02 abril

233. Marruecos, la tumba de miles de españoles

 

En el verano de 1921 las noticias llegadas de Marruecos ocupan las portadas de los periódicos. El madrileño La Acción, diario de la noche, abre su edición del sábado 23 de julio con un titular a toda página («Los graves sucesos desarrollados en la zona de Melilla»), que da paso a una información con escasas confirmaciones: «Desde la noche del jueves vienen circulando gravísimos rumores referentes a sucesos desarrollados en la zona de Melilla». A falta de noticias oficiales, la mayor parte de lo publicado son conjeturas, a las que se añade alguna que otra información: se dice que el ministro de la Guerra estuvo reunido en el despacho oficial con sus asesores hasta altas horas de la madrugada; también que Alfonso XIII interrumpirá sus vacaciones en San Sebastián para presidir un Consejo de Ministros extraordinario. 

En los siguientes días el relato (oficial) de los hechos va tomando forma en las páginas de los principales diarios, sometidos a la censura gubernativa. Se dice que el comandante militar de Melilla Manuel Fernández Silvestre acudió en auxilio de los defensores de la fortificación de Igueriben al mando de una columna de varios millares de soldados. No lo consiguió, y hubo de refugiarse en el campamento de Annual, situado a pocos kilómetros. Los miles de soldados allí concentrados fueron asediados por las tropas rifeñas. El general Silvestre, viendo que no podía defender la posición («porque el ímpetu de los moros, en terrible número, era verdaderamente arrollador»), acordó la evacuación del lugar. Los supervivientes se retiraron de Annual al mando del general Navarro, (Silvestre no abandonó el campamento; allí falleció en circunstancias que no han sido confirmadas) y buscaron refugio en el fuerte de Monte Arruit, a la espera de recibir tropas de refuerzo. No llegaron. La fortificación fue sometida a un asedio durante varias semanas. El día 11 de agosto la prensa da cuenta de la inevitable rendición. En la primera de El Imparcial se puede leer: 

«...el heroico sacrificio de unos hombres, que ha superado cuanto podía concebir la más exaltada concepción del honor y del sacrificio, fue inútil. Destrozados por la sed, emponzoñados por el hedor de los cadáveres, faltos de municiones ante un enemigo cada vez más cuantioso, Navarro y sus héroes tuvieron que capitular. Y la morisma, desatada contra nosotros, acuchilló a los bravos que se entregaban bajo la fe de una palabra cuando ya no podían contenerla con el brío de su alma indomable».

Cadáveres en la fortificación de Monte Arruit

No me cabe duda alguna de que allá en El Cervigón, en la casa gijonesa del acantilado, doña Rosario de Acuña y Villanueva seguía con atención todo cuanto publicaban los periódicos acerca de esta guerra que no parecía terminar nunca. Llamárase como se llamara, venía de lejos, pues españoles obligados a guerrear en África ya los hubo desde los lejanos tiempos en que el señor Leopoldo O´Donell se convirtiera en duque de Tetúan. Ciertamente, aquel escenario de dolor tampoco era nuevo para ella. La guerra de Marruecos y el desgarro que producía en las familias de los soldados enviados al frente ya fue el motivo de su última obra dramática, titulada La voz de la patria (⇑) y estrenada en el teatro Español de Madrid en 1893 (La madre de un reservista llamado a formar parte del ejército de África pretende que su hijo se escape a Francia; el ardor patriótico de su padre, un antiguo soldado cuya bravura le colgó al pecho varias cruces en otra guerra africana, se opone a los planes maternos). La guerra de Marruecos, llamada por entonces «guerra de Melilla», avivó de nuevo el sufrimiento que sentía por su patria en el verano de 1909, en el momento en el cual –tras los ataques de rifeños armados contra un grupo de obreros españoles que trabajan en la construcción de un ferrocarril minero en la región del Rif–  nuevamente fueron llamados a filas los reservistas. Es entonces cuando, recién instalada en el que será su último lugar de residencia, decide volver a representar La voz de la patria en el teatro Jovellanos de la villa gijonesa. De los motivos que le llevaron a hacerlo da cumplida cuenta al redactor de El Publicador que le pregunta sobre la obra en el mismo escenario del teatro (⇑):  «Su sentido patriótico se relaciona con los momentos actuales, y eso, principalmente, fue lo que me impulsó a "hacerla" en Gijón». 

Los «momentos actuales» no son otros que los que dieron lugar a las protestas contra la orden de movilización de los reservistas; no son otros que los violentos acontecimientos que tuvieron lugar en Barcelona, y otras ciudades catalanas, conocidos como la «Semana Trágica», y la dura represión posterior. La guerra; otra vez la guerra de Marruecos. Otra vez el dolor y la muerte. No podía permanecer impasible ante el sufrimiento que provocaba este interminable conflicto. Y no lo hizo. Dirigió los ensayos de aquella patriótica obra y la estrenó en su nueva ciudad. Asistió pocas semanas después al mitin de protesta que tuvo lugar en la plaza de toros gijonesa contra la política represiva que el Gobierno de Antonio Maura había emprendido tras los sucesos de Barcelona. Se alegró a principios de diciembre cuando supo que se había ordenado la licencia de los reservistas; se alegró, y así lo escribió (⇑), por todos los que podían regresar, pero no se olvida de «aquellos pobres soldados que se quedaron allí ¡para siempre solos!...».  Aplaudió meses después en una carta pública (⇑) el «admirable discurso» que pronunció Melquíades Álvarez en el Congreso de los Diputados en el debate parlamentario por el denominado Caso Ferrer...

Nada de lo que tuviera que ver con las muertes de soldados españoles en el norte de África le resultaba ajeno. Ni en 1909, en aquella guerra de Melilla; ni ahora, con esta guerra del Rif. Por ello resulta verosímil pensar que día tras día leyera con atención cuanto sobre ella publicara la prensa gijonesa  y que no le pasara desapercibida una noticia publicada por el diario El Noroeste en su edición del 7 de septiembre del año veintiuno. La sola presencia en el texto de su propio apellido parece reclamo suficiente para que sus ojos se posaran en aquella parte del papel.

Noticia confirmando la muerte de dos  hijos de Felipe de Acuña Robles en el Rif

El general Acuña al que se hace mención, no es otro que su primo Felipe de Acuña y Robles, el primero de los hijos de su tío Antonio de Acuña y Solís; y los dos soldados a los que se alude son sobrinos suyos: José de Acuña y Díaz-Trechuelo, de 32 años, cuyo cadáver fue identificado, y Felipe de Acuña y Díaz-Trechuelo, teniente de Infantería de 28 años de edad que figura en la lista de desaparecidos...  Aquellos dos jóvenes forman parte de su familia, descendientes de su nutrido primazgo (⇑), por más que llevaran tiempo transitando por distanciados senderos y haya sido para ellos una tía lejana, una Acuña en el olvido (⇑).  

«Sufrimos sed horrible, hambre feroz, frío tremendo; pasamos noches de angustia indescriptible con nuestras heridas picadas por la mosca, chorreando gusanos y martillando dolores rabiosos en nuestros tuétanos; nos arrastramos como piltrafas de vida, dejando reguero de entrañas enganchadas en la maleza; bebimos tinta, orina, sangre de los moribundos...». Dolor y muerte. Miles de heridos, miles de muertos. Llevaba tiempo sufriendo por todos ellos, ahora también por los suyos. Entre toda la sangre derramada en la tierra rifeña también hay sangre de los Acuña, sangre de su sangre.

Aunque en las páginas de los periódicos todavía no aparecen fotografías como la que se muestra más arriba, con una parte de los centenares de cadáveres desparramados por Monte Arruit, los titulares de la prensa nacional resultan lo suficientemente expresivos como para retratar con suficiente nitidez aquella catástrofe, una masacre que no puede quedar impune. El mismo día en el que se informa de la «tragedia de Monte Arruit» Manuel Allendesalazar, presidente del Consejo de Ministros, presenta la dimisión y  el 14 de agosto toma posesión el nuevo Gobierno presidido por Antonio Maura. El general de división Juan Picasso González, quien días antes había sido encargado de iniciar una investigación sobre los sucesos de Marruecos, se desplaza a Melilla para tratar de averiguar lo que había sucedido.

Un día tras otro la España letrada tiene a su disposición diversidad de informaciones sobre Marruecos: relatos de heridos, noticias sobre diferentes campañas de suscripción en apoyo de las víctimas, movimiento de tropas, notas oficiales... También de editoriales y escritos de autores conocidos que ofrecen sus reflexiones acerca de la función del protectorado, de la política seguida al respecto o de la forma en la que debe de resolverse el «problema marroquí». No faltan tampoco referencias a los debates en Las Cortes, donde se califican los sucesos de Marruecos como de «gran vergüenza» y donde se piden responsabilidades.

Mientras tanto, el general Picasso continúa su labor, la cual, según informa la prensa, da por concluida en el mes de enero del año veintidós, regresando a la Península. Tras varias semanas de espera (en el transcurso de las cuales se acusa al Gobierno bien de intentar dilatar el proceso indagatorio para que se fuera olvidando el asunto, bien de querer ocultar lo que se había averiguado), el autor de aquella minuciosa investigación hace entrega a sus superiores de toda la documentación, en la que se constatan los graves errores cometidos por los mandos militares, tan evidentes que el Consejo Supremo de Guerra y Marina apreció indicios de responsabilidades penales.

Las insistentes exigencias de una parte de los diputados terminaron por vencer las iniciales reticencias gubernativas, y al final se accedió al envío de una parte de la documentación a las Cortes, donde fue sometida a estudio y debate en el seno de la Comisión parlamentaria de Responsabilidades, que se había constituido con esa finalidad. A medida que la prensa iba publicando algunos de los datos a los que había tenido acceso o, por mejor decir, que le habían filtrado, fue creciendo la indignación popular. La lentitud en la tramitación parlamentaria, las discusiones entre militares y políticos o los rumores que implicaban a Alfonso XIII en el desastre militar, no hicieron otra cosa que avivar en la opinión pública la exigencia de responsabilidades políticas y militares. Haciéndose eco del sentir popular, el Ateneo de Madrid convoca una manifestación que tendrá lugar el domingo 10 de diciembre de 1922 «para pedir que se hagan efectivas las responsabilidades del desastre de Marruecos». A la iniciativa se suman diversas organizaciones entre las que se encuentran la Unión General de Trabajadores, la Liga de los Derechos del Hombre, organizaciones políticas juveniles, entidades culturales o asociaciones de vecinos... También nuestra protagonista.

A pesar de contar ya con una edad que no parece muy propicia para la batalla, pues cumplidos tiene los setenta y dos, a pesar de los muchos padecimientos sufridos por quien «siendo mujer, se atrevió, en España, a vivir como personas y por su cuenta», Rosario de Acuña y Villanueva no puede permanecer impasible ante lo que está sucediendo y, una vez más, sale a la plaza pública para hacer oír su voz reclamando justicia. Toma su pluma y escribe tres cartas, tres llamamientos a secundar la convocatoria del Ateneo de Madrid para reclamar responsabilidades por aquellos miles de muertos esparcidos por suelo marroquí: al pueblo asturiano (⇑) («¡Alza tus puños amenazantes! ¡No dejes pasar este minuto de la Justicia en cuyo camino andas siempre tan firmemente!...», a los masones (⇑) («Que esta Liga y nosotros, en grupo compacto salgamos resueltamente a esparcir el grito de horror y de indignación que hoy repercute en todos los ámbitos de la patria») y a las mujeres (⇑) («¿No escucháis en vuestras almas de madres el crujir de los huesos de ¡QUINCE MIL! hijos nuestros? [...] ¡Mujeres, hermanas mías! Es preciso agruparse, y, en cabalgata de lamentos, de imprecaciones y de sacrificios, ir por medio de las ciudades, de las aldeas y de los campos...»).

Portada del diario Heraldo de Madrid del 11-12-1922

Se dice que hubo decenas de miles de manifestantes por las calles de Madrid reclamando justicia. No fue el único lugar. También hubo mítines y manifestaciones en Sevilla, Alicante, Santander, San Sebastián, Córdoba, Teruel o Barco de Ávila. ¿Y en Gijón? Pues... nada; ni mítines, ni manifestaciones. No me consta que ninguna de las sociedades gijonesas hubiera acordado realizar acciones similares a las que tuvieron lugar en otras ciudades españolas, ni siquiera aquellas que pudieran considerarse más próximas a las que protagonizaron la movilización madrileña, ni el Ateneo Obrero, ni los masones, ni el Comité local de la Liga de los Derechos del Hombre, que se había constituido meses atrás. Se sabe, eso sí, que el Ateneo Obrero debatió sobre el asunto, que el jueves 14 de diciembre se reunió su junta directiva en sesión extraordinaria para deliberar acerca del escrito presentado por el socio José Díaz Fernández (redactor de El Noroeste, integrante de la lista de invitados a El Cervigón (⇑), y recientemente licenciado del Regimiento de Infantería Tarragona en cuyas filas participó en la guerra de Marruecos), en el cual solicitaba que «se acordara la organización de una manifestación pública pro-responsabilidades». Se debatió la propuesta y se concluyó que la misión del Ateneo no es de dirección de campañas, sino de contribuir a que la opinión pública se fije, para lo cual iniciará gestiones para que una personalidad de reconocido prestigio pronuncie una conferencia que fije una orientación a seguir... 

Rosario de Acuña, pesarosa por no haber sido capaz de encender la mecha, de movilizar a las gentes de Gijón, «el gran Gijón liberal, radical, hondamente (y no de labios afuera) demócrata», para que salieran a las calles reclamando justicia, no puede menos de escribir una tarjeta postal a Gabriel Alomar (⇑) (uno de los promotores de la Liga Española de los Derechos del Hombre y de quien se dice asidua lectora, bien en las páginas de La Libertad o, más probablemente, en las del semanario España) para decirle que no entiende cuál es la razón que pueda explicar tal inacción. Por mucho que piense que la ciudad liberal y amante del progreso que eligió para vivir sus últimos años está sugestionada por la Compañía de Jesús, «a quien obedece servilmente», no alcanza a comprender los motivos por los cuales Gijón no ha respondido a la invitación del Ateneo de Madrid.

Aunque por entonces las calles gijonesas no escucharan el clamor de sus gentes exigiendo responsabilidades por los miles de muertos en África, sí que alcanzaron a oír el eco, sonoro y duradero, de la triple demanda que una de sus vecinas proclamó desde los ásperos acantilados de El Cervigón:

«¡Justicia para los que hicieron, sean los que sean, de los montes de Marruecos el cementerio más espantoso, la sima más horrenda que podrán contemplar los anales de España durante siglos!»




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