¡Ahí es nada!, ¡no morder aquellos estudiantitos a sus compañeras! Sus órganos semifemeninos les hacen ver una competencia desastrosa, para ellos, con que las mujeres vayan al alcance de sus entendimientos de alcancía rellena de ilusiones, de doctorados, diputaciones y demás sainetes sociales.
¿Qué les quedaría que hacer a aquellas pobres chicas?... digo pobres chicos... si las mujeres van a las cátedras, a las academias, a los ateneos y llegan a saber otra cosa que limpiar los orinales, restregarse contra los clérigos, y hacer a sus consortes cabrones y ladrones, para lucir ellas las zarandajas de las modas...? ( «La jarca de la Universidad» (⇑), El Progreso, Barcelona, 22-11-1911).
La autora de aquellas ácidas palabras, «de lenguaje viril», como ella misma las calificaría tiempo después, no podría menos que sorprenderse por la trascendencia que tomaba aquel asunto, pues en las más altas instancias del país se estaban adoptando las medidas pertinentes para satisfacer a los ofendidos estudiantes: se dice que el ministro de Instrucción pública se ha reunido con el fiscal del Supremo y que éste ha telegrafiado al de la Audiencia de Barcelona. Al final, la Fiscalía de la capital catalana interpone una querella contra la autora del artículo por un delito de calumnias. Mientras tanto, en la prensa nacional no dejan de aparecer escritos que, en cuanto a ofensas, no se distancian mucho del que tan acaloradamente critican. Así, por ejemplo, en Madrid Cómico del 2 de diciembre se publican unos «Couplets de actualidad con música de “La gatita blanca”» (⇑), en los cuales el autor no puede menos que recurrir al castizo repertorio que santifica la domesticidad de la mujer para atacar a doña Rosario y, por extensión, a todas las que osan salir del confinamiento doméstico. Palabras más gruesas se vierten en el artículo que con el título «Los estudiantes y la Rosario» (⇑) publica ese mismo día el semanario Cataluña. Ernest Homs, colaborador habitual del periódico y a la sazón estudiante de Derecho, firma un escrito plagado de duras palabras hacia la escritora, a quien empieza aplicando el tan usado calificativo de histérica, para proseguir en escala ascendente con los de alcohólica, cretina y degenerada y terminar con los llamativos «harpía laica», «chantajista de sufragio universal» o «trapera de inmundicias». Menos mal que la destinataria de tales epítetos no llegó a leerlos, puesto que, a la vista de cómo se estaban poniendo las cosas, había tomado ya la decisión de abandonar su casa y buscar un lugar seguro para cobijarse. De tal manera que cuando el primer día de diciembre acude a su casa una pareja de la Guardia Civil con el consiguiente exhorto judicial para proceder a su detención, se encuentra con que no estaba, en la casa no había nadie. La prensa afirma al día siguiente que «hace días que había marchado a París».
No fue a la capital francesa adonde dirigieron sus pasos Rosario y Carlos, su fiel acompañante, sino a Portugal, la tierra de la que siglos antes habían partido los antepasados de la escritora. Dejando a un lado este lejano vínculo con el país vecino, lo cierto es que esa tierra y sus gentes cuentan con el aprecio y el cariño de la pareja, como bien han dejado patente años atrás, con ocasión del Ultimátum británico de 1890, cuando ambos se apresuraron a escribir manifiestos en solidaridad con el pueblo portugués y a colaborar en cuantos actos se celebraron entonces con el mismo objetivo. Además, el país vecino resultaba ahora aún más atractivo para quienes, como ellos, llevaban tiempo enarbolando la bandera de la libertad de pensamiento, pues el Gobierno de la recientemente proclamada república lusa había dado pasos decisivos para poner fin a la confesionalidad del estado: se disolvieron las órdenes religiosas, se instauraron fiestas civiles en sustitución de las religiosas, se procedió a la supresión de la enseñanza religiosa en la escuela, se clausuró la Facultad de Teología de la Universidad de Coimbra, se dio vía libre al divorcio, se secularizaron los cementerios… es decir, muchas de las cosas por las que nuestra propagandista lleva tiempo luchando: las reformas que ella anhela ver implantadas en España ya se han logrado, y en poco tiempo, en Portugal, un país que ya será para ella «esa admirable nación que supo, de una manotada, quitarse de encima Iglesia, Monarquía y oligarcas…»
Lo más probable es que atravesara la frontera por Tuy, pues sabemos que una vez en tierra lusa decidió instalarse en la vecina localidad de Valença do Minho, en el hotel O Valenciano. Debió de pensar que aquel era un buen lugar para esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos: estaba en otro país, libre de la justicia española; estaba cerca de casa, cerca del regreso. Si en un principio pensó que su estancia en Portugal era cosa de poco tiempo, las informaciones que habría de recibir no tardarían en moderar su optimismo. A finales del mes de enero se debe enterar que el juez del distrito del Hospital en Barcelona la ha citado a declarar en dicho juzgado por la causa que se sigue contra ella por el delito de escándalo público. Un mes después se sabe que el diputado Álvaro de Albornoz realiza una pregunta al gobierno acerca de su caso, denunciando el hecho de que se publiquen edictos interesando la busca y captura de Rosario de Acuña «sólo porque se acusa a ésta de un delito de injurias que no tiene prisión preventiva». Es seguro que de estas y otras actuaciones le informan puntualmente algunos correligionarios que, procedentes de diferentes localidades gallegas, la visitan en Valença. A mediados del mes de marzo del año 1912 abandona la localidad fronteriza para dirigirse a Lisboa, según informa un diario local. Han pasado ya más de tres meses y no se vislumbra el final de su obligada estancia en Portugal. ¿Qué hizo a partir de entonces? Tal vez se instaló en las inmediaciones de la capital o quizás tomó una opción bien diferente: adquirió dos buenos caballos y, acompañada de su inseparable Carlos Lamo, se dedicó a recorrer el territorio portugués, como si se tratara de uno de los largos viajes que antaño solía realizar por las tierras españolas. Lo poco que conozco al respecto es lo que la protagonista nos ha contado, que los portugueses fueron muy caballerosos con ella; que el líder republicano Alfonso Costa (exministro de Justicia y futuro presidente de la República) la invitó a comer a su casa y que al final de la velada le regaló un clavel, «símbolo –recuerdo que dijo textualmente– de la pureza de la República Portuguesa».
El momento político parece favorable a la medida, razón por la cual en los primeros días del año 1913 los diputados Morote, Roberto Castrovido y Melquíades Álvarez visitan al conde de Romanones, nuevo presidente del Gobierno, con objeto de solicitarle la concesión de un indulto para los procesados y condenados por delitos políticos y sociales y de prensa. Al parecer, el presidente del Consejo de Ministros se mostró dispuesto a acceder a lo demandado, pues quería contribuir con la medida a mantener el estado de tranquilidad que por entonces existía en España. El caso es que unos días después de la entrevista, coincidiendo con la onomástica del rey, se promulga un real decreto por el cual se concede un «indulto total a los que hubieren sido condenados, cualquiera que sea el Tribunal o jurisdicción que hubiere impuesto la condena, por los delitos cometidos por medio de la imprenta, el grabado u otro medio mecánico de publicación o por medio de la palabra hablada en reunión o en manifestación pública o en espectáculo con fin político…». Parece claro que Rosario de Acuña es una de las indultadas y puede regresar cuando quiera, pues, días después, la Gaceta publica unas instrucciones en las que, entre otras cosas, confirma que la medida tiene plena vigencia desde el día siguiente al de su promulgación. No obstante, el retorno de la escritora no se produjo de inmediato; ni siquiera cuando, a primeros de abril, la Audiencia de Barcelona hizo público una disposición que deja sin efecto la orden de captura que había dictado contra la escritora a finales del año 1911, por estar, efectivamente, comprendida su causa en el indulto de enero. Debió de demorar el regreso a la casa de El Cervigón hasta finales de ese año, pues, según sus propias palabras fueron dos los años que pasó de emigración en Portugal.
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