27 agosto

126. Su amigo Joaquín Dicenta


Fotografía de Joaquín Dicenta (Crónica, 3-5-1931)Joaquín Dicenta Benedicto (Calatayud, Zaragoza, 1863-Alicante, 1917), fue un prolífico escritor que, pese a haber publicado varias novelas, poemas y cuentos, adquiere prestigio como autor dramático con títulos de fuerte contenido social como Aurora (1902) o Juan José (1895), su obra más emblemática, la cual figurará durante mucho tiempo en el repertorio de representación casi obligada en los centros culturales obreros.

Aunque no resulte fácil establecer el momento en el que inicia su amistad con Rosario de Acuña, sí que sabemos que ya a finales de los ochenta ambos compartieron  inquietudes y sensibilidades en las páginas de los diarios y revistas más combativos del país. También que figuraron el grupo autodenominado Gente nueva,  caracterizado por el radicalismo de sus ideas y su anticlericalismo. Algunos de sus integrantes estuvieron presentes en las revueltas universitarias de 1884; también en el homenaje a Giordano Bruno que tuvo lugar por entonces. Luis París y Zejín, protagonista en los dos sucesos, puso nombre a esa «gente nueva» en un libro publicado con idéntico título en 1888, en el cual caracteriza a sus integrantes: junto a Acuña y Dicenta se encontraban Bonafoux, Nakens, Mariano de Cavía, los hermanos Sawa, Zahonero, Altamira, Manuel Paso y otros más.

De lo que sí tenemos constancia es de alguno de sus encuentros, como el que tuvo lugar en marzo de 1907, cuando Rosario de Acuña se traslada de Santander a Madrid para acudir al estreno del drama Daniel. La librepensadora asiste a la representación, publica una carta abierta (⇑) alabando el contenido de la obra («Bravo, Dicenta; la noche del estreno mis manos se llenaron de vejigas de tanto aplaudir...»)  e invita a comer al autor, quien, por su parte,  nos ha dejado  constancia de algunas de sus impresiones de este almuerzo:

Rosario de Acuña, la autora de Rienzi y El padre Juan, admirable por su talento y más admirable porque, siendo mujer y española, ha logrado sobreponerse, con la sinceridad de su espíritu y la rectitud de su conciencia, a las hipocresías y prejuicios despotizadores de mujeres... y de hombres en esta patria de los frailes, me invitó a almorzar en el Inglés.

Almuerzo fue íntimo, fraternal. Cuatro o cinco viejos amigos asistimos a él para conmemorar épocas juveniles, años en que nuestras cabelleras eran negras o rubias, nuestras caras tersas y nuestros corazones mozos.

Ahora, el pelo está cano, los rostros falsilleados por arrugas. Los corazones siguen siendo mozos. Aún sueñan porvenires de justicia, que acompañarán sus latidos; aún, al evocarlos, acude a ellos presurosa la sangre;  aún no los encalló el egoísmo, ni los pudrió la envidia, ni los encanalló el ambiente. Aún vibran, en su golpear contra el pecho, nobles virginidades.

Almuerzo encantador, durante el cual se disecó el doloroso presente humano para abocetar el risueño futuro...

Sabemos también que dos años más tarde volverán a coincidir en las calles de Madrid con ocasión de la multitudinaria manifestación que tiene lugar contra el gobierno de Maura. Y que en el verano de 1911 Rosario de Acuña recibe en su casa gijonesa de El Cervigón a Joaquín Dicenta, con quien realizará una excursión a Santander. Quizás fuera durante esta visita cuando el señor Dicenta le hable del interés de su hijo Fernando por el mar y, a resultas de la conversación, se comentara la posibilidad de que realizara los estudios de Náutica en Gijón, en el instituto de Jovellanos.

Al final, esa será la opción tomada y a finales de febrero del siguiente año llega Fernando Dicenta Alonso al puerto de Gijón en compañía de su padre y a bordo del vapor Dolores.  Motivos de fuerza mayor impiden a doña Rosario de Acuña acudir a recibirlos, pues lleva unas semanas en tierras portuguesas, huida del proceso que contra ella ha iniciado un juzgado barcelonés tras las tumultuosas manifestaciones de los estudiantes contra su artículo «La jarca de la Universidad».

Sí que los recibirá de nuevo cuando, tras el indulto, retorne a la casa del acantilado. Y no escasearán las ocasiones para ello,  ahora que Fernando se ha convertido en un gijonés más y su padre visita la ciudad con cierta frecuencia, hasta el punto de convertirse en «un apasionado de Gijón», donde tenía muchísimos amigos, a decir de Antonio L. Oliveros, director del diario El Noroeste que compartía amistad con Rosario de Acuña y Joaquín Dicenta. De su pluma sabemos que «su famosa novela Los bárbaros la escribió a bordo de los vapores gijoneses Felisa y Dolores» y que a bordo de este último buque, «amarrado a los muelles de Fomento, nos concedió a unos cuantos gijoneses las primicias de uno de los más recios capítulos de la revolucionaria obra». Probablemente entre los asistentes se encontraría doña Rosario. También resulta bastante probable que, de haber retornado ya del exilio portugués, la librepensadora no se perdería el estreno del drama de Dicenta Sobrevivirse, que tiene lugar en el teatro Jovellanos en el mes de julio de 1913.

Varias fueron, a buen seguro, las visitas que Joaquín realizó a la casa del Cervigón, hasta el punto que en alguna ocasión dibujó a su contertulia en el escenario que desde allí se contempla, recordando la figura de la escritora  «puesta en píe, frente a las olas del Cantábrico que a nuestros píes rompían». Tras la muerte del padre, ocurrida en febrero de 1917, su hijo Fernando continuará visitando a doña Rosario: aprovechará cualquier ocasión para pasar por El Cervigón a charlar sin prisa con su vieja conocida, como bien nos ha relatado en algún escrito publicado en la prensa (⇑) gijonesa, en el cual hace referencia a la vieja amistad de los autores de Juan José y El padre Juan

Niño aún conocí a Rosario de Acuña. Fue entonces, cuando su voz preñada de infinitas dulzuras hubo de salir de sus labios, entonando las estrofas viriles, pletóricas de fe, de uno de sus versos:

Ya se escucha en las orillas
el rumor de la marea:
Traen sus olas turbulentas
 vendavales de dolores.
Son lamentos y sollozos
de incontables muchedumbres,
que murieron asfixiadas
bajo el yugo de la fuerza.
¡Bien henchida de agonía!
¡Ya se acerca!



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