09 abril

210. La sombra de Galileo y el eclipse


Fue uno de los textos que Regina Lamo incluyó en Rosario de Acuña en la escuela, publicado en 1933, diez años después de su muerte. Desconozco cuándo lo escribió y tampoco he podido encontrar el periódico en que se publicó por primera vez (1). No obstante, «La sombra de Galileo» contiene algunas referencias que bien pudieran permitirnos situarlo en el contexto adecuado, con lo cual doy por supuesto que cobraría buena parte de su originario potencial.

Galileo ante el Santo Oficio, obra de Joseph-Nicolas Robert-Fleury (Museo de Luxemburgo, París)

Los ingredientes principales de su pública reflexión (⇑) son dos clásicos: la oscuridad y la luz;  la religión y la ciencia; la Iglesia católica y Galileo. La podía haber escrito en cualquier momento de su larga lucha como librepensadora pues el tema da para ello, basta recordar. Finalizaba el primer tercio del siglo XVII cuando el científico pisano, cumplidos ya los sesenta y ocho, publica un libro titulado Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, en el cual defendía el modelo heliocéntrico de Copérnico: la Tierra y el resto de planetas del sistema solar giraba alrededor del Sol. Esta tesis chocaba frontalmente con la teoría geocéntrica que situaba a nuestro planeta en el centro del universo, tal y como había formulado Aristóteles, completado Ptolomeo y consagrado la Iglesia católica, al considerar que era la que mejor se ajustaba a las Sagradas Escrituras. Poco después de la aparición del libro, la Inquisición romana inicia un proceso contra él. Se le acusa formalmente de haber violado la censura vigente sobre la teoría copernicana, que el Santo Oficio había declarado herética años atrás. Las amenazas de tortura debieron de ser lo suficientemente convincentes y Galileo,  condenado a cadena perpetua y conminado a abjurar de sus ideas, confesó y abjuró.

Lo dicho: dos ingredientes clásicos en un viejo combate. Pero resulta que en el escrito aparece un tercer elemento, el eclipse total de Sol que, al  actuar como nexo de unión entre el pasado y el entonces presente, confiere contemporaneidad a la disputa, abriendo la puerta a una revisión del proceso inquisitorial. Llegado el momento, la Luna se encuentra tan cercana a la Tierra que va ocultando al Sol por completo. «Entonces, cuando más sombrío y tétrico se mostraban el monte y el mar, no sé si de las profundidades de mi memoria, o venida del mundo ignorado que principia más allá de la muerte, surgió una figura austera, emanando de sí la grandeza de la ancianidad sabia». El espectro se abre paso entre la penumbra de aquel oscurecer forzado por el predecible movimiento astral, en una de las ocultaciones solares, ahora ya sabidas y esperadas. Sí, pero ¿en cuál? ¿Cuál de los eclipses que tuvieron lugar a lo largo de su vida fue el que hizo surgir la sombra de Galileo?

De los tres que pudieron ser vistos en España por nuestra ilustre heterodoxa, parece descartable el de 1912, por su brevedad (unos pocos segundos), por la estrecha franja de totalidad (unos centenares de metros) y porque ésta se situaba en el mar (con excepción de una pequeña zona de tierra). El primero de los otros dos tuvo lugar el 28 de mayo de 1900 y contó con un atento seguimiento por parte de la prensa nacional. Los estudios previos realizados por un astrónomo valenciano apuntaban a la zona de Elche como uno de los mejores puntos de observación de toda Europa. Y hasta allí se desplazaron varias comisiones científicas procedentes de los más prestigiosos observatorios europeos, integradas por reputados astrónomos, entre los cuales se encontraba Camille Flammarion, fundador de la Sociedad Astronómica Francesa y conocido divulgador de la astronomía.



Mejores perspectivas presenta para el tema que nos ocupa el que tuvo lugar el 30 de agosto de 1905. Fue un eclipse total visible en la costa cantábrica (su amigo José Estrañi, director de El Cantábrico, inició una pronta campaña para incluir tal evento en los festejos veraniegos de la capital: «la celebración de los Santos Mártires, patronos de Santander, con un espectáculo magnífico que se puede organizar sin gastar un céntimo»). Sin embargo, no fue la capital cántabra el destino elegido por los astrónomos (probablemente por razones metereológicas), sino otras localidades de la meseta castellana, decantándose la mayoría por Burgos. Rosario de Acuña vivía por entonces en Bezana, localidad cántabra situada bien próxima a la «zona de la totalidad del eclipse», razón por la cual  resulta más plausible que su descripción de aquel señalado momento fuera escrita ahora y no en 1900:  « A mi alrededor el mundo de animales que me tienen por Providencia se agrupaba, sorprendido por tan pronto anochecer...».

De todas formas y aunque resulte más probable que fuera este eclipse de 1905 el que impulsara a Rosario de Acuña a escribir «La sombra de Galileo», aún nos restaría por confirmar   –en uno o en otro momento, en uno de los dos eclipses en cuestión– la presencia cierta del cuarto elemento que aparece en su escrito, el personaje que confiere a la escena toda su fuerza dramática, pues es quien da la réplica muda a Galileo: un astrónomo enviado por el Vaticano para estudiar aquel llamativo suceso.

No es preciso buscar mucho para encontrarlo entre las personalidades desplazadas al Levante español. A mediados del mes de mayo de 1900 la prensa se hace eco de la llegada a Elche del enviado de Roma, «al cual manda Su Santidad a España, con objeto de estudiar el fenómeno celeste». Antes de desechar la segunda hipótesis, la que por su cercanía resultaba más plausible en un primer momento, aún nos queda por realizar una última búsqueda para corroborar o no lo que ya se vislumbra como cierto. Es entonces cuando descubro que también en esta ocasión, entre los astrónomos venidos se encuentra el enviado del Vaticano. Sabemos de sus estancias previas en La Rioja y Medina del Campo, y que luego partió hacia el convento de La Vid, desde donde realiza las observaciones que hasta aquí le han traído.

Resulta, por tanto, que ese titular de prensa con el que Rosario de Acuña inicia su escrito («El Vaticano ha mandado un astrónomo a estudiar el eclipse»), no tiene el poder discriminatorio que yo le concedía en un principio. Es tan válido para uno como para otro, para el de mayo de 1900 y para el de agosto de 1905, lo pudo haber escrito en un año o en el otro, residiendo en Cueto o en Bezana. Resulta también que, en ambos casos, el enviado es la misma persona, el agustino zamorano Ángel Rodríguez Prada, quien desde el año noventa y ocho ejerce la dirección  del  Observatorio Astronómico Vaticano. 

Llegados a este punto, pudiera resultar que lo de menos sea el hecho de saber quién es el enviado papal y que a éste lo hubiera enviado León XIII  o Pío X –según se trate del primer o segundo eclipse–, que lo realmente importante para esta historia es su misma presencia, el hecho de que el Vaticano enviara un astrónomo a estudiar el eclipse (los eclipses), pues esa decisión es la de que da pie a que Galileo, la sombra de Galileo, –tras mostrar su asombro por la mansedumbre experimentada por aquella casta sacerdotal que imponía sus creencias con mano de hierro y que ahora «acude sumisa a deponer su autoridad en el concurso donde los sabios analizan y descubren»–, reclame entonces el resarcimiento de la sangre derramada por tantas víctimas que lucharon en defensa de la verdad:

¡El Vaticano mandando a uno de sus astrónomos a investigar el Sol, su ser y sus modos de ser!... ¡Ah! ¡La losa de mármol donde quedaron las huellas de mis rodillas deber saltar en pedazos estremecida al escuchar la nueva! ¡Ah! ¡La infatigable, la omnipotente, la que cerró con el anatema y el tormento todos los caminos de investigación a la razón humana y se plantó erguida e inmóvil en el dintel de los siglos, negando toda verdad que no emanase de ella, manda hoy sin corte, sin ejércitos, sin realeza ninguna, a uno de los suyos para que fije su pupila en el telescopio y entregue después, en los laboratorios de la ciencia, sus investigaciones!...¿Y mis lágrimas y mis sufrimientos de vencido siendo el fuerte? ¿Y la sangre que a torrentes, antes y después de mi vida, corrió de las venas humanas en holocausto de la verdad, cruelmente perseguida por la Iglesia?...

La presencia del agustino zamorano Ángel Rodríguez Prada, el astrónomo enviado por el Vaticano a estudiar los eclipses visibles en la España de los años 1900 y 1905 (no fueron los primeros; ya en 1887 hubo una delegación pontificia que se desplazó a Rusia con el mismo objetivo), es todo un símbolo, pues supone el implícito reconocimiento del gran error, del craso error cometido siglo tras siglo por la jerarquía de la omnipotente Iglesia, que arrasó con todo lo que pudiera representar una sombra de duda de la «verdad revelada», que actuaba como si fuera la poseedora de la única sabiduría verdadera.


(1) En el primer párrafo de este comentario hice constar que desconocía la fecha en la cual Rosario de Acuña había escrito «La sombra de Galileo». Teniendo en cuenta las referencias del texto y las informaciones acerca de los eclipses que fueron visibles en España en vida de nuestra protagonista, deduciendo, deduciendo, pudimos concluir que aquel que motivó el texto tanto pudo haber sido el de mayo de 1900 como el de agosto de 1905. A las pocas semanas de haberlo publicado  recibí de la Biblioteca Nacional de Francia varias copias que había solicitado del semanario La Campaña. En uno de los ejemplares, correspondiente al diecisiete de junio de 1900, me encontré con el referido artículo. Así pues y aunque tal dato no parece que tenga gran trascendencia para el fondo del asunto,  quede aquí constancia de que fue el eclipse de mayo de 1900 el que impulsó a doña Rosario a escribir «La sombra de Galileo».




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