Aunque nacida en el centro de Madrid, su dolorida mirada infantil fue descubriendo desde bien niña que en aquellos campos no todos era iguales, que unos pocos eran los dueños de la tierra y el resto la trabajaba, que unos eran propietarios desde la cuna y los otros habían nacido para ser braceros o criados.
Allá, en los campos andaluces, cuando en las haciendas agrícolas que poseía mi familia paterna me llevaban de pequeña a ver labrar olivares, viñas y rastrojos [...] y en el descanso del mediodía comíamos en albos manteles, extendidos por el aperador, los manjares escogidos, las golosinas de la riquísima repostería andaluza, y mis ojillos, indagadores siempre, veían, desde nuestro triclinium campestre, aquel ágape de los gañanes que, a cierta distancia nuestra, comían unos garbanzos, duros como balines, y unos cachos de tocino pasados a fuerza de cebolla cruda, guindilla feroz y pan bazo, casi negro, mientras en nuestra mesa daba alburas el pan, hecho de la flor de nuestros trigales...
Las tierras andaluzas estaban regadas por los sudores de aquellos gañanes, como ella los llama, y por los de otros muchos peones, jornaleros o braceros que desde siglos atrás llenaban los silos –y las arcas– de la propiedad, la vieja y la nueva. La primera constituida a partir del siglo XIII, durante la expansión territorial de los reinos cristianos del norte de la Península, con los repartos de las mejores tierras a la nobleza afín a los reyes conquistadores. La segunda, cuando la Desamortización de principios del XIX permitió a la gran burguesía convertirse también en terrateniente, tras adquirir los terrenos de la Iglesia y las tierras comunales que por entonces se subastaron.
A la niña Rosario lo de la servidumbre le resultaba natural y no le extrañaba nada que durante sus estancias en la casa familiar estuviera rodeada de «una buena porción de criados». Más tarde, cuando en la madurez echaba la vista atrás y analizaba esta relación señor-servidores, aún se mostraba un tanto benevolente:
...en mi cabeza de cinco o seis años entró la idea de la servidumbre tal como entonces estaba conceptuada, siendo el señor moralmente amo y padre a la vez, y siendo el servidor criado e hijo al mismo tiempo; poseído este concepto de la servidumbre doméstica desde mis tiernos años, excuso decir que no concebí, en mucho tiempo, la posibilidad de que no existieran los criados (Conversaciones femeninas. XV. La servidumbre ⇑)
Creció dando por buena esa relación de servidumbre, que ella decía se había establecido sobre un «contrato mutuo de amor y respeto entre amo y criado» (como prueba de lo cual nos refiere su encuentro con un agradecido catedrático de instituto (⇑), nieto de la nodriza que crió a su padre). Alcanzada la treintena, su mirada empezó a cambiar. Fue entonces, tras su etapa zaragozana, cuando decide alejarse de los escenarios urbanos para reencontrarse con la naturaleza, y se instala en una casa campestre situada a las afueras de Pinto, una pequeña localidad situada al sur de Madrid que contaba con poco más de dos mil habitantes.
Quería vivir en el campo, en contacto con la naturaleza, y aquel parecía ser un buen lugar. Su nueva villa pinteña disponía de un palomar; un corral con gallinas de variadas razas; un establo con dos caballos, fuertes y mansos; frutales diversos; arbustos y plantas de todas clases; un maizal, una cuidada huerta… Tenía la firme pretensión de convertir su morada en una unidad de producción autosuficiente, al tiempo que acogedora estancia para el esparcimiento de sus moradores. Pero no podía hacerlo sola, razón por la cual tuvo que contratar para que la ayudaran en las tareas agrícolas y domésticas a un matrimonio manchego y su hija, a los cuales, gracias al capital que por entonces poseía, podía pagar espléndidamente. Ya no son siervos, son personas que trabajan por un salario.
La nueva visión de aquella sociedad urbana que empezó a vislumbrar durante su estancia en Zaragoza, dominada por la hipocresía y los convencionalismos, fue una de las razones que la impulsó a instalarse en Pinto. Necesitaba alejarse de la ciudad, de cualquier ciudad, y vivir en el campo: «Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre». Se muestra convencida de la influencia regeneradora de la vida en el campo para las personas y para la sociedad, razón por la cual quiere esparcir la nueva simiente en terreno apropiado: en el de la mujer sensata, con cierta preparación, abierta a las ideas razonables que puedan mejorar la vida de su familia. Desde las páginas de El Correo de la Moda, «Periódico ilustrado para las señoras», irá desgranando entrega a entrega las bondades que para las familias y para la patria representa la vida en contacto con la naturaleza.
En esas estaba cuando la prematura muerte de su padre precipitó la transformación que llevaba ya un tiempo gestándose: a las pocas semanas se separa de su marido; algunos meses después anuncia públicamente su colaboración con el semanario Las Dominicales del Libre Pensamiento, convirtiéndose desde entonces en una activa defensora de la libertad de conciencia. Tras esta mudanza, lo que he dado en llamar «el renacer pinteño de Rosario de Acuña» (⇑), los cambios en su vida resultan bien relevantes: se ha convertido en una mujer separada, librepensadora y masona; una mujer que realiza expediciones a caballo de varios meses de duración, que asciende a las cimas de las montañas, que clama contra la postergación que sufre la mujer, que arremete contra la superstición y el oscurantismo que asola su querida España.
En cuanto a la vida en el campo, sigue pensando que hay muchas cosas que cambiar, que hay muchas cosas que mejorar. A sus lectoras les habla de la «máquina incubadora», un recurso apenas explotado en España, que les puede resultar muy beneficioso: «podéis mandar a los mercados remesas de patos, gallinas, pavos y faisanes, pingües productores de una renta fija». Y enumera también otras pequeñas industrias que se pueden poner en marcha en el hogar campesino: la elaboración de mantequilla y quesos; la cría del gusano de seda; la preparación de frutas en conservas y en almíbar; la cría de conejos; el vivero de árboles frutales o de arbustos de adorno, injertados con inteligencia y vendidos a buen precio cuando son selectos...
Sabía que así se hacía en algunos países de Europa; lo había visto con sus propios ojos durante sus estancias en Francia. Ella misma lo tuvo bien presente cuando en Cantabria puso en marcha su afamada granja avícola (⇑) y quería que otras mujeres en España también lo hicieran. De ahí su entusiasmo cuando nos habla de su encuentro en una aldea gallega con dos jóvenes, que convivían con una madre y un padre que ya habitaban en la ancianidad y a quienes habían sustituido en las tareas agrícolas:
Eran propietarias de algunos viñedos, y precisamente entonces empezaba la filoxera a devastar las ricas viñas del Riveiro. Mi asombro fue enorme escuchando a aquellas jóvenes explicar que, gracias a su previsión, conocimientos y energía, su hacienda no había sufrido gran quebranto, pues al primer asomo de peligro habían traído sarmientos americanos y, puestos por ellas mismas, por ellas mismas cuidados, habían ido transformando sus majuelos de cepas del país en cepas americanas, que ya empezaban a dar algún fruto, precisamente cuando sufría la comarca el peso asolador de la epidemia.(«Avicultura femenina» ⇑)
Bien es verdad que todo cuanto pregona tiene por escenarios los de unas tierras bien diferentes a aquellas de la Andalucía paterna que ella conoció en su niñez y su juventud. Quizás pensara que con la estructura agraria allí imperante sería mucho más difícil poner en marcha las iniciativas regeneradoras que predica; que el sur de España necesitaba otras medidas, quizás más radicales, para transformar una realidad lastrada por el desigual reparto de la propiedad (mucha tierra para unos pocos), el absentismo de los grandes propietarios, el elevado porcentaje de jornaleros o la expansión de cultivos de fuerte temporalidad, como el olivo, que provoca una reducción de jornales, con el consiguiente aumento de la miseria.
Cuando dueña de mí huí, para siempre, de la vista de aquella gleba campesina de Andalucía, buscando más equidad, más libertad y, a la vez, más suave clima y más delicados paisajes en las costas cantábricas, y alcé mi pobre choza junto a este mar rugiente y magnífico que me trae los ecos de mundos más justos, más sabios, más libres, más aptos para la perfectibilidad humana...
A resultas de sus expediciones a caballo conoce buena parte de las tierras de España y, por lo que cuenta, parece tener bastante claro que los campos del norte reunían mejores condiciones para la vida, razón por la cual fueron los elegidos para pasar las últimas décadas de su vida, primero en Cantabria y, finalmente, en Gijón.
Tanto en un lugar como en el otro aprovechó cualquier circunstancia para propagar las virtudes de la vida en el campo, para hablar de las bondades que reunía la región cantábrica para el desarrollo de las pequeñas industrias agrícolas. Así lo hizo tanto en las páginas del diario santanderino El Cantábrico como en las del gijonés El Noroeste. Artículos dirigidos a las mujeres (véase «Conversaciones femeninas» ⇑) o a las sociedades de agricultores. Hablaba de modificar, de innovar, de adaptar, de reformar, de mejorar. («Las sociedades de labradores pueden, si quieren, ser el núcleo propulsor de la innovación»). Le interesaba el mundo del campo. No debiera de resultar extraño, por tanto, que siguiera con atención la conferencia que José Bango León, presidente de la Asociación de Agricultores de Carreño, pronunció el 19 de mayo de 1918 en la sede de la sociedad y que fue publicada en seis entregas en el periódico El Noroeste. Tampoco que le enviara una carta (⇑) para mostrarle todo su entusiasmo por lo que ha leído: «¡Qué esfuerzo representa ese trabajo suyo de aunar, condensar hacia un fin de engrandecimiento colectivo e individual, al mísero pueblo labriego!».
En su intervención ante la asamblea extraordinaria de la asociación, que tiene por objetivo lograr la aprobación del nuevo reglamento de la sociedad, realiza un repaso a sus diez años de funcionamiento, a los logros alcanzados (cuentas saneadas, local social en propiedad, exitoso funcionamiento de la cooperativa de consumo y del seguro para el ganado vacuno...) y también a las dificultades que han encontrado para alcanzar un mayor número de asociados, que, en su opinión, se deben a dos causas principales: la historia («prejuicios que han despertado los labradores unidos en un concejo que era por su historia feudo del dominio de castas han dado lugar a una labor de dispersión») y la ignorancia (un pueblo «sin ninguna preparación para la vida social, sin ningún espíritu de asociación, sin acertar a conocer el valor de la fuerza colectiva»).
Esa descripción de las causas que dificultan la redención del campesinado coincide, en buena parte, con su propia experiencia, con lo que ella observa cada día desde su atalaya de El Cervigón
Todo esto desaparece de mi recuerdo al verlos detrás de sus encaperuzados bueyes un día y otro haciendo, en esta riquísima ería, el cultivo intensivo, cogiendo, sembrando el alcacer, recolectando este y sembrando la remolacha, el maíz, la judía, la patata, la achicoria, haciendo dar a la tierra ¡tres! cosechas al año, para que luego sus amos –pues casi todos son colonos– pongan a una carta lo sacado a cien renteros, o dejen entre las patas de un caballo los tesoros de muchos años de trabajo y fatiga.
No son braceros, que son colonos, pero la propiedad sigue siendo de otros. A lo largo del siglo anterior, en la Asturias campesina se hizo evidente que sobraba población y faltaba producción. La superficie de la tierra disponible era la que era y no se podían dividir más las caserías; los propietarios subieron el precio y acortaron los plazos de arrendamiento. La creciente emigración a América logró atenuar la negrura en el horizonte. Aun así, la realidad que se vislumbraba desde la casa del acantilado no contribuye a presagiar una pronta redención del campesinado. Aunque se alegre al leer los logros cosechados por algunas sociedades de agricultores, Rosario no parece tener claro que se pueda conseguir tan solo con reformas y mejoras. Al final de sus días, parece anidar la idea de que sean precisas medidas más drásticas, tal y como se desprende de lo que escribe en «Las castañas asadas» (⇑), un artículo publicado pocas semanas antes de su muerte en El Pueblo, periódico republicano editado en Valencia que había sido fundado por Vicente Blasco Ibáñez:
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