A lo largo de la última década del siglo XIX la vida cotidiana de Rosario de Acuña va a experimentar un profundo cambio, como consecuencia de las decisiones tomadas años atrás: ha pasado a ser una republicana, masona y librepensadora cuyos artículos aparecen con cierta frecuencia en las páginas de Las Dominicales del Libre Pensamiento, semanario que junto a El Motín se sitúa a la cabeza de la «mala prensa», aquella cuya lectura tienen prohibida los fieles católicos bajo amenaza de excomunión.
Algunos reveses económicos precipitan el fin de su estancia en Pinto y el abandono de sus otrora fieles servidores, que prefieren buscar mejor acomodo. A esto hay que añadir la suspensión de las representaciones de su obra El padre Juan (⇑) dictada por la autoridad gubernativa en la primavera de 1891 y la caquexia palúdica que dos años más tarde la tuvo al borde de la muerte... Como bien nos cuenta en la dedicatoria de «La abeja desterrada» (⇑) y en el artículo «Los enfermos» (⇑), se impone un cambio de aires:
Al heroico esfuerzo de mi voluntad, secundadora de cuanto la ciencia y el cariño hacían por mi salud, pude, al fin, tenerme en píe, y así que de píe me tuve, sin oír a nadie, como sonámbula que acude a la cita sugestionadora, firme, terca, arrolladora de toda otra voluntad que no fuera realizar mi deseo de marchar a los campos, acribillándome yo misma a inyecciones de quinina para no decaer en mi resolución, corrí a Galicia, a las ásperas escolleras que se extienden desde el Cabo Silleiro a La Guardia, donde viene a entrar la tibia corriente del Golfo Mejicano, saturada del yodo y el sodio del mar del Sargazo.
Tras una breve estancia en tierras gallegas, se trasladó a Cueto, una aldea cercana a Santander, lugar elegido para emular a la viuda normanda que conoció durante su juventud en la Bayona francesa (⇑). La mujer se había quedado sola con un hijo y dos hijas y sin más medios que una corta pensión. Vendió cuanto tenía y se marchó a Bayona donde tomó en arrendamiento una casa de campo donde estableció una pequeña granja avícola, que seis años después, cuando la joven Rosario la conoció, estaba a pleno rendimiento. Con este ejemplo bien presente, próxima a cumplir los cincuenta, decidió doña Rosario poner en marcha su propia granja avícola:
Impulsada por el afán (creo que a todas luces digno y noble) de conservar la holgura de mi hogar y defenderlo de la miseria, y queriendo, a la vez, unir a mi tarea de propia salvación la salvación ajena, recogí los restos de mis economías y me lancé, llena de fe y valor, a instalar en mi vivienda campesina el núcleo, el principio, el origen de una modesta industria avícola: simultaneando la teoría y la práctica, el ideal de altísima y noble ciencia con la tradición vulgar de seculares experiencias, bajé, resueltamente, al estadio de lo sencillo, de lo popular, e incluyéndome, desde luego, en la turbamulta de nuestros campesinos, tracé mis comienzos de avicultura pasando del corral vulgar al parquecito en miniatura, con cierta coquetería adornado; y me acuerdo, ¡lo confieso sin rubor!, las vueltas y revueltas que di, encantada, al primer bebedero mecánico y el primer comedero según arte que me mandaron de las granjas de Castelló...
Diseñó la instalación, la dotó de las últimas novedades mecánicas, compró lotes de las mejores razas ponedoras y se dedicó de lleno, en largas jornadas cada uno de los siete días de la semana, al cuidado de sus queridas aves. El concienzudo trabajo no tardó en obtener sus primeros frutos. Los productos de su granja comenzaron a contar con el favor del público. A pesar de algunas reticencias iniciales, su labor se vio reconocida por los entendidos en la materia: primero fue la publicación del elogioso artículo «La avicultura en la Montaña» (⇑), firmado por Pablo Lastra y Eterna, uno de los promotores de la Sociedad de Avicultores Montañeses; luego la obtención de la Medalla de Plata en la Exposición Avícola Internacional celebrada en Madrid en el mes de mayo de 1902. La mención de aquel premio, un espaldarazo a su trabajo, fue incorporada en los anuncios de su granja que desde principios de año aparecían de manera regular en las páginas de El Cantábrico.
La lista de productos a la venta se había ido incrementando paulatinamente. A los huevos de gallinas andaluzas, prat y brahma (excelentes ponedoras, con 130-160 huevos al año) que se vendían a tres pesetas la docena, se unieron los de andaluza negra y prat puras, procedentes de la afamada granja de Castelló, por las que se pedían cinco pesetas, y los de pata (de raza francesa y del país), a dos pesetas. Más tarde, también se ofertaron las aves: un pato y dos patas mixtas de Rouen al precio de quince pesetas; «soberbios patos rouen puros, gigantes» a 25, 20 y 15 pesetas pareja, según edad; lotes de un gallo y seis gallinas (entre las cuales se incluye una castellana negra), al precio de dos pesetas la libra. En un primer momento, cuando se trataba de huevos para incubar, el punto de contacto para la venta era la propia administración de El Cantábrico; más tarde era preciso desplazarse hasta la granja, donde las personas interesadas eran atendidas convenientemente las tardes de los jueves y domingos. Y así sucederá hasta que un suceso imprevisto (⇑) ocurrido en una de las primeras noches del mes de abril de 1905.
De todo lo que le aconteció en su experiencia como empresaria avícola nos ha dejado cumplida explicación en varios artículos ( «Patos y gallinas», abril de 1901; «Las especialidades en Avicultura», mayo de 1901; «Avicultura popular», junio-julio de 1901; «Sobre Avicultura», octubre de 1901; «Avicultura», noviembre de 1916) y en algunas cartas (como las que tienen por destinatarios al director de El Cantábrico, a Salvador Castelló, a José Ruiz Pérez o a Tomás Costa (⇑), hermano del conocido jurisconsulto y economista aragonés, por quien Rosario sentía gran admiración).
Nota. Este comentario fue publicado originariamente en blog.educastur.es/rosariodeacunayvillanueva el 8-1-2010.
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