22 octubre

26. HIPATIA en el teatro Principal de Alicante


El miércoles 17 de febrero de 1886 Rosario de Acuña y Villanueva sube al escenario del teatro Principal de Alicante. Quienes allí se han dado cita aplauden con entusiasmo «rayano al delirio». Va a dar comienzo el recital poético (⇑).

No es la primera vez que nuestra protagonista recoge los aplausos de un público entregado, pero aquella es una ocasión muy especial para ella: toma la palabra Hipatia, la nueva hermana de la logia Constante Alona.

Fachada principal del teatro Principal a comienzos del siglo XX

La Unión Democrática publica en la primera página de su edición correspondiente al viernes 19 una larga reseña de la velada poética.  En ella Rafael Sevilla, director del periódico, hace alguna mención a la nueva condición masónica de doña Rosario:

«Nunca como ahora, siento carecer de dotes de escritor público; nunca como en esta ocasión me he sentido pequeño para reseñar lo sublime; nunca como en este instante al empuñar la pluma he experimentado desesperación, miedo, alegría, confusa mezcla de encontrados sentimientos. Y ¿por qué? Porque para elogiar al genio, para tejerle una corona, para aplaudirle se necesita, además de entusiasmo (y ese le tengo yo), el talento... ¡Que son estos pensamientos atrevidos y falsos! ¡Que me dejo llevar de la imaginación, esa losa de la casa! ¡Ah, no! Yo que nunca busco ni acepto ajenas inspiraciones, sino que prefiero juzgar por mí mismo, ¡yo que me confieso incompetente para hablar de la más ilustre de nuestras poetisas!, ¡yo que no sé mentir!, yo confieso que tengo la seguridad de no poder escribir ni un bosquejo de la velada literaria dada por D. ª Rosario de Acuña, en el teatro Principal en la noche del miércoles.

¡Lector, perdóname! Yo no tengo más norte que mi inspiración caprichosa, me encumbro aunque contadas veces en sus alas y me abandono a su versátil vuelo; me remonto o desciendo, giro por los espacios, crece y mengua a su albedrío. Me empeño en escribir, y ya lo ves, lector amigo, adopto por introducción el hablar de mi insignificante personalidad cuando debiera haber empezado este ejercicio literario o periodístico gritando:

¡Viva Rosario de Acuña!

Y después que he dado expansión a mi alma, me siento mejor, parece como que me he quitado un gran peso de encima.

Y sigo con mi reseña.

[...]

Enseguida apareció en la escena la insigne escritora doña Rosario de Acuña, la más ilustre de nuestras poetisas; la más elocuente de nuestras publicistas, la que para honra nuestra tenemos de huésped hace unos días, y al aparecer Rosario de Acuña, al destacarse su silueta del fondo del escenario que figuraba un salón cerrado por los lados, mi entusiasmo se desbordó como el del distinguido público que en gran número ocupaba el coliseo y aplaudía con entusiasmo, porque la autora de Rienzi tribuno, es para mí el tipo más perfecto del apóstol de la verdad; es para mí el ariete demoledor de las injusticias, la propagandista de la democracia; el ángel de redención que con la luz de la ciencia en la mano baja al oscuro antro donde mora el fanatismo y la ignorancia. ¡Salud ilustre poetisa! Yo te saludo en nombre de los alicantinos mis paisanos que como yo se sentían atraídos hacia ti por corriente magnética de simpatía y afecto, de admiración, de entusiasmo y de cariño.

Fragemento de La Unión Democrática del día 19-2-1886

Sobre tu frente se condensan muchas y grandes tempestades; lo sé. Jamás mujer ninguna ha conjurado contra sí tantas terribles pasiones.

¡Ah, sí! No exagero, no, Rosario de Acuña tiene enfrente a los fanáticos, a los ignorantes, a los oscurantistas que no quieren separar su corazón del quemadero, ni su mente de los antiguos ritos. Cuando leyendo sus obras, cuando saboreando sus poesías, veo los dolores, las penas que la asaltan, no puedo dejar de consagrarla algunas lágrimas como a todos los mártires de la verdad y del progreso.

Cual otro San Pablo, los paganos lanzan sus dardos, porque con sus palabra conmovía los altares de los dioses. Los judíos la persiguen, porque lleva al seno de la ley antigua un nuevo espíritu. ¡Cuántas veces en Éfeso, en Tesalónica, en Lystra, el antiguo fariseo perseguidor de los cristianos, estuvo a punto de perecer a manos de los judíos por sostener las mismas doctrinas que habían sostenido sus víctimas y las mismas ideas que había vertido Esteban, el primero de sus mártires! El fariseísmo que había creído encontrar en la nueva secta un poderosísimo auxilio para combatir el poder de las ideas griegas en la conciencia y el poder romano en la tierra, ardió en aquella desoladora ira, que tantas veces sintió San Pablo cuando pudo convencerse de que la nueva secta no buscaba en los idólatras enemigos, sino hermanos dignos de ver la eterna luz y participar del reino de Dios en los cielos.

La ilustre poetisa comenzó la lectura de sus cantares: su voz argentina y pura llevó al corazón de los oyentes armoniosísimos ecos que aplaudieron tanto esta composición como las que siguieron tituladas Las dos miradas, La ignorancia, El escepticismo, A la ciencia, Las tres flores, Una tórtola herida, Lo que dice la gaviota, El cielo, El niño muerto, La fraternidad, El ruiseñor, Las tres ilusiones, Las gotas de agua, Preguntas, El fin de un año, La desesperación, A la juventud, Cantares, Serenata morisca, Casualidad, ¡Dios!, En la escalera de mi casa, A los alicantinos.

Esta fue la segunda parte de la velada que corroboró la justa fama de que venía precedida la celebrada poetisa. En las inspiradas poesías que hemos enumerado se explaya su fantasía poderosa y derrama torrentes de armonía, imágenes de singular hermosura en versos fáciles, robustos, bien sonantes.

El entusiasmo que produjo en el público es indescriptible. Vimos el teatro con los ojos de la imaginación y trasladamos in mente el lugar de la escena a orillas del mar, bajo una de esas esbeltas palmeras cuyas ramas con suaves ondulaciones parecen besar la frente de los mártires de la libertad: a la hora misteriosa del anochecer, hora sagrada para todos los pueblos, hora poética en todos los climas; la sacerdotisa vestida de lana blanca, ceñida la sien de encina, poniendo los ojos en el cielo, sonriendo, como poseída de una felicidad superior a toda felicidad humana, rodeada de los campesinos que la miran de rodillas y la ofrecen en canastillos de mimbre sazonados frutos, o en vasijas de tosco barro, blanca leche y perfumada miel; la sacerdotisa, la vestal, ora por el vuelo de la golondrina, ora por los momentos que la gaviota se mece sobre un punto del mar, y doña Rosario de Acuña, ora por la tórtola herida, por el ruiseñor, por las tres ilusiones. Y nos cuenta lo que dice la gaviota al mismo tiempo que la luna surge por el límite del horizonte, como una argentada lámpara encendida por Dios para iluminar aquel religioso cuadro.

Cuando apenas si se había extinguido el último eco de los aplausos y los «bravos», se levantó la cortina y volvió a pisar el palco escénico la heroína de la fiesta.

Serena, con ademán distinguido, dominando la situación, y la chispa del genio brillando sobre su espaciosa frente, doña Rosario de Acuña leyó con entonación apropiada sus hermosas poesías, Décimas, intercaladas con un cuento, un cuadro de realidad asombrosa, bajo el epígrafe La igualdad, y estas otras: La justicia, La libertad, La camelia y la amapola (apólogo), Cantares, Interrogaciones, La tristeza, Madre, Lo cierto, Nubes, A la luz de la luna (poema), Cantares y Al pueblo.

¿Qué he de decir yo que no sea pálido, superficial y pobre después de tal profusión de poesías, tan esplendente gama de recuerdos y tanta riqueza de lenguaje? Me limitaré a emitir un deseo. Para gloria de Rosario de Acuña y de la literatura de España, anhelo que imprima las composiciones leídas en la velada a que me refiero. Y aquí he de hacerme cargo de la calumnia torpe que consiste en hacer de doña Rosario de Acuña un peligro para la familia. No es verdad semejante aserto, y al testimonio de cuantos asistieron en la noche del miércoles al teatro Principal apelo. Cuanto sale de su pluma puede correr en manos del tierno infante, de la casta doncella, de la honesta esposa. Si no respiraran racionalidad sus inspiraciones no serían populares; si hollaran las creencias del corazón, no lucirían portentosas. Muere la belleza donde el espiritualismo acaba: no concibo al artista, ni al poeta, sino creyente; debe inflamar su alma un átomo del celeste aliento a cuyo soberano impulso un fiat lux cubriera de esmaltes los montes, de matices las campiñas; resplandeciendo de transparencia las aguas, de excelsitud esa muchedumbre de globos que vaga por los espacios. Solo la idea de Dios arranca al hombre del polvo, que sus pies hollan; solo el convencimiento de la inmortalidad se enaltece y sublima y engendra en sus entrañas voces, cuyo eco retumba poderosos de raza en raza hasta la consumación de los siglos.

No conocen a Rosario de Acuña los que la calumnian, si la conocieran sabría que su corazón grande y generoso contiene tesoros de ternura, que su alma grande solo late a impulsos de los sentimientos más puros, que su imaginación ardiente y soñadora se deleita pensando en los grandes ideales del presente siglo, que cual otra Hypatia está dispuesta al sacrificio por no renegar de las arraigadas creencias de su alma. Fe, Dios, inmortalidad, gérmenes fructíferos y vivificadores que atesoran la mente de Rosario de Acuña; manantiales de origen puro, de raudal copioso, de salutífera influencia; anchos y ricos veneros de poesía, de santidad, de perenne gloria; reverberantes lumbreras que engalanan lo creado y enardecen los espíritus quebrantados por las tribulaciones del mundo.

[...]

Concluyo: la poetisa inspirada, la escritora eminente, la adalid del progreso, la defensora acérrima de las libertades patrias, la Hypatia española, ha conquistado el laurel de la inmortalidad en lo mejor de su vida, y las prensas españolas han de sudar todavía mucho con las sublimes concepciones de su imaginación floreciente y creadora.

En bien de la civilización del progreso, así lo desea su admirador»

Rafael Sevilla






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