Siete de junio de mil ochocientos cincuenta y siete. La llegada de forasteros y el trajín de los días anteriores ya anunciaba que aquel no sería un domingo cualquiera. Baeza iba a ser el escenario de la boda de una de sus distinguidas vecinas, una joven que aún no había cumplido los quince años, tierno vástago de una de las familias con mayor raigambre en la historia de la ciudad. La del novio tampoco le quedaba a la zaga, pues sus antepasados «fueron siempre tenidos en el goce de caballeros hijosdalgo, notorios, y figuraron constantemente en los padrones del estado noble, lo mismo en Baeza que en Úbeda y Arjonilla; y repetidamente probaron su nobleza ante el Consejo de las Órdenes para ponerse los hábitos de Santiago y de Calatrava, y ante la Asamblea de la Orden de Malta para llevar la Cruz de San Juan como caballeros de justicia». María del Carmen Martínez de Pinillos y Benavides se casa con Cristóbal de Acuña y Solís. Con esta unión se entrelazaban estas dos conocidas familias baetanas: una de las ramas de los Acuña (la de aquel vasallo de los Reyes Católicos que a principios del siglo XVI fue regidor de la ciudad de Baeza y teniente de alcalde de la Real Fortaleza de la Alhambra de Granada), con la familia de los Benavides, de activa presencia en la vida pública de la España decimonónica.
No cuento con la lista de participantes en el evento, pero –de no mediar asunto de gravedad que impidiera su asistencia– es fácil suponer que allí estuviera el padre del novio, Felipe de Acuña y Cuadros, también baetano aunque residente en Arjonilla, localidad de la que fue alcalde, viudo desde hacía trece años; su hermano Felipe (⇑) y su cuñada Dolores (⇑), residentes en Madrid; su también hermano Antonio, que se había casado dos años antes con otra baetana de nombre María Dolores y padre de un niño que acababa de cumplir un año; su tío Antonio, el único hermano vivo de su padre; su primo Luis María de Acuña y Calmaestra, convertido en el XI Señor de la Torre de Valenzuela desde que siete años atrás falleciera su padre, el mayor de los tíos del novio.
Entre los familiares de la novia, encontramos a conocidos integrantes de la clase dirigente provincial, pues su madre, Carmen de Benavides y Fernández de Navarrete, tiene varios hermanos que desempeñan, o han desempeñado (y desempeñarán), puestos relevantes tanto en la jerarquía eclesiástica como en el poder legislativo y en el Gobierno. Sus tíos Manuel y Trinidad se suceden como diputados por el distrito de Cazorla; Francisco de Paula, que fue rector del seminario de Baeza, arcediano de Úbeda, y arcipreste de Jaén, es por entonces deán de la catedral de Córdoba; y el hermano mayor, de nombre Antonio y diputado por el distrito de Villacarrillo, ha desarrollado una dilatada e influyente actividad en la política nacional, ya sea en el Congreso o en el Consejo de Ministros (lo fue de Gracia y Justicia, de Fomento, y de Gobernación).
Si he dado por supuesto que en la boda estaba presente Felipe de Acuña, el hermano mayor del novio, y su mujer Dolores Villanueva, resultaría muy extraño que a su lado no se encontrara la única hija del matrimonio, una niña de seis años de edad a quien llaman Rosario y que en las familiares tierras jiennenses alcanzaba el anhelado alivio a los crónicos sufrimientos provocados por la enfermedad ocular que padecía (⇑). Cuando los dolores se hacían más inaguantables, en el tren andaluz abandonaba Madrid y a la Campiña de Jaén se iba encantada (⇑), pues allí, en los saludables escenarios de la sierra de Andújar, encontraban sus doloridos ojos la pócima reparadora; allí encontraba el cariño de su abuelo Felipe, de su tío abuelo Antonio María y de sus numerosos hijos, de su primo Pedro Manuel y de sus tíos Antonio y Cristóbal. Y desde este siete de junio del año cincuenta y siete, cabe pensar que también disfrutara del afecto de sus nuevos tíos, aunque en puridad lo fueran de María del Carmen, aquella novia casi niña que desde entonces tía suya también era.
De todos ellos, quizás fuera con Antonio Benavides con quien mayor relación pudo haber mantenido, pues tenía ocasión de visitarlo no sólo en Jaén sino también en Madrid, que era donde habitualmente residía en compañía de su mujer María Antonia Godínez y Zea Bermúdez, de la Real Orden de Damas Nobles de España. Además, no tenían hijos y Rosario resultaba ser la sobrina más cercana. Desconozco si realmente el contacto entre don Antonio y la familia Acuña y Villanueva fue habitual; lo que sí sabemos es que existió y que debió de mantenerse en el tiempo, pues contamos con una carta que el señor Benavides envía en la primavera del año setenta y cinco a su «querida sobrina Rosario», que ya cuenta con veinticuatro años de edad y que por entonces disfruta expresando sensaciones, emociones o sentimientos por medio de la poesía. De poemas habla la carta: «la sorpresa que he tenido al leer tus obras poéticas, dignas de darse a la estampa, por la belleza de su composición, la elevación de los pensamientos y la estructura del conjunto...». Es bastante probable que entre las poesías que Rosario había enviado a su tío estuviera un largo poema titulado «En las orillas del mar», publicado meses después en La Ilustración Española y Americana y que puede ser considerado como su carta de presentación como poeta. Parece que no tiene mal ojo el señor Benavides, pues la crítica madrileña coincide con él a la hora de aplaudir los versos de la recién llegada. El Imparcial y La Iberia no tardan en publicar otras poesías suyas y en las páginas de El Gobierno aparece una laudatoria crítica firmada por Antonio Bastida, que cumple así el encargo que le había hecho Juan Bautista Topete, tal y como éste ya había anunciado a Felipe de Acuña en una afectuosa carta de felicitación.
Unos meses después de tan prometedora acogida, tiene lugar el pronunciamiento de Sagunto que protagoniza el general Arsenio Martínez Campos y, como consecuencia, Antonio Cánovas del Castillo se convierte en el hombre fuerte de la nueva situación. Tras los convulsos años del Sexenio (Gobierno provisional, reinado de Amadeo I, proclamación de la Primera República, golpe de Pavía, república unitaria o dictadura de Serrano), Cánovas se afana en consolidar los cimientos de la restaurada monarquía constitucional, razón por la cual cree imprescindible recomponer las relaciones con la jerarquía católica, muy deterioradas durante los últimos años. La persona elegida para esta misión es Antonio Benavides y Fernández de Navarrete, que en el mes de marzo del año setenta y cinco recibe el nombramiento que lo convierte en Embajador Extraordinario y Plenipotenciario cerca de la Santa Sede. Dos son los principales objetivos que le han encomendado: acelerar la llegada a España de un nuncio papal y disipar las simpatías que algunos círculos vaticanos muestran hacia el pretendiente carlista.
Instalado en el antiguo Palacio Monaldeschi, el embajador comienza a moverse con soltura por los vericuetos vaticanos. Además de los asuntos oficiales, el señor Benavides también se ocupa de otros temas más personales o familiares. A finales de mayo, su hermano Francisco de Paula, por entonces obispo de Sigüenza, es nombrado Patriarca de las Indias y, unos días después, Vicario General de los Ejércitos y de la Armada. De la primera dignidad toma posesión inmediatamente «al tenor de Bulas Pontificias»; de la segunda, el 15 de septiembre en virtud del Breve Pontificio de facultades espirituales expedido por Pío IX. Como quiera que los asuntos que le han llevado a la embajada de la plaza de España discurren por el sendero esperado, parece llegado el momento de tomarse un pequeño respiro. Cuando el verano está a punto de finalizar, don Antonio y doña María Antonia reciben en palacio a Rosario de Acuña y Villanueva, su sobrina poeta (⇑), que ha llegado desde Madrid para pasar en la Ciudad Eterna unas inolvidables semanas.
La joven cuenta con veinticuatro años de edad y aquella parece ser una magnífica ocasión para complementar una formación que, por imperativos de la conjuntivitis escrofulosa que padece desde niña, tuvo por protagonistas a su madre, su padre, la naturaleza y los viajes. Había visitado diversos lugares de España (ese mismo año, tan solo unos meses antes, pasó una temporada en Andalucía), había estado en, al menos, dos ocasiones en Francia (⇑) y ahora podía conocer aquella nueva tierra y aquellas nuevas gentes. Contemplar la milenaria Roma y también descubrir otras regiones de Italia («Venecia sin flores sería una sirena sin joyas, una hermosa mujer sin sonrisas; he aquí lo que son las flores en Venecia; la ramilletera es el hada encantadora, dueña de tan riquísimo tesoro...»). De la ciudad de los canales escribió y, salvo que lo hiciera de oído, cabe pensar que allí estuviera por más que el texto fuera datado en «Roma, septiembre de 1875».
Aunque no viviera por entonces uno de los momentos de su máximo esplendor (de hecho, la capital de la Italia unificada estaba en aquel momento menos poblada que su Madrid natal), las huellas de su pasado afloraban en cualquiera de los itinerarios que pudiera realizar desde la plaza de España, ubicación de la embajada en la que ella estaba alojada. Ante sus ojos, liberados a lo que parece de las «úlceras perforantes de la córnea» que de manera intermitente solía padecer, surgen los vestigios de una historia imaginada: el Coliseo, los Foros, el Circo Máximo, el castillo de Sant´Angelo, las termas de Caracalla, el panteón de Agripa... Allí, bajo la gran bóveda coronada por una abertura cenital, el óculo, se detuvo ante el sepulcro de un pintor renacentista de nombre bien familiar para ella. De aquella visita brotaron unos versos titulados «Ante la sencilla tumba de Rafael» (¡Bruñida piedra inerte,/ que separas la vida de la muerte;/ con la tranquila inspiración del alma/ te saludo al mirarte;/ que para honrar tu calma/ es el medio mejor de saludarte!/...). Quizás aquel nombre fuera tema de conversación en alguna de las veladas familiares habidas en la embajada, pues –además del artista de Urbino– también se llamaba Rafael su novio (⇑), y no sería de extrañar que con la joven invitada se hablara del pasado y del futuro de los unos y de los otros, No solo de los Acuña y de los Benavides, también de los Godínez. Y en la familia de doña Antonia estaban de celebración, pues hacía pocos meses que habían recibido un nuevo retoño. Se llamaba Manuel y era hijo de su sobrina Luisa Godínez y Miura y del capitán de navío Manuel Baldasano Topete. Aquel niño también inspiró unos versos a él dedicados («Nunca te vi, pero sé/ que tu imagen en la tierra/ reflejo del alma fue,/ y el alma, aunque no se ve,/ del ángel la forma encierra./...»).
Pero Roma no solo fue la capital de un imperio, también lo es de una de las religiones más extendidas del mundo. La visita no sería completa sin conocer las catacumbas, las basílicas paleocristianas y, por supuesto, el Vaticano. Por suerte para Rosario, su tío gozaba por entonces de una situación privilegiada que, sin duda, le facilitarían las cosas en aquellos lugares: la plaza de San Pedro, la basílica, los museos... la Capilla Sixtina. Para que nada faltara, fue recibida en audiencia privada por el papa Pío IX, lo cual resultó ser un momento inolvidable, tanto que –a pesar del cambio radical que no tardando iba a experimentar su valoración acerca de la Iglesia católica– conservó durante décadas la corbata morada que llevó en aquella ocasión, sobre la cual y sobre su cabeza puso la mano el pontífice para bendecirla.
Transcurridas ya varias semanas desde su llegada, es hora de iniciar el regreso. En el equipaje se lleva muchas sensaciones, algunos textos, ya en prosa ya en verso, escritos en aquellos días y que verán la luz en las semanas venideras; una deuda de agradecimiento por el afecto con el que la acogió su anfitriona, de la cual dejará constancia en la dedicatoria de una de las poesías que publicará en su primer poemario («A mi querida tía la Excma. señora doña Antonia Godínez de Benavides en prueba de cariño y consideración»). También se llevó con ella una historia, la de Nicolás Rienzi, un romano del siglo XIV que ansiaba restituir la pasada grandeza de Roma. De aquella semilla romana surgirá pocos meses después Rienzi el tribuno, su primera obra dramática y su primer gran éxito, una obra en verso, en dos actos y epílogo, estrenada en el madrileño teatro del Circo la noche del sábado 12 de febrero de 1876, que obtiene el aplauso del público (⇑), la aprobación de la crítica y los parabienes de renombrados escritores del momento, como Núñez de Arce, Campoamor, Alarcón, Echegaray y algunos otros integrantes del Parnaso nacional.También te pueden interesar
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