto los principios inexorables de su adorada Naturaleza. Sirva de ejemplo lo que ella misma nos cuenta en «Ni instinto, ni entendimiento» (⇑) acerca de una de esas tardes disfrutadas en el Jardín de Aclimatación. Tras pasar horas y horas examinando atentamente el comportamiento de las monas, las atenciones y cuidados que les dispensaban a sus crías, no puede menos que concluir con absoluta admiración que el instinto que las guía es el mismo «que la Suprema Razón del Universo ha esculpido en todas cuantas madres animales pueblan la tierra».

Su amor por los animales estuvo bien presente cuando redactó su testamento en la ciudad de Santander el veinte de febrero de mil novecientos siete: 

...y se lo suplico encarecidamente, cuide de los animalitos que haya en mi casa cuando yo muera, especialmente mis perros, y sobre todo mi pobre Tonita; que no los maltrate, y les proporcione una vejez tranquila y cuidada



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