La posición de país neutral adoptada por España en la Gran Guerra no impidió que, sobre todo a partir de 1916, los submarinos alemanes hostigaran a la marina mercante o visitaran de manera inesperada los puertos españoles para proceder a su avituallamiento. Las fuerzas políticas de la oposición, favorables a la colaboración con las naciones aliadas, criticaron sin descanso la falta de respuesta del Gobierno ante aquellos ataques a la soberanía nacional. En el mes de mayo de 1917 se convoca un gran mitin en Madrid en defensa de la democracia y de la dignidad de la patria. Rosario de Acuña, que ya había tomado públicamente partido por quienes defienden en los campos de batalla los valores de progreso y libertad frente al militarismo expansionista, no duda en sumarse a los ochenta expedicionarios que, según la prensa local, parten el viernes día 25 en el tren correo que desde Gijón les conduce a la capital de España.
Su presencia entre los miles de asistentes no pasa desapercibida, pues fue anunciada desde la tribuna de oradores por Roberto Castrovido, director de El País, como bien reflejaron los periódicos de entonces. El periodista finalizó su intervención con unas palabras dedicadas a nuestra protagonista:
…abominamos de ese kaiserismo, que es contrario al pueblo alemán, al que saludo, pueblo representado no por el kaiser, no por los 89 sabios en recua, sino por Rosa de Luxemburgo, de la cual hay aquí un digno parangón femenino, doña Rosario de Acuña, a la cual, que no sé ni dónde está, envío el saludo de toda esta representación espiritualista, aliadófila en el exterior y revolucionaria en el interior de España.
Ciertamente, allí estaba doña Rosario, quien contó sus impresiones de aquel acto en un escrito titulado «Ráfagas de huracán» (⇑), que fue publicado en el semanario El Motín. Días después, será Eduardo Torralba Beci (1), quien en las páginas de El Socialista manifieste su admiración por el gesto de aquella «alta señora» que, viviendo con una decorosa modestia, no dudaba en coger un vagón de tercera para viajar desde Gijón a Madrid, «a costa de un gran sacrificio».
Doña Rosario de Acuña
¡Qué maldita influencia la de esos malditos cronistas de sociedad! Íbamos a empezar a escribir estas cuartillas con las palabras consagradas: «Ayer salió para Gijón, en el correo, la...». En el artículo, felizmente, nos detuvimos. ¡El contagio inevitable de la imbecilidad! La... ¿Qué adjetivo aplicamos?, nos hubimos de preguntar, como un León Boyd o un Monte-Cristo cualquiera. Y caímos en la cuenta de que no teníamos derecho a ofender a una tan alta señora como doña Rosario de Acuña con una de tantas calificaciones ordenaditas y sonoras que el adocenamiento periodístico manda y prescribe. Su nombre basta, y pegote indigno es todo adjetivo que le ponga.
Y una tan alta señora como doña Rosario de Acuña iba ayer en un coche de tercera; uno de esos indecentes coches de tercera, donde toda incomodidad tiene su asiento, en los que la Compañía del Norte embala a los pobres que necesitan viajar. Porque doña Rosario de Acuña es pobre. De sus bienes de otros tiempos quedábala lo suficiente para vivir con una decorosa modestia en su modesta casita de Gijón, cabe un despeñadero al mar. Un día, su corazón generoso y ardiente latió de indignación porque los estudiantes habían cometido actos condenables. No existían entonces grupos de estudiantes socialistas, como hoy. Estaba incubándose en las cátedras la generación de mauristas y de arribistas de toda especie que ahora nos está pudriendo. Doña Rosario de Acuña escribió un artículo vibrante, de batalla, azotando vigorosamente a aquella juventud de mamoncillos, y como puso en el artículo todo el fuego de su corazón –un corazón que nos hace pensar en un nuevo culto: el del Sagrado Corazón de las mujeres varoniles, el de Concepción Arenal, el de Vera Zamlich, el de Rosario de Acuña–, la gente sin corazón se encendió en una rabia ferocísima contra ella. Se vio obligada a huir a Portugal, sin tener ni aun tiempo de cerrar su casa, que quedó expuesta a todos los merodeos. Cerca de dos años estuvo doña Rosario en Portugal; aquel golpe acabó con lo que quedaba de su fortuna. Por eso hoy doña Rosario de Acuña, anciana, cuando sus entusiasmos y sus esperanzas la traen a Madrid, tiene que hacer el viaje en un coche de tercera. Y eso a costa de un considerable sacrificio.
La autora de Rienzi el tribuno nos ha hablado de las impresiones del mitin. Vuelve desolada a Gijón. Lo que más ha esperanzado a su alma ha sido el público. Los oradores... «Me dijeron –habla doña Rosario– que había encerrados ocho toros a pocos metros de donde estaba la tribuna. Hubo momentos en que esperaba a ver salir a las ocho bestias y hacer volar por los aires, como peleles, a los que hablaban a un público que estaba muy por encima de ellos en sentimientos revolucionarios y en ansias de hacer algo práctico, honroso, redentor».
¡Como peleles! Esta es la palabra apropiada: ¡Como peleles!...
«No quisiera morirme –decía también doña Rosario– sin ver los conventos de España arder en pompa». Y nos habló de la lepra clerical extendida por todo el país, y es cierto. Como en aquel cuadro sombrío que describe en El padre Juan, aún en la España rural el clericalismo hace estragos horribles. Es feroz, desalmado, egoísta, canalla. Es el monstruo asolador de la tierra, al que hay que destruir por instinto de conservación y con el derecho de la propia defensa. Porque sino él será quien nos destruya a nosotros.
Ya estará allá, en su casita de Gijón, doña Rosario de Acuña. En su casita solitaria, arrimada a un despeñadero, arrullada por el canto monótono del mar, dominada, desde lo alto, por un convento de jesuitas. Los nuevos quizás no la recuerden; los viejos acaso la hayan olvidado, muchos, como también han olvidado ideales y ardimientos de los tiempos pasados. Sin embargo, cada vez que se evoque su nombre, en esta España de las mujeres esclavas, de las mujeres de harén, de las mujeres amancebadas con el confesionario, de las mujeres prostituidas al clero, de las mujeres que visten la estameña del penitente debajo de la seda del traje de corte y de la mantilla blanca de los toros; cada vez que se evoque su nombre, el hombre que no salude con respeto y con amor, no es otra cosa más que una mujeruca más de este país afeminado y envilecido.
E. Torralva Beci (2)
El Socialista, 2 de junio de 1917
Notas
(1) Eduardo Torralba Beci (Santander, 18/4/1881- Madrid, 25/2/1929). Abandonó los estudios de seminarista para dedicarse a la actividad política. Llegó al socialismo de la mano de Daniel Anguiano. Fue presidente del primer Comité de las Juventudes Socialistas de Santander, creado en 1904. En 1909, al crearse en Santander la Conjunción Republicano Socialista, fue nombrado presidente de la Comisión Mixta de Juventudes y dos años más tarde fue elegido concejal del ayuntamiento de Santander. Trabajó como redactor en El Cantábrico y dirigió el semanario socialista La Voz del Pueblo. Se trasladó a Madrid en marzo de 1913 para ingresar en la redacción de El Socialista que dirigió desde noviembre de 1914 a octubre de 1915. En 1920 se convirtió en concejal del Ayuntamiento de Madrid y fue uno de los fundadores del Partido Comunista.
(2) En ocasiones, como es el caso, su apellido aparece escrito así.
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