16 octubre

296. El caso del reportero escurridizo

 

A pesar de estar llegando a la tercera centena de comentarios en este blog dedicado a Rosario de Acuña, a pesar de los artículos y libros que ya llevo publicados, a pesar de los años dedicados a investigar su vida y su obra, la carpeta de temas pendientes se mantiene más nutrida de lo que cabría esperar. En ella se encuentran asuntos que aún no cuentan con respaldo documental suficiente (como sucede con esa noticia, publicada en la prensa madrileña informando que doña Rosario había adoptado a dos parientes, hijos ilegítimos de un tío suyo, o la procedencia de tres casas situadas en el centro de Madrid que habría vendido su padre cuando ella era una niña) o referencias de escritos suyos que aún no he podido localizar. 

No queda otra que seguir porfiando, pues la perseverancia en la tarea, la búsqueda en archivos y hemerotecas, es el instrumento que ha posibilitado algunos de los hallazgos más satisfactorios, como el hallazgo del documento que prueba de manera fidedigna que su lugar de nacimiento fue Madrid y que tuvo lugar en 1850 (⇑) o la recuperación de El crimen de la calle de Fuencarral, una obra que se encontraba prácticamente desaparecida (⇑); también, aunque su trascendencia sea menor, el que ahora nos ocupa y que paso a relatar.

Tal y como se cuenta en el comentario 247. Un recado para los responsables del puerto de El Musel,  en una tormentosa noche del invierno de 1923 el embravecido arrojó a la goleta Nuestra Señora del Carmen contra los acantilados de El Cervigón, donde quedó encallado con sus seis tripulantes a bordo. Hasta el lugar se acercó un grupo de vecinos entre los que se encontraban dos jóvenes que, al ver el peligro que corrían los marineros, decidieron descender hasta el fondo del acantilado por unas cuerdas que alguien había traído de una casa próxima. Armados tan solo con unas lámparas de carburo consiguieron, al fin, rescatar con vida a dos de los náufragos, que fueron trasladados a la casa de Rosario de Acuña, próxima al lugar.

Rescatadores, rescatados y algunos reporteros que hasta allí se han desplazado para cubrir la noticia son atendidos por la dueña de la casa, que reparte ropas de abrigo, café y coñac a los presentes. Al día siguiente la prensa local da cuenta de lo sucedido; y, en los siguientes días, hace públicos dos escritos de doña Rosario. En el primero, arremete contra los responsables del «gran puerto de El Musel» por no disponer de los medios necesarios para las labores de salvamento marítimo; en el segundo, felicita al redactor del diario El Comercio que estuvo en su casa para dar cuenta del naufragio: 

Le doy las gracias más efusivas al señor redactor por la manera cómo secundó los deseos expresados por mí en aquella cruel noche; porque una pluma avezada de periodismo bien guiada por inteligencia clara y sentimientos delicados se pusiera con valentía al lado de los que sólo son desgraciados y víctimas por el abandono y el egoísmo de los afortunados y vencedores.

Sabemos, porque así se hace saber en la nota de redacción que sigue al texto de la carta, que el redactor del periódico al que se alude se llama Manuel González. Y aquí se acaba la historia. De momento.

Fragmento de la cabecera de Gil Blas, periódico satírico editado en Madrid

Apenas cuatro meses después, tras el fallecimiento de Rosario de Acuña, La Voz de Asturias publica un emotivo escrito a ella dedicado firmado por Mario Rey. Hubiera sido una más de las elogiosas despedidas que se hicieron públicas por entonces si no fuera por un dato que llamó mi atención. Cuenta el autor que semanas atrás se había acercado hasta El Cervigón para darle las gracias a la ilustre gijonesa por una carta que aquella mujer había enviado al periódico en el que trabajaba, «encomiando la información del naufragio del velero Nuestra Señora del Carmen». Un momento, revisemos las anotaciones. Ciertamente sabemos de una que, en parecidos términos, doña Rosario envió a El Comercio, pero aquel reportero se llamaba Manuel González, como queda dicho. Por tanto, esta que se menciona ahora hubo de ser otra, diferente a la que ya conocemos y que fue publicada en otro diario.

Así las cosas, lo primero que se me ocurrió entonces fue comprobar si había aparecido en el mismo periódico en el que se publicó el elogioso homenaje póstumo. Y no, no fue en La Voz de Asturias. No pudo serlo porque el primer número de este nuevo diario salió a la calle el 10 de abril de ese mismo año, semanas después de que tuviera lugar el naufragio. Así que había que buscar otras páginas, otras cabeceras. Encontré su firma en Cultura e Higiene, un semanario de divulgación popular editado en Gijón, y también en los diarios madrileños El Fígaro, primero, y El País, después, de los cuales fue «corresponsal en Gijón». Pero en ninguno de los tres apareció el escrito de Mario Rey sobre el naufragio, merecedor de los elogios de Rosario de Acuña: el semanario había dejado de publicarse años antes del suceso y para entonces ya no colaboraba con ninguno de los diarios madrileños. A falta de nuevas pistas, el asunto pasó a engrosar la carpeta de materias pendientes.

Y allí permaneció hasta que hace ahora un par de meses, buscando información sobre otro asunto también relacionado con la ilustre vecina gijonesa, hallé el dato que me permitió resolver este caso del reportero escurridizo. Leyendo un ejemplar de La Voz de Asturias correspondiente al mes de mayo de 1924, un año después de la muerte de Rosario de Acuña y del posterior escrito de Mario Rey, me encuentro en la sección Informaciones de la región con una procedente de Avilés que firma El Amigo Manso y que dice lo que sigue: «Hemos tenido la satisfacción de saludar el domingo a nuestro querido amigo y compañero el culto corresponsal de La Voz de Asturias en Gijón D. Manuel Fernández (Mario Rey)». Acabáramos. Al fin. Mario Rey y Manuel Fernández eran la misma persona: todo encajaba. 

Aunque consideraba que aquella era una prueba sólida, dado que conocía la identidad de las dos firmas, probé a buscar nuevos documentos que las incluyesen. En este caso hubo suerte y encontré una referencia de Manuel Fernández/Mario Rey en la obra Dramaturgia asturiana contemporánea. Índice bibliográfico de Manuel Palomina Arjona, una obra publicada en 2018, que puede ser consultada en la gijonesa Biblioteca Jovellanos, y en cuya página 99 se puede leer lo que sigue:  

Fragmento de la página de Dramaturgia asturiana contemporánea. Índice biobibliográfico donde se menciona a Manuel Fernández-Mario Rey
A falta de una fuente, contamos con dos. Manuel Fernández fue el reportero, por entonces del diario El Comercio,  que acudió a El Cervigón una noche de enero del año 1923 para conocer qué había sucedido con los tripulantes de la goleta encallada; fue el destinatario de la elogiosa carta que envió Rosario de Acuña al periódico; y también fue el autor del escrito «Mi pensamiento sobre su tumba», publicado el 8 de mayo en el diario La Voz de Asturias firmado por Mario Rey.


Mi pensamiento sobre su tumba

Ha muerto la ilustre escritora D.ª Rosario de Acuña y Villanueva. Ha muerto cuando apuntaba el día fulgores cárdenos y sangrientos, un día de lluvia y tristeza, como si pretendiere sumarse al doloroso duelo popular. ¡Pobre D.ª Rosario! Ella que vivió sus últimos años en el más absoluto alejamiento del mundo, muere también sola y abandonada de los hombres, por cuyo mejoramiento moral ha luchado tanto, y tanto ha sufrido.

Muere sola y pobre, quien pudo vivir rodeada de comodidades y dinero, que despreció siempre y que repartió generosamente, a manos llenas, entre los humildes y los buenos.

Sola en su agonía, cuando su mente cruzaban lúcidos y tranquilos, transparentes y luminosos,  los tristes pensamientos que resumían su vida, allá a lo lejos continuaba el batir de las olas, monótono y lúgubre, como un salmo funeral. El mar, que la rodeaba en vida, tuvo por la pobre viejecita, a su muerte, el piadoso recuerdo de una oración, y estallaba espumeante en el rocajo áspero de la costa, queriendo subir, en florescencias virginales, a besar la frente de la gloriosa mujer que acaba de expirar con una sonrisa en los labios y una siniestra carcajada en el corazón. La carcajada trágica con que despedía la vida miserable que supo arrastrar, sin una protesta a flor de labio; pero con una angustia infinita en el corazón por el abandono en que la dejaron todos.

Una tarde lluviosa y fría, llegué al Cervigón, no hace mucho tiempo, a dar las gracias a la ilustre escritora, quien, sin conocerme, espontáneamente, y según ella, haciéndome justicia, envió al periódico donde trabajo una carta elogiástica, encomiando la información del naufragio del velero Nuestra Señora del Carmen, ocurrido a unos cuantos metros de su residencia silenciosa y aislada.

¡Con qué emoción abracé a la ilustre escritora! Fue la primera vez que la saludaba y me pareció que en aquel abrazo cordial y espontáneo brotaban en mi alma, con toda la recia virginidad, los más nobles impulsos filiales. ¡Y la llamé abuelita! Y la abuelita de todos sonrió alegre y cariñosa, y sostuvo brevemente, entre sus manos sarmentosas, mi diestra que apretaba y apretaba, casi haciéndome crujir los huesos.

¡Qué emoción más enorme sentí en aquel excelso apretón de manos, donde D.ª Rosario puso toda su gratitud por mi insignificante visita!

¡Cuántas cosas me dijo! Acababa, en el momento de mi llegada, de fregar ¡a los 73 años! el piso de su  vivienda, que resplandecía como un límpido cristal. Y había ya almorzado unas humildes habichuelas y un trocito de pan. 

Me habló de su vivir miserable y de sus privaciones enormes. Los muebles que poseía iban desapareciendo poco a poco, en pignoraciones crueles, para poder comer. 

Y me dijo, resuelta, enérgica y sinceramente: 

–Cuando se me agoten todos los recursos me pegaré un tiro.

Había en su afirmación la expresión amarga de una realidad próxima. Pero la muerte, siempre piadosa y oportuna, paralizó su gran corazón sin esperar a que lo destrozase un balazo.

¡Pobre D.ª Rosario,  se fue  de entre nosotros, pero quedará permanente y enteramente su espíritu lozano como algo imborrable, como la huella viva de su paso por la tierra, como el símbolo imperecedero de su noble corazón y de su ejemplar conducta!

Como homenaje sincero y espontáneo deposito fervorosamente, sobre su tumba, la flor humilde de mi pensamiento eterno.

MARIO REY

La Voz de Asturias, 8 de mayo de 1923




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29 septiembre

295. Melquíades Álvarez y Rosario de Acuña: encuentros en el camino

 

«En mi casa se ha leído y estudiado su admirable discurso sobre el proceso Ferrer, causándonos un entusiasmo hondísimo...», escribe Rosario de Acuña en una carta dirigida al diputado Melquíades Álvarez, que hace pública El Noroeste el lunes 3 de abril de 1911. El diario gijonés había dedicado las portadas de los días anteriores a reproducir buena parte de lo expuesto por el político republicano en su discurso ante el pleno del Congreso, en sus dos partes, pues la sesión fue interrumpida por petición del interviniente cuando estaba en el uso de la palabra. En la reanudación, recordó a los presentes cuál era su posición al respecto:

«Os acordaréis, señores diputados, que ayer sostuve que Ferrer era inocente; que la sentencia fue notoriamente injusta por deficiencias de una ley de carácter inquisitorial y por la campaña insidiosa de la prensa clerical, con el apoyo del Gobierno de entonces.»

Recordemos. Francisco Ferrer Guardia (1859-1909), librepensador, masón, pedagogo, activista político y promotor de la Escuela Moderna (centro de enseñanza laica y mixta que abrió sus puertas en Barcelona en 1901) fue condenado a muerte por un tribunal militar que dio por probado que había  sido uno de los instigadores de los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona de julio de 1909. La reacción internacional al proceso Ferrer y la extensión de las protestas internas (al grito de «¡Maura, no!») contra las medidas represivas, calificadas de desproporcionadas y arbitrarias, provocaron la caída del Gobierno de Antonio Maura. Meses después, en el transcurso del debate que tiene lugar en el Congreso de los Diputados para tratar acerca de una propuesta de «revisión del proceso a Ferrer», Melquíades Álvarez repasa de una forma minuciosa el caso y concluye afirmando de forma categórica que Francisco Ferrer Guardia era inocente y que su sentencia de muerte había sido injusta.

En palabras del profesor Francisco M. Balado Insunza, aquella intervención parlamentaria de Melquiades Álvarez en la primavera de 1911 le ayudó a «erigirse definitivamente en el líder del republicanismo liberal y democrático». El tribuno asturiano, que pocos años atrás había formado parte del Bloque Liberal –alianza de republicanos y liberales dinásticos contra el conservadurismo de Maura–, aprovechaba la nueva coyuntura, que ha propiciado la formación de la Conjunción Republicano Socialista, para reclamar una profunda revisión del orden constitucional frente al programa reformista que defendía el Gobierno de Canalejas.  

Como quiera que algunas de las medidas que por entonces reivindica (soberanía nacional, revisión de la prerrogativa regia, secularización del Estado, reconocimiento de la libertad de conciencia...) son muy del agrado de Rosario de Acuña, no debiera de resultar extraño que nuestra protagonista haga públicas sus simpatías hacia el político, tampoco que terminen por conocerse personalmente y que lo hagan en Gijón, ciudad natal del tribuno y la que ella ha elegido para vivir sus últimos años. 

Texto de la carta enviada por Rosario de Acuña (izquierda); retrato de Melquíades Álvarez incluido en el libro de Antonio L. Oliveros, Un tribuno español, Melquiades Álvarez, 1999 (derecha)

De no haberlo hecho con anterioridad en los días previos, tenemos constancia de que Melquíades Álvarez González-Posada y Rosario de Acuña Villanueva coincidieron por primera vez en Gijón el 29 de septiembre de 1911 en el teatro  Los Campos Elíseos, donde pronunciaron sendos discursos en la ceremonia de inauguración de la Escuela Neutra Graduada. 

El de la nueva gijonesa estuvo dirigido a las mujeres, que en gran número habían acudido al acto, preocupadas, sin duda, por todo cuanto se había venido diciendo en los días anteriores sobre aquella escuela, calificada en los ambientes confesionales gijoneses como una escuela atea, una escuela alejada de Dios. Su intervención trató de demostrar que allí se iba a enseñar el funcionamiento de las leyes de la Naturaleza, páginas sublimes que pueden iniciar en la inteligencia infantil la idea, el concepto, de la creación: «La escuela neutra deslinda el campo de las creencias; a un lado todos los que moldean y sistematizan la divinidad; del otro lado la ciencia donde las almas que pueden ver y oír encontrarán fácilmente a su Dios». El discurso, titulado  «El ateísmo en las escuelas neutras» (⇑), tuvo una gran acogida, y no solo quedó recogido íntegramente en las páginas de El Noroeste, sino que fue impreso, a modo de hoja volandera, siendo repartido profusamente, tanto en la región como en las colonias asturianas de Hispanoamérica. 

Melquíades Álvarez también quiso salir al paso de las críticas vertidas contra la escuela por los supuestos ataques a Dios. Lo hizo desde otra perspectiva:

«Dicen que una escuela neutra es una escuela donde se combate a Dios; si se combatiese a Dios no sería escuela neutra. Lo que en la escuela neutra se proscribe es la enseñanza dogmática y confesional, a cambio de la otra, maestra de la vida y luz de la verdad. Allí se enseña la moral que formaron los hombres y adoraron los sabios antiguos y que forma los sentimientos de justicia y de igualdad.» 

Aunque su intervención fue ampliamente recogida en la prensa gijonesa (también en las páginas de El Principado, beligerante con la nueva escuela), no tuvo el mismo trato que la de su compañera de mesa, su discurso no fue publicado íntegramente. De ahí que, al día siguiente doña Rosario escriba una carta  a los socios del Circulo Melquiadista de la ciudad para pedirles que tomen las medidas pertinentes para que no se pierda ni uno más de sus intervenciones públicas:

Ningún discurso, ninguna disertación, ninguna conferencia que este asturiano ilustre pronunciara en su patria, debe perderse para las generaciones venideras. Ese círculo debía tener a sueldo un taquígrafo con el solo objeto de dejar consignada, en el papel, esa portentosa verbalidad del genio que flamea, con luz meridiana, entre las brumas de este hermoso país cántabro.

La admiración que se desprende de sus palabras, la sintonía que parece existir entre ambos, la coincidencia de sus posicionamientos –en relación con el papel de la Iglesia, el acercamiento a los sectores obreros o la defensa de la república–, parecen presagiar una relación consistente y duradera, más aún si tenemos en cuenta que, tan solo unos meses después de la inauguración de la Escuela Neutra de Gijón, Melquíades Álvarez (Triboniano) es iniciado en la masonería, hermandad de la que hace años forma parte doña Rosario (Hipatia).

En cuestión de semanas todo se torció. Hasta su casa gijonesa de El Cervigón llegó la noticia de la agresión (⇑) a la que habían sido sometidas unas estudiantes de la madrileña Universidad Central. Tomó la pluma y escribió un artículo arremetiendo contra los agresores. Y se armó una buena, tanto que tuvo que exiliarse en Portugal para evitar ser procesada. 

Cuando dos años después regresó a Gijón, la situación ha cambiado: ella vuelve más cansada, decepcionada y pobre que cuando marchó; Melquíades Álvarez pone en pie un nuevo instrumento (Partido Reformista) para intentar llevar adelante su proyecto regeneracionista desde el propio régimen, aunque para ello tuviera que arriar la bandera del republicanismo y desplegar la de la accidentalidad de las formas de Gobierno: tanto en una república como en una monarquía era posible desarrollar un régimen de libertades que condujera a una verdadera democracia.

Fragmentos de los dos textos escritos por Fernando Mora

Sin embargo, el aprecio que doña Rosario siente por el tribuno gijonés parece que sigue intacto. Al menos eso es lo que podemos deducir tras la lectura de la carta que envía al escritor Fernando Mora en respuesta al artículo «Nido de águila» a ella dedicado y que fue publicado en el diario madrileño El Radical. Tras agradecerle las frases lisonjeras que el autor le dedica, pasa a recriminarle que el escrito sea más halagador que justiciero, pues «no se hace justicia a una persona, denigrando o escarneciendo a otras personas», y eso es lo que, en su opinión, se ha hecho en este caso:

¡Cuánta pena y amargura, me causó ver, en su «Crónica» el nombre de Melquíades Álvarez, escarnecido y maltrecho!, y precisamente puesto en comparación (nunca provechosa) con el mío, que no representa absolutamente nada, nada, en el concurso de valores de los días del presente 

Cuando el autor del artículo se lo envió por carta, probablemente lo hizo con toda la buena intención,  como prueba de la admiración que le profesa y de la que ha dejado prueba en su escrito («Rosario de Acuña, en su nidal de águila, nos parece grande y respetable...»); y ella se lo agradece. Lo que ya dudo es que el señor Mora pudiera sospechar que aquella portada fuera a despertar recuerdos que su destinataria había procurado borrar. Resulta que aquel diario es una de las cabeceras de Alejandro Lerroux, propietario también de El Progreso, en cuyas páginas se publicó «La jarca de la Universidad», habiéndolo copiado de El Internacional de París sin permiso de su autora, y luego pasó lo que pasó, quizás no por casualidad. Y en este mismo periódico, en El Radical que le ha enviado Fernando Mora, se calificó a su escrito como «artículo repugnante».

Quizás también se acordara de lo abandonada que se sintió por entonces, de lo cicateros que fueron en sus apoyos aquellos que decían ser sus correligionarios. De los públicos, poca cosa. La pregunta que, interesándose por su situación, realizó en el Congreso Álvaro de Albornoz, diputado del Partido Republicano Radical, liderado también por Lerroux; y unos pocos escritos de apoyo (⇑), como el de Tomás Rey que fue publicado en El Socialista en aquellos días. 

Desconozco si supo de las gestiones que realizó Melquíades Álvarez en relación con este asunto, mucho más discretas. Parece ser que visitó al conde de Romanones al poco de convertirse en presidente del Gobierno, que le solicitó la promulgación de un indulto para los procesados y condenados por delitos políticos y de prensa; y que su interlocutor mostró su disposición favorable a lo demandado, hasta el punto de que a los pocos días se publica el correspondiente real decreto. 

De ser así, de conocer que el político gijonés tuvo algo que ver (⇑) en aquella medida que –no sin dudas y vacilaciones– le permitió volver al fin a su casa, resulta del todo comprensible que su estima se mantuviera invariable a pesar de la mudanza estratégica, de la tibieza republicana. Lo hiciera como amigo, como político o como nuevo integrante de la logia Jovellanos (que sí se movilizó por entonces (⇑), para conseguir «el regreso de los desterrados y expatriados», entre quienes se encuentra la «ilustre h .·. Rosario [de] Acuña») sería, sin duda, para agradecerle el gesto. «¡Cuánta pena y amargura, me causó ver, en su «Crónica» el nombre de Melquíades Álvarez, escarnecido y maltrecho!». Menos mal que no era lectora habitual del periódico, razón por la cual no creo que leyera lo que semanas atrás Fernando Mora publicó en una Crónica anterior con el título «Los melquiadistas intelectuales». 

De su obligada estancia en tierras portuguesas regresó más pobre (dice que se gastó cerca de tres mil duros, el equivalente a lo que cobraría durante quince años de su pensión de viudedad) y muy desilusionada, hasta el punto que se muestra decidida a alejarse de la primera línea de batalla, a recluirse en aquel alejado enclave del litoral gijonés donde decidió construir su última morada. Poco tiempo le duró el retiro. En los primeros días del año dieciséis se ve obligada a pedir ayuda: en las proximidades han abierto una cantera y sobre su casa llueven piedras de todos los tamaños (⇑). Con la esperanza de que al denunciarlo públicamente cese el bombardeo, escribe una carta al director de El Noroeste dando cuenta de lo ocurrido. Eligió Asturias por su belleza, por su mar cambiante, por sus montañas y sus valles, pero también porque la habitaban «algunos entusiastas de la razón y de la libertad». Ahora que se siente víctima de una guerra sorda en torno a su hogar por parte de las huestes del clericalismo, no espera otra cosa que el trabajo  en pro de la regeneración emprendido por el Partido Reformista, de notable influencia en Asturias, comience a dar sus frutos:

Deseando vivamente que la actuación de Melquíades Álvarez en Asturias sirva para manumitir la más hermosa región de España, rayéndole la sarna del odio, de la brutalidad y del fanatismo, y permitiéndonos a las alondras, cantar sin miedo a los buitres de sotanas, de levita o de alpargatas 

En vista de que, aunque lo intente, no puede pasar desapercibida y dado que el tiempo va curando desazones y desengaños, vuelve poco a poco a la escritura, a la opinión, a la tribuna pública. En este retorno son de resaltar sus colaboraciones con la prensa obrera, en consonancia con su progresiva sintonía con las organizaciones obreras gijonesas, en especial con los socialistas. Por entonces su firma aparece por entonces en Alicante Obrero o en la revista madrileña Acción Socialista. Con ocasión del Primero de Mayo de 1916 escribe tres textos: uno más corto y dirigido a las mujeres que se publica en Acción Fabril (Órgano de la Federación Fabril y Textil de España, editado en Mataró); los otros dos, en clave reivindicativa («De vosotros, proletarios del mundo, es el porvenir»), aparecen en las páginas de El Noroeste y El Socialista, Órgano del Partido Obrero. 

Llegamos así a 1917, el año en el que Rosario de Acuña y Melquíades Álvarez coinciden en tres asuntos relevantes: la dirección de El Noroeste; su confluencia en el bando de los aliadófilos en la pugna ideológica que los enfrenta a los germanófilos durante aquella guerra mundial que todo lo envuelve;  y su apoyo (y participación, en una u otra medida), en la huelga general de agosto de ese año. 

El Noroeste, que había comenzado su andadura en 1897 como «Diario republicano», era uno de los diarios de la Sociedad Editorial Española (editora también de El Liberal, Heraldo de Madrid, El Imparcial y otros diarios regionales) hasta que se convirtió en el órgano oficioso del Partido Reformista. Fue entonces cuando el consejo de administración pensó en Antonio López Oliveros para la dirección. Tardaron en convencerlo a tenor de lo que dejó escrito:

Se apeló por los consejeros a mis ideales democráticos, se me requirió en sentido de sacrifico para que salvase a El Noroeste de desaparecer y lo convirtiese en un heraldo vigoroso de la causa de la democracia. Aún vacilé. Uno de esos días Rosario de Acuña y Villanueva, a la que yo visitaba con frecuencia en su retiro de El Cervigón (Gijón), me compelió en nombre del liberalismo español a que aceptase la dirección de El Noroeste, en el que ella vertía muy a menudo las nobles estridencias de su espíritu revolucionario indomable. Tantos requerimientos, unidos a las facultades extraordinarias de que me investía el consejo de administración para que yo diese a El Noroeste la organización que estimase más adecuada y el ruego telefónico, por último, que me dirigió desde Madrid Melquíades Álvarez, orientador del periódico, insistiendo en lo mismo, vencieron mi resistencia.

En ese mismo periódico se publicó «La hora suprema», un escrito en el que Rosario de Acuña, dirigiéndose a las «izquierdas de Asturias» las anima a «ponerse en pie y, con mesura y firmeza, avanzar sin vacilaciones […] e ir serenamente a la brecha, con la bandera en alto», que parece alentar la convocatoria de esa huelga general de la que no hace más que hablarse en aquellos días. También se da cuenta en esas mismas páginas de su asistencia al gran mitin aliadófilo que se celebró en Madrid el último domingo de mayo organizado por las fuerzas de la oposición.

Y aquí se encuentra de nuevo con Melquíades Álvarez. En la plaza de toros madrileña, aunque en sitios bien diferentes (él en la tribuna de oradores, ella entre el público asistente); también en el apoyo a la huelga general que, finalmente convocan conjuntamente la CNT y la UGT. De nuevo el político gijonés se encuentra al lado de los socialistas, al lado de los trabajadores; ha vuelto a reajustar su estrategia. Cuenta el profesor Suárez Cortina que, puesto que «la savia renovadora del reformismo se había ido diluyendo entre esperanzas palaciegas que no se cumplían», al Partido Reformista no le quedó otra que la «amenaza a la Corona», integrándose en el proceso del verano de 1917. 

En los días previos a la huelga general de agosto, las autoridades gubernativas ordenaron el registro de la casa de Rosario de Acuña (véase el comentario 248. Una vieja luchadora en la Huelga del Diecisiete ⇑). Lo hicieron en dos ocasiones. Melquíades Álvarez, por su parte, fue responsable del comité de huelga de Asturias y León.

Mayo de 1923. El primer sábado del mes la muerte encontró a Rosario de Acuña Villanueva trajinando por la casa. Una embolia cerebral acabó con su vida. Diecinueve días después, Melquíades Álvarez González-Posada es nombrado presidente del Congreso de los Diputados. Ya no se volverán a encontrar, salvo en los textos que se publicaron en memoria de la ilustre librepensadora fallecida en Gijón. Antonio L. Oliveros, director de El Noroeste, dejó escrito: «De espectadora, asistió también a varios actos públicos; especialmente a aquellos en que intervenía Melquíades Álvarez, cuya maravillosa palabra la sugestionaba. Roberto Castrovido, por su parte y recordando los sucesos de 1917, escribe: «Tan apremiantes y dolorosas fueron una vez esas quejas que sobre la suerte de doña Rosario me enviaban, que hube de escribir a varios amigos de Asturias. Me oyeron, y don Melquíades Álvarez, con otros correligionarios suyos y amigos míos, acudió en auxilio de doña Rosario, quien entonces me escribió por primera vez acerca de su situación, dudosa sobre la aceptación del auxilio».




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12 agosto

294. Refugio para la infancia

 

«Una parte del Ejército de Marruecos se ha levantado en armas contra la República»: el titular que abría la portada del diario madrileño La Voz entenebreció aquel sábado de mediados de julio, por más que a las grandes letras siguieran otras más pequeñas y, presuntamente, tranquilizadoras: «Nadie, absolutamente nadie, se ha sumado en la Península a este absurdo empeño». La noticia y el desasosiego se expanden a provincias por medio del telégrafo y de la radio. Al día siguiente, domingo 19, el gijonés El Comercio  publica a toda página: «El Gobierno, en una nota oficiosa, emitida por la Radio-Madrid, declara haberse producido una sublevación en Marruecos, que no había prendido en España, donde la tranquilidad es completa». A pesar de esa tranquilidad completa de la que habla el periódico, nada será igual desde entonces. Mucho menos para quienes vieron cómo, en aquel verano del treinta y seis, les arrebataban su mirada infantil y pasaron a convertirse, de un día para otro, en «los niños de la guerra».

Puerta de entrada al refugio Rosario de Acuña, Gijón  (Fotografía de Constantino Suárez, Museo del Pueblo de Asturias)

La infancia despojada, expoliado su mañana... y no solo por las guerras, que también hubo expósitos, que también hubo inclusas que cobijaban a niños abandonados. Estos establecimientos de acogida y crianza, sustentados sobre los pilares de la caridad y la beneficencia, no estaban libres del  dolor y de la muerte. En el mes de junio de 1916 los médicos de la inclusa de Madrid presentaron un informe demoledor: «Se mueren más de la mitad en los dos primeros meses de la vida»; y en cuanto a los niños que ingresan para su crianza con biberón, «se mueren todos». Los estremecedores datos de esta memoria –presentada ante el Cuerpo Médico de la Beneficencia Provincial, el vicepresidente de la Diputación y los diputados visitadores– se hicieron públicos y ocuparon las primeras páginas de algunos periódicos de la capital. 

En un escrito titulado «Los incluseros», Consuelo Álvarez Pool, Violeta, cuenta que los males vienen de atrás, que ella misma había denunciado las penurias que había visto en el establecimiento, que ni la gestión encomendada a la Junta de Damas, ni la asistencia que prestaban las Hermanas de la Caridad se ajustaban a las necesidades de las criaturas. El artículo llegó a manos de Rosario de Acuña, quien no tarda en coger la pluma para mostrar su apoyo a la compañera y amiga, para decir que la protección a los pequeños no puede sustentarse en la «generosidad» de quienes quieren ganarse un puesto en el paraíso, no puede estar sujeta al poder de la Iglesia católica, sino regida por la fraternidad y la justicia: «Mientras el Estado no sea laico, estaremos dando vueltas, inútilmente, como burros atados a noria de cangilones rotos». 

Está convencida de que la protección a los pequeños no puede estar en manos de la Iglesia, tampoco su educación. Lleva ya muchos años batallando contra el clericalismo hegemónico que perpetúa la superstición, el atraso y la sinrazón. Lo hace con la mirada larga, con la esperanza puesta en que la sementera de una educación racionalista termine por dar sus frutos. De ahí que preste su apoyo público a las escuelas laicas que abren sus puertas en Cádiz, Zaragoza o las que en Madrid pone en funcionamiento la sociedad Los Amigos del Progreso, de la cual es presidenta honoraria, junto a Pi y Margall o Nicolás Salmerón. De ahí que en 1911, convertida ya en una ciudadana gijonesa más, no dude en aceptar la invitación de los promotores de la Escuela Neutra Graduada de Gijón  para dirigir unas palabras en el multitudinario acto de inauguración. Del título del discurso ya se puede deducir el contenido de su intervención:  «El ateísmo en las escuelas neutras» (⇑)

En sintonía con el sentir de sus promotores, que prefirieron la denominación de «neutra» en vez de «laica» para mitigar los recelos de una parte de sus potenciales patrocinadores, su intervención se centró en intentar convencer a las mujeres allí presentes, la mayoría de ellas madres preocupadas por las acusaciones vertidas por los sectores convencionales, de que aquella no era una «escuela sin Dios», por más que tenga el firme propósito de caminar «hacia las cumbres de la razón», sin supeditarse al «estrecho criterio que informa a todos los mercenarios de la fe». Les argumenta que no es una escuela atea porque gracias al estudio de las leyes de la naturaleza, «el alma del niño evoluciona ante las maravillas que se le hacen conocer», abriéndole la puerta a intuir la presencia de un dios autor de la naturaleza, «de cuyos altares son sacerdotes todas las criaturas humanas». 

Si se tercia, de las palabras, pasa a los hechos; de aquel discurso tan alabado que fue impreso y repartido con profusión, pasa a la acción, a colaborar con un maestro que impartía clases al aire libre, frente al mar, al otro lado de la bahía gijonesa. Tal y como se cuenta en el comentario 154. Alpargatas para todos (⇑), aquel joven le habló de métodos activos, de atender las necesidades del niño, de una enseñanza intuitiva, progresiva y práctica, de que prefería dar las clases al aire libre, en contacto con la naturaleza...Y doña Rosario volvió para echar una mano, para intentar contagiar a aquellos niños su amor a la naturaleza, para leerles sus cuentos que hablaban de graneros y de insectos o para contarles sus ascensiones a las montañas, sus expediciones a caballo por buena parte de España...

Han pasado unos meses desde que en los periódicos se leyeran los titulares afirmando que «la tranquilidad es completa», tras aquella sublevación en Marruecos, «que no había prendido en España». Han pasado ya unos meses desde que, a pesar de lo escrito, en los nefastos días de julio del treinta y seis la guerra también hubiera prendido en Asturias, pues el coronel Antonio Aranda Mata, gobernador militar de la región, como el también coronel Antonio Pinilla Barcelo, jefe del Regimiento de Infantería de Montaña «Simancas», se unieron a los sublevados. Con la muerte de los primeros milicianos en el sitio de Oviedo, en los frentes de Abuli, El Cristo o El Naranco, aparecieron los primeros huérfanos: solo en Gijón y en los primeros días de guerra se recogieron varias decenas de niños sin familia. 

 Fue entonces cuando la Asociación de Trabajadores de la Enseñanza de Asturias (ATEA) puso en marcha varios orfanatos para atender a estas niñas y a estos niños a quienes la guerra privó de sus padres. Se fueron abriendo a medida que se fueron necesitando, a medida que la denominada Campaña del Norte se fue cobrando más vidas, fue dejando más huérfanos. Se utilizaron aquellos edificios disponibles, ya fueran antiguos colegios religiosos o espaciosa quintas que habían pertenecido a la alta burguesía. 

Cuidadora con dos niños del Refugio de Niños Rosario Acuña, Gijón (Fotografía de Constantino Suárez, Museo del Pueblo de Asturias

A la hora de las denominaciones, no se olvidaron de Rosario de Acuña. Así, junto al Orfanato Félix Bárcena (sito en la localidad piloñesa de Sevares) o el Orfanato Alfredo Coto (ubicado en el antiguo colegio gijonés San Vicente), en la denominada quinta Bauer, un palacete situado en la zona residencial de Somió, abre sus puertas el Orfanato Rosario de Acuña para acoger a Emilia, Carlos y Carmen González, de Mieres; a Nieves y María López Cortés, de Moreda; a Emérita y Rafael Fernández González, de Turón; a Florentina, Faustino y Perfecta Fernández Hevia, de Figaredo; a Alfredo, Manuel y Valentina, de Ciaño; y a varias decenas más.





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23 julio

293. Callejero particular de su Madrid natal


Placa de la calle de Fomento de Madrid
Nació en pleno centro de Madrid el primer día del mes de noviembre de 1850, cuando la capital no había alcanzado aún la cuarta parte del millón de habitantes; creció a la sombra de los viejos edificios de los Austrias y de las nuevas estampas isabelinas; y se marchó antes de cumplir los veintiséis, para vivir en Zaragoza primero, luego en Pinto, Cantabria y Gijón, donde falleció en mayo de 1923. Aunque ya no volverá a residir en su ciudad natal (salvo un breve periodo en los años noventa), volvió y volvió, sin importarle que el regreso tuviera que hacerlo en un vagón de tercera.  

Lo que sigue es un recorrido por su callejero madrileño, por los escenarios que, de una u otra forma tuvieron alguna importancia en su vida. Sobre un plano de Madrid de 1877 (José Pilar Morales, Guía del plano de Madrid y sus contornos en 1877, Madrid, Tipografía de Gregorio Estrada, 1877) se han situado las veinticinco referencias seleccionadas y que se comentan seguidamente.

1. Calle de Fomento. Aunque no fuera la que ilustra este comentario (mucho más moderna, pues, como otras realizadas por el ceramista Alfredo Ruiz de Luna para el Viejo Madrid, fue instalada en 1992), la placa que daba nombre a esta calle debió de ser una de las primeras que leyó, dado que para ella no era una más del callejero madrileño: en una vivienda del número 29, auxiliada por el buen hacer de un médico amigo de la familia (⇑), sus ojos vieron la luz por primera vez a las cinco y media de la mañana del primero de noviembre de 1850. 

El nombre le viene del ministerio del ramo, que durante algunas décadas tuvo su sede en esta misma calle, en el palacio que había ocupado anteriormente el Consejo Supremo de la Inquisición.

2. Iglesia parroquial de San Martín (calle Desengaño). Originariamente formaba parte del convento de Portacoeli, que se había establecido en este lugar a mediados del siglo XVII. El edifico actual fue construido en 1725 en sustitución de la antigua iglesia, en estado ruinoso. En 1836 se convierte en parroquial de San Martín, al desaparecer la anterior, que estaba situada junto a la plaza de las Descalzas Reales.  

En esta iglesia, considerada una muestra representativa del barroco madrileño, el sábado 2 de noviembre, tan solo un día después de su nacimiento, la hija de Dolores Villanueva y Felipe de Acuña es bautizada con el nombre de María del Rosario Santos Josefa. Tal y como se cuenta en el comentario 83. Que no, que no... que nació en Madrid (⇑), la copia de esa partida de bautismo, firmada por Sebastián Fernández, el cura que la bautizó, zanjó por fin el asunto: no nació en 1851, como se afirmaba; y no lo hizo en Pinto, Bezana, Galicia o Cuba, que nació en Madrid el primer día de noviembre de 1850.

3. Ministerio de Fomento (calle de Atocha).  En 1847 Felipe de Acuña Solís, tras su boda con Dolores Villanueva Elices, abandona los estudios en la Facultad de Jurisprudencia para ponerse a trabajar como escribiente en el Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, anteriormente Ministerio de Fomento, con sede en la calle del mismo nombre, la misma en la que instalaron su domicilio, la misma en la que nació su hija. 

Algunos años después, el ministerio se trasladó al antiguo convento de la Santísima Trinidad (Trinitarios Calzados), sito en la calle de Atocha. Desde entonces, el edificio pasó a tener un significado especial para Rosario: se convirtió en el lugar donde trabajaba su padre, el antiguo escribano, ahora auxiliar en sus distintas clases (séptimos, sextos, quintos...), y más tarde inspector (también inspector jefe) de ferrocarriles... Sin duda, aquel fue un lugar de referencia para ella, más aún después de que el primo Pedro Manuel (⇑) fuera nombrado director general en ese mismo ministerio y que, como consecuencia del nombramiento, su padre asumiera nuevas responsabilidades, sus tíos ocuparan cargos de relevancia, y a su marido le dieran una buena ocupación, bien remunerada. 

Aquella situación duró lo que duró, y el edificio que ocupó el ministerio, denominado de nuevo de Fomento, fue derribado a finales del XIX.  

4. Embarcadero de Atocha. Retrocediendo algunos años, volviendo a su niñez, resulta que cuando Rosario contaba cuatro años comenzó a padecer los primeros síntomas de una enfermedad ocular llamada conjuntivitis escrofulosa: sin previo aviso, sus ojos se poblaban de doloras vesículas. Tan solo encontraban alivio en contacto con la naturaleza, con los aires serranos de las tierras que su familia paterna poseía en Jaén, de donde llegaba la sabia prescripción de su abuelo paterno: «¡Venga esa niña al campo!» Y al campo se iba la niña (⇑),  acompañada las más de las veces de su joven padre. 

Hacían el viaje en el tren andaluz, al que se subían en el embarcadero de Atocha, la estación provisional que se abrió en febrero de 1851 con ocasión de la inauguración del ferrocarril que unía Madrid con Aranjuez, primer trayecto de un viaje que, atravesando las tierras manchegas, les llevaría con los suyos, «en pos de las valles floridos, en pos de las selváticas cumbres de la sin par Sierra Morena». 

Ese mismo embarcadero también será, años después, la puerta de entrada y salida que comunicará su quinta campestre, situada a las afueras de Pinto, cerca de la estación, con su ciudad natal. Pero eso, queda dicho, será más adelante. 

5. Estación provisional en las proximidades de la montaña de Príncipe Pío. No solo en las serranías andaluzas encontraban alivio sus doloridos ojos, también les sentaba bien los efectos salutíferos de las brisas marinas. Y con quince o dieciséis años tomó el tren y se fue a Gijón, a las orillas del Cantábrico, a las aguas, y empezó a enamorarse de Asturias (⇑)

Durante su infancia y juventud Rosario viajó con cierta frecuencia, en compañía de su madre, de su padre o de ambos. Viajó, como queda dicho, para buscar alivio a sus ojos, también para conocer nuevos lugares, en España y fuera de ella.   

Por suerte para ella, eran tiempos de expansión del ferrocarril; por suerte para ella, vivía en una ciudad que se estaba convirtiendo en un nudo ferroviario, puerta de salida para distintas direcciones. En 1861 la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España construyó una estación provisional en las proximidades de la montaña de Príncipe Pío con motivo de la inauguración de la línea Madrid-Irún. Desde entonces aquella nueva estación se convirtió también en el inicio de viajes y más viajes (⇑), para conocer Gijón, París, Bayona o Roma.

Guía del plano de Madrid y sus contornos en 1877

6. Teatro Real (plaza de Oriente). La dolorosa enfermedad ocular que la condenaba a padecer episodios de ceguera temporal trastocó todos los planes. Ya no iba a ir a ningún colegio de monjas, tal y como habían previsto sus progenitores;  los suyos se hicieron cargo de su educación, adaptándose a sus periodos de ceguera y a los cuidados que precisaban sus ojos: de la mano de su madre fue conociendo las primeras letras; de la de su padre, la historia y la literatura. Los viajes y el contacto con la naturaleza le abrieron nuevos campos de conocimiento. 

Y para que nada faltara, todo ello fue completado con buenas lecturas, afamadas representaciones dramáticas y la mejor ópera, que pudo disfrutar en su juventud, temporada tras temporada, en el palco familiar o, usando sus propias palabras, «desde nuestro palco del Real». Tal y como se cuenta en el comentario 279. De la clásica a la copla, de la ópera a la bulería (⇑), en este prestigioso teatro de ópera, inaugurado formalmente pocos días después de su nacimiento, escuchó a la soprano Adelina Patti, al tenor Mario de Candia o a Enrico Tamberlick, también tenor y amigo de su padre.

7. Liceo Piquer (calle Leganitos).  Aunque no pudo asistir a ningún colegio de monjas, aunque no pudo seguir el programa regulado por la nueva Ley de Instrucción Pública (La denominada Ley Moyano de 1857), parece que Rosario alcanzó entre los suyos una educación similar a la que por entonces recibían las hijas de las familias de economía desahogada. Fue creciendo entre viajes, conciertos y libros; fue acumulando muchas vivencias, ilusiones o dudas que tan solo aguardaban el momento propicio de ser contadas, de convertirse en escritura.

Por lo que sabemos, en su casa alentaron estas aficiones literarias de la joven, hasta el punto de que su padre utilizó su valiosa red de contactos (⇑) para lograr que los escritos de su hija fueran publicados. Al principio se trata de artículos o pequeños relatos, como los que publica la barcelonesa Gaceta Universal, que dirige su amigo Agustín Urgellés de Tovar; luego poesías. En el verano de 1874, cuando contaba con veintitrés años, La Ilustración Española y Americana publica su poema «En las orillas del mar». Unos meses después recitó sus versos en público, lo hizo ante la «selecta concurrencia» que se había reunido en el Liceo Piquer. Fue su primer recital y no debió olvidarlo.

A finales de la década de los cincuenta, el escultor José Piquer Duart compró dos edificios contiguos en la calle de Leganitos y los rehízo, el uno como domicilio familiar y el otro como pequeño teatro, un lugar de reunión para que sus próximos, amantes de las artes en general, y del teatro y de la música en particular, pudieran deleitarse en las veladas que allí habrían de celebrarse. En la noche del treinta de enero de 1875, la distinguida concurrencia de aquel Liceo –regido desde la muerte de su fundador por Emilia Llull Mitjavila, la viuda de Riquer– disfrutó de diversas obras musicales y «tuvo ocasión de admirar también por vez primera a la poetisa señorita de Acuña, cuyos inspirados versos agradaron mucho».

8. Teatro del Circo (plaza del Rey). Ciertamente, la «señorita de Acuña» quería ser poeta (más que "poetisa"), pero no fue la tolerada lírica femenina de sus primeros poemas la que le llevará a las puertas del Parnaso madrileño. No; será con el verso grave y viril de un drama trágico con el que reciba el reconocimiento del público y la crítica capitalina. 

El 12 de febrero de 1876, cuando la autora tan solo contaba con veinticinco años de edad, tuvo lugar el estreno de su primera obra dramática: Rienzi el tribuno, que recibió los aplausos del público y el reconocimiento de los críticos más afamados del momento. El exitoso estreno (⇑), no lo olvidará, tuvo por escenario el teatro del Circo, situado en la plaza del Rey. Allí se mantuvo en cartel durante dos semanas; luego varias compañías lo representaron por diversos teatros de España. No volverá al mismo escenario, pues el teatro del Circo fue destruido por un incendio ocurrido ese mismo año. Tiempo adelante, en el mismo solar se edificó el Teatro-Circo de Price.

9. Iglesia del Carmen Calzado (calle del Carmen). Pocas semanas después de los entusiastas aplausos recibidos en el teatro y de las alabanzas que por su obra le brindaron conocidos escritores del momento, el sábado 22 de abril de 1876,  Rosario de Acuña se casa con Rafael de Laiglesia Auset, un joven teniente de Infantería con el grado de capitán que le fue concedido por méritos de guerra, de quien, al decir de los próximos, está muy enamorada. Según nos cuenta Fernández de Bethencourt en su Historia genealógica, la boda se celebra en la parroquia de Santa Cruz, que por aquel entonces tiene su sede en la iglesia del Carmen, tras su ubicación temporal en el convento de Santo Tomás, a donde se había trasladado después de que fuera demolida la antigua iglesia de Santa Cruz, sita en la plaza del mismo nombre.

Tras otorgarse mutua promesa de fidelidad eterna ante el católico ministro y sus respectivas familias (⇑), Rosario y Felipe inician un viaje por Andalucía,  a la vuelta del cual deberán desplazarse a Zaragoza, donde ha sido destinado el militar.

10. Domicilio familiar, calle Concepción Jerónima, 13. El traslado a la capital zaragozana supuso un cambio brusco en su vida, no solo por su nueva condición de mujer casada, sino también por el alejamiento de lo que por entonces era el principal centro literario del país. Madrid estaba, ciertamente, muy lejos y durante el año 1877 su firma parece haber desaparecido de los periódicos (⇑)

Todo parece más complicado, como queda de manifiesto con ocasión del estreno de Rienzi en Valladolid. El empresario del teatro vallisoletano, que quiere contar con su presencia, remite telegramas a Zaragoza y a Madrid, a la calle Concepción Jerónima 13, el nuevo domicilio de sus progenitores; envía un representante a recogerla; su padre se traslada a Valladolid... Luego está lo de su nueva obra. Le asaltan las dudas. En el otoño se estrena en su nueva ciudad; lo hace, por primera y única vez, con seudónimo. A pesar de que fuera muy aplaudido por el público, las dudas persistían. Así que, cuando vuelve a Madrid en las Navidades de ese año, decide reunirse con algunos de sus amigos escritores en su casa, supuestamente en al nuevo domicilio familiar de Concepción Jerónima. Al ver el decaimiento de la joven autora (⇑), todos los presentes, entre los que se encontraban Echegaray y Núñez de Arce, exigieron y obtuvieron la promesa de que proseguiría en el empeño.  

Guía del plano de Madrid y sus contornos en 1877

11. Domicilio familiar, calle Carretas, 31. La casa mortuoria. Por lo que luego supimos, su descontento no obedecía solo a su actividad como escritora, tenía mayor alcance, como bien se puede deducir de esta frase que escribió tiempo después: «Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre…». El caso es que se marchan de Zaragoza; Rafael es autorizado a trasladarse a Madrid y, poco tiempo después, se encuentran residiendo en una quinta campestre que se ha hecho construir a las afueras de Pinto, una localidad que por entonces no alcanza los dos mil habitantes. 

Su marido comienza a trabajar en el Ministerio de Fomento; ella se dedica a recuperar el contacto con la naturaleza y a convertir su nueva morada en una unidad de producción autosuficiente. La nueva vida en el campo parece satisfacerla plenamente. 

No obstante, aquella nueva y esperanzadora etapa va a verse bruscamente alterada al poco de haber comenzado. El 27 de enero de 1883 fallece su padre, joven aún, pues apenas cuenta cincuenta y cuatro años de edad. La inesperada pérdida de su progenitor supuso un mazazo para ella, apenas mitigado con las públicas muestras de apoyo que le brindaron los regidores de su nuevo pueblo, agradecidos como estaban a las gestiones realizadas por su padre en beneficio de Pinto (⇑).

12. Cementerio de San Justo. Tal y como recoge el certificado de defunción, el «ilustrísimo señor» (como corresponde a los honores de Jefe de Administración Civil que le habían sido concedidos años atrás) don Felipe de Acuña y Solís falleció en su domicilio, sito en la calle Carretas, número 31, cuarto tercero (la tercera dirección que les conocemos, tras la de Fomento y la de Concepción Jerónima) a consecuencia de una «congestión cerebral».  

Varias fueron las esquelas publicadas en la prensa madrileña. El excelentísimo señor ministro de Fomento, el también excelentísimo señor director general de Agricultura, su desconsolada viuda, su hija D.ª Rosario, hijo político, hermanos, tíos y primos, daban cuenta del fatal suceso e informaban del funeral que tendría lugar en la parroquia de Santa Cruz (calle del Carmen). También informó del entierro, de la comitiva fúnebre, de los más de setenta carruajes que acompañaron sus restos mortales hasta el cementerio de la Sacramental de San Justo.  

Tras la pérdida de su querido padre, Rosario vivió un tiempo de agonía constante, de existenciales dudas, de juveniles evocaciones, de replanteamiento. Fueron meses de reacomodo, de cambio, de metamorfosis (⇑): se separó de su marido, se convirtió en una propagandista de la libertad de conciencia, ingresó en la masonería...

13. Ateneo de Madrid (calle del Prado). El éxito alcanzado años atrás con Rienzi la convirtió en una escritora conocida, razón por la cual la prensa suele publicar cualquier noticia con ella relacionada y, en ocasiones, también tomará partido al respecto, más aún si vienen a poner en cuestión la ortodoxia, el orden establecido. 

En la España de nuestras tatarabuelas los hombres ejercían el protagonismo social;  a la mujer le habían asignado el papel de «ángel del hogar», buena esposa y mejor madre que ejercía sus funciones en el reducto del hogar. ¡Ay de aquella que osara poner en cuestión este reparto de papeles! Resultó que, en pleno proceso de reflexión, ella decidió que no estaba por la labor, y el 19 de abril del año ochenta y cuatro se convierte en la primera mujer en ocupar la tribuna del Ateneo de Madrid (⇑).

Desde su fundación en 1835, el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid había reservado aquel destacado estrado para los hombres, y el hecho de que una joven dramaturga y poeta rompiera la tradición (y lo hiciera, además, en el nuevo edificio que había sido inaugurado unos meses atrás en un solemne acto presidido por Antonio Canóvas,  presidente del Consejo de Ministros y presidente también del Ateneo) abrió una intensa polémica. No será la primera en la que Rosario de Acuña va a estar presente.

14. Café de Fornos (esquina callé Alcalá-calle de Peligros o Virgen de los Peligros). El catedrático Miguel Morayta pronuncia el discurso inaugural del curso 1884-85 en la Universidad Central de Madrid. La prensa confesional, que lo tilda de herético, inicia una campaña contra él y contra el Gobierno que, a su juicio, se muestra muy permisivo con los profesores liberales. Buena parte de los universitarios se echan a la calle en defensa de la libertad de cátedra. El rectorado, que quiere atajar el asunto, anuncia medidas drásticas. Rosario de Acuña sale en defensa de  los universitarios (⇑) y se ofrece a pagar  «la matrícula del estudiante que más adelantado en su carrera y con mejores notas, poseyendo dicho privilegio lo perdiese por resistirse a entrar en clase». 

Nueva polémica, que se avivará aún más cuando se conozca que nuestra protagonista ha invitado a un banquete a los representantes de los universitarios (⇑) que tiene por escenario el Café de Fornos, uno de los establecimientos más conocido del Madrid de la época, por ser sede de tertulias literarias y lugar de encuentro de la vida artística capitalina. Trasciende también que entre los presentes se encuentran algunos conocidos librepensadores como el citado Miguel Morayta o Ramón Chiés, codirector del semanario Las Dominicales del Libre Pensamiento. Lo que no contó la prensa fue que la anfitriona informó a sus invitados de que tenía tomada la decisión de sumarse a la lucha por la defensa de la libertad de conciencia. Pocas semanas después se conocerá públicamente y, desde entonces, se hablará de ello largo y tendido. 

15. Hospital Asilo de Santa Lucía (Calle la Ruda o Calle de la Ruda). A los cambios que experimenta su vida tras la imprevista muerte de su padre, hay que sumar uno de gran trascendencia para ella: en el año 1885 sus ojos podrán, al fin, verse libres de la lacra a la cual han estado sometidos desde la primera infancia, gracias a una intervención quirúrgica realizada por el doctor Santiago de los Albitos Fernández (1845-1908).

La operación tuvo lugar en el Hospital Asilo de Santa Lucía que el doctor Albitos había abierto un año antes en  la madrileña calle de la Ruda, en pleno barrio de La Ribera. Allí recibía tanto a clientes de pago, que acudían desde cualquier punto de España, como a pobres y menesterosos, a quienes operaba gratuitamente.

Gracias a la pericia de don Santiago, aquella mujer que tan sólo unos meses antes había abandonado el campo del oscurantismo abrazando la causa del librepensamiento, podía ahora abrir sin temor sus ojos a  la luz recuperada (⇑).

 Guía del plano de Madrid y sus contornos en 1877

16. Palacio de Justicia (Plaza de las Salesas). El hecho de que residiera en Pinto no fue óbice para que siguiera desplazándose a Madrid. De hecho, los viajes a la capital, donde seguía viviendo su madre,  debieron de ser frecuentes. Y en uno de ellos, de regreso a su casa, se encontró con que uno de los paquetes venía envuelto con el papel de un periódico que nunca antes había leído Las Dominicales del Libre Pensamiento (⇑).  

Tal y como contará en los escritos que desde entonces aparecerán en este semanario librepensador, no le gusta lo que ve y se dedica a combatir la sinrazón o las supersticiones. El análisis sociológico debe parecerle insuficiente para explicar el desvarío humano, razón por la cual se adentra en el campo psicológico, en los límites entre la cordura y la locura. Convoca un premio de investigación sobre el tema y sigue con atención dos de los sucesos que mayor conmoción producen en la sociedad de entonces: el asesinato del primer obispo de la diócesis de Madrid-Alcalá por disparos del sacerdote Cayetano Galeote y el crimen de la calle de Fuencarral, caso sobre el que hará públicas sus reflexiones en un folleto que se publica por entonces (⇑)

Sabemos que asiste a diario al Palacio de Justicia porque la presencia en la sala de una mujer provista de lápiz y cuartillas no pasa inadvertida a los periodistas que allí se encuentran, y alguno hay que lo hace público. Ella es, en efecto, «la mujer del rincón», la que toma notas de cuanto ocurre en la sala, y, una vez señalada,  no duda en contar las razones que la mueven a seguir con detalle lo que allí ocurre (⇑)

17. Palacio de la Industria y de las Artes (final del paseo de la Castellana; en la actualidad calle José Gutiérrez Abascal, 2). El hecho de que hubiera decidido vivir a las afueras de una pequeña localidad, alejada de la vida ciudadana, no quiere decir que no se enterase de lo que sucedía en su Madrid natal; tampoco que renunciara a acudir a cualquier evento que considerara interesante. 

En el mes de mayo de 1887 se inaugura el Palacio de la Industria y de las Artes, para cuya construcción se había convocado un concurso con motivo de la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1881, al objeto  de que acogiera de forma permanente estas exposiciones. Tras la inauguración oficial quedó abierta al público la Exposición de ese año, que debió de ser visitada por Rosario de Acuña pocos días después pues, tal y como se cuenta en el comentario 160. Convertida en  crítica literaria (y de otras artes) (⇑), por entonces publica dos artículos dedicados a comentar dos de las obras allí presentadas.

18. Fomento de las Artes (Calle del Horno de la Mata,7). Gracias a la asiduidad con la que suelen aparecer sus escritos en Las Dominicales (que también publica todo cuanto con ella esté relacionado) no tardará en estar completamente integrada en el seno del librepensamiento español, como bien se puede deducir de las muestras de apoyo y las cartas de adhesión que aparecen en sus páginas.  El dominical también publica los discursos y conferencias que doña Rosario envía a las diversas sociedades que se lo demandan. 

En el caso de la sociedad madrileña Fomento de las Artes, fundada en 1847 como centro de instrucción del obrero y cuyo objetivo era el mejoramiento moral y material de sus asociados, es la propia Rosario de Acuña la que visita su sede para pronunciar dos conferencias tituladas «Los convencionalismos» y «Consecuencias de la degeneración femenina», que no pasarán desapercibidas, especialmente la última, que provoca alguna que otra virulenta respuesta por parte de la prensa confesional (⇑).  

Al Fomento acudirá también como oyente, a escuchar a su amiga Ángeles López de Ayala (⇑) hablar de un tema que tiene gran interés para ambas: «La mujer y su misión». 

19. Teatro Alhambra (Calle de la Libertad, esquina calle San Marcos). El primero de noviembre de 1890 cumplirá cuarenta años, «la crítica edad de los cuarenta», el momento elegido para dar por concluida la campaña de Las Dominicales, para «retirarse del trabajo activo de la inteligencia», ocasión propicia para preparar algo especial, su despedida. Buena conocedora de la eficacia del teatro como medio de propaganda escribe El padre Juan, una obra al servicio de la causa del librepensamiento.

No encontrado empresario alguno que quisiera aventurarse en la empresa, a ella le toca hacer todo: forma una pequeña compañía con actrices y actores aficionados, dirige los ensayos, alquila el teatro, cuida de los detalles de los decorados y el vestuario y, al fin, tras dos meses de preparativos, en la noche del viernes 3 de abril de 1891, con el oportuno permiso gubernativo, se alza el telón del madrileño teatro Alhambra, que se encontraba repleto de público. 

Tras esa exitosa función ya no habrá más (⇑), pues el gobernador de Madrid firmó una orden suspendiendo las representaciones de la obra, prohibiéndose la venta de billetes. 

20. Domicilio de su madre (calle Bailén, 35). Tiempo después de la muerte de su marido, Dolores Villanueva Elices abandona la vivienda de la calle Carretas. Busca, quizás, alguna que se ajuste a sus nuevas necesidades y a los reducidos ingresos que recibe como viuda. De hecho no está de acuerdo con la pensión que le pagan, pues cree que le corresponden 6125 pesetas anuales con cargo al Monte Pío del Ministerio de Fomento y no las 1250 que le ha asignado la Junta de Pensiones Civiles. Presenta recursos y más recursos en un largo proceso durante el cual consta que tuvo, al menos, dos domicilios diferentes: calle del Carmen, 39, izquierda (marzo de 1883) y este de la calle Bailén, donde firma en abril de 1896 una nueva solicitud para que se le permute la pensión que recibe por la del Monte Pío. 

Calles señaladas, domicilio de los suyos. Quizás la de Bailén fuera la última, pues poco tiempo después de que fuera firmada esta última solicitud Rosario y su madre Dolores se marchan a vivir a Cantabria, cerca del mar.  

Guía del plano de Madrid y sus contornos en 1877

21. Jardín del Buen Retiro. A principios del verano del año noventa y dos, tras varios meses postrada en la cama por unas fiebres palúdicas que la situaron al borde mismo de la muerte, hace público su renovado propósito de retirada,  de «marchar por largo tiempo, quizás para siempre, a orillas del Océano». Y allí se fue al fin. En la costa gallega, estuvo un tiempo; luego marchó a Cantabria, en compañía de su madre y de Carlos Lamo, su buen discípulo (⇑). En Cueto, una localidad situada por entonces a unos pocos kilómetros del centro de Santander, pondrá en marcha una granja avícola (⇑)

Si los peritos titulados ponían el énfasis en la selección,  ella optó por el mestizaje: «La selección, sí, pero antes la variabilidad. Sigamos humildemente a la Naturaleza, que para seleccionar mezcla antes siempre». Y tal parece que su opción resultó satisfactoria ya que obtuvo el segundo premio (Medalla de plata) en la Exposición Internacional de Avicultura que se celebró en el madrileño Jardín del Buen Retiro en el mes de mayo de 1902.  

22. Teatro Español (Plaza de Santa Ana). Su actividad como avicultora prosiguió, con algún que otro percance, hasta el robo de la primavera de 1905: unos intrusos penetran en su granja y se llevan gallos y gallinas con un valor que, a precios de mercado, suponía el importe de un año de trabajo. El descalabro económico fue importante, pero lo peor era vivir con el convencimiento de que los ladrones residían en las proximidades. 

Hasta ahí llegó (⇑). Se acabaron las jornadas de sol nacer a sol poner, todos los meses del año, todos los días de la semana. A partir de entonces pudo moverse libremente por Cantabria, pudo regresar a Madrid. El 7 de marzo del año siete está de nuevo en su ciudad natal, a donde ha viajado para asistir al estreno de Daniel, drama en cuatro actos escrito por su amigo Daniel Dicenta (⇑).  

A pesar de las reformas habidas en los últimos años, el escenario no le es desconocido, pues en el teatro Español también se estrenaron dos de sus obras: Tribunales de venganza (1880) y La voz de la patria (1893). Han pasado unos cuantos años desde aquellos lejanos aplausos; ahora es ella quien aplaude con entusiasmo tras presenciar la obra: «Bravo, Dicenta; la noche del estreno mis manos se llenaron de vejigas de tanto aplaudir...».

23. Monumento a Castelar (Plaza del Obelisco). Tras el abandono de su actividad como avicultora, se toma un tiempo antes de iniciar una nueva etapa en su vida. Está decidida a establecerse en Asturias (⇑), razón por la cual y tal y como ella nos cuenta en 1908 pasa seis meses seguidos en una pensión de Gijón. Lo hace de incógnito, «sin que nadie notase mi presencia», como si de una prueba se tratara de cómo podría ser su vida en esta villa asturiana. Debió de resultar satisfactoria, pues unos meses después firma el contrato de compra de un terreno situado sobre un acantilado del litoral gijonés, alejado de la población. 

Antes de la mudanza se desplaza de nuevo a Madrid para participar en la manifestación que ha convocado el diputado republicano Sol y Ortega como culminación a la «campaña de moralidad» contra el Gobierno de Maura. Dicen que fue un acto multitudinario como antes no se había visto; hablan de unas 150.000 personas a lo largo del recorrido (El Prado, Recoletos, Castellana). 

La prensa cuenta que Rosario de Acuña llegó a la por entonces denominada plaza del Obelisco acompañada de José Nakens, director de El Motín, a quien conocía desde tiempo atrás y que la homenajeará tras su muerte (⇑). Allí escuchó el discurso pronunciado por Sol y Ortega. 

24. Plaza de toros (Fuente del Berro, Goya o de la carretera de Aragón). En Gijón inicia la última etapa de su vida, caracterizada por su gran compromiso social. Aunque la casa de El Cervigón se encuentra alejada de la ciudad, aunque busque el retiro y el abrazo de la Naturaleza, no se muestra indiferente a lo que sucede a su alrededor y establece vínculos con las «agrupaciones librepensadoras y radicales» de la ciudad. 

Un suceso no previsto, la protesta estudiantil contra su artículo «La jarca de la Universidad», la obligará a exiliarse durante dos años en Portugal para evitar ser apresada. Aquella obligada estancia en tierras portuguesas la sitúan en una situación de «seminecesidad» (⇑). El acercamiento a los obreros y a los partidos de izquierdas se hace patente y no duda en trasladarse de nuevo a Madrid para asistir al gran mitin aliadófilo del 27 de mayo de 1917 en la plaza de toros. La opción estaba tan clara para ella que  había ofrecido amistad y madrinazgo (⇑) a uno de los españoles voluntarios en la Legión Francesa.

Su presencia en el mitin tampoco pasó inadvertida. Cuando Roberto Castrovido ocupa la tribuna  así se lo hace saber a los presentes, que responden con una gran ovación en el momento en el que el orador le envía su saludo.

25. Glorieta de Neptuno. Tan evidente era su cercanía a las agrupaciones obreras (⇑), tan conocidas sus llamadas a la unidad de las izquierdas que, con ocasión de la huelga general de 1917, las autoridades gubernativas ordenaron en dos ocasiones el registro de su casa gijonesa. 

A pesar de lo precipitado de la convocatoria, la huelga fue un hecho: pararon los principales centros industriales y mineros del país, así como las grandes ciudades. El Gobierno estaba decidido a frenarla cuanto antes: se detuvo a los integrantes del comité de huelga y reprimió duramente a los huelguistas.

Rosario de Acuña vuelve a Madrid en noviembre para participar en la manifestación convocada por socialistas, republicanos y reformistas para exigir la amnistía para Anguiano, Besteiro, Saborit y Largo Caballero. El lugar de concentración se encuentra en la fuente de Neptuno, que es preciso expandir por el Paseo del Prado hasta la estación de Atocha y por el otro lado hasta Cibeles Finaliza ante el monumento a Castelar, donde intervienen los distintos oradores.

Durante el regreso a Gijón, de nuevo en un vagón de tercera (⇑), quizás comience a lamentar aquella ocasión perdida, pues como ella contará poco después en las páginas de El Socialista siente cierta desazón por los magros logros cosechados por una huelga que pretendió ser revolucionaria. No cabe otra cosa que seguir mirando al futuro con la esperanza puesta en las mujeres proletarias: «De las mujeres del pueblo, que son las que aguantan las bestialidades de toda clase de machos, ha de surgir el núcleo de las rebeldes, e ínterin ellas primero y todas después no se rebelen en todos los órdenes de la vida moral y social de España, seguirán haciéndose revoluciones blancas.»

 




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