12 febrero

183. Mujeres coronadas



Entre 1914 a 1918 las armas acabaron con la vida de millones de personas, ya fueran civiles o militares. La muerte cubrió los campos de batalla con los cuerpos de jóvenes soldados. La metralla mutiló la vida de otros muchos, sin importarle que fueran rusos, alemanes, húngaros, austriacos, británicos, franceses, estadounidenses, turcos, italianos, serbios o rumanos. Las pugnas imperiales sembraron Europa de horror y miedo.

La zarina Alejandra Romanova y sus hijas en un fotografía publicada en 1915

Como no podía ser de otra forma, en aquellos aciagos días las crónicas de la Gran Guerra sobrecogen el corazón de quienes las leen en la retaguardia. También el de las mujeres coronadas. Reinas y emperatrices penaban por el padecimiento de sus súbditos en las trincheras. Europa estaba sumida en el sufrimiento y alguna emperatriz hubo que, al parecer, llegó a enfermar ante la visión de tanto dolor, al menos eso es lo que contó en alguno de sus artículos Basilio Álvarez Rodríguez, periodista y político, también sacerdote, aunque un tanto heterodoxo. Las palabras de aquel cura llegaron hasta la mismísima casa de El Cervigón, y doña Rosario de Acuña no puede menos –tampoco en esta ocasión– que tomar la pluma y, en carta publicada en El Parlamentario y dirigida a don Basilio (⇑), poner las cosas en su sitio:

En mi negociado antimonárquico, antidogmático, antirracional y anticabronil, se anota el estado patológico de una emperatriz enferma... por mirar DOLORES. ¡Ay, hermana mujer! ¿Enferma por MIRAR dolores cuando hay tal cantidad de mujeres que están sanas a pesar de sufrir dolores?

Tras la irónica extrañeza que el asunto le provoca, echa la vista atrás y juzga, con rigor y severidad, el papel que a lo largo de la historia protagonizaron esas cabezas coronadas que ahora enferman por mirar dolores, sin hacer distingos entre reyes y reinas, entre emperadores y emperatrices:

Y para ellos, para todos los que, teniendo ojos no vieron y teniendo oídos no oyeron; para todos los que, dueños de la fuerza, no supieron o no quisieron atajar en sus reinos la corriente de las iniquidades y ensamblaron sus tronos con ayes de víctimas e imprecaciones de aplastados; para los que engastaron en las orfebrerías de sus cetros o diademas la miseria, la ignorancia, la brutalidad y el idiotismo de sus pueblos, para esos, si caen en la caldera, no se puede pedir otra cosa sino que crucen valientemente las manos y procuren pasar pronto el mal rato, seguros de que al otro lado de la quema les espera con la paz la recapacitación de lo que no supieron recapacitar en vida; y ¡quién sabe si les parecerá entonces poco el dolor de unos minutos para recoger el que sembraron en largos días, y elijan ellos mismos un retorno bajo el sayal de astroso mendigo que se rasque la sarna con una teja y se le figure pavo trufado la bazofia de un asilo regido por hermanitas de los pobres!...

Al juicio le sigue la sentencia, dictada con palaras claras, directas y contundentes, propias de quien, alejada desde la juventud de las riberas cortesanas, se ocupa por su mano de las labores domésticas, de la fregadura de los suelos, de la limpieza de la casa:

¡Conque a sufrir toca, mujeres coronadas o descoronadas! Con sangre y con lágrimas se está lavando la especie humana las cascarrias de la brutalidad; está del todo mal que cuantos debieron haber sido en todo tiempo estropajos limpios, en vez de propagadores de infección, empiecen ya a esponjarse con el baldeo. 

Resulta evidente que en sus palabras afloran sus ideas republicanas (⇑).  ¡Cómo han cambiado las cosas! ¡Cómo ha cambiado su pensamiento! ¡Qué lejos quedan aquellas cartas cruzadas con Isabel de Borbón, la depuesta reina de las Españas! ¡Qué lejos los parabienes recibidos por el éxito de Rienzi («Una joya literaria en que veo tanta gallardía y tanta naturalidad, como virilidad y ternura...») ¡Qué lejos aquella cariñosa felicitación por su boda con Rafael! («Yo, que admiro tu talento, comprendo tu corazón y no dudo que harás feliz al que no puede ser sino muy dichoso a tu lado») ¡Qué lejos, aquel aromático canto (⇑) que la joven poeta le envía desde la Bayona francesa! ¡Qué lejos la afectuosa respuesta de la destinataria! («Las humildes violetas que en su suelo nacieron, y que tu cariño puso en mi mano, adornadas con tus delicados pensamientos, vinieron, como tu inspirado canto de hoy, a llenar mi alma de consuelo; que nada hay tan grato para mí como el eco de un corazón castellano y por lo tanto leal, que late al par del mío»).

No fue esta la única ocasión que aquel cura-político se ocupa de los padecimientos de alguna de aquellas mujeres coronadas. Ante las alarmantes noticias que, según avanza el año 1918, llegan sobre la situación de la familia imperial rusa, cuyos miembros fueron encarcelados tras la Revolución de Febrero, Basilio Álvarez pide públicamente misericordia para la zarina Alejandra Romanov y sus hijas. La hidalguía española no puede, en su opinión, abandonar a aquellas desvalidas mujeres, es menester que las ampare y las proteja. Se unía así a quienes proponían acoger en España a la familia de Nicolás II. La réplica de doña Rosario deja entonces el perfil republicano que había utilizado en el texto anteriormente citado para adoptar un enfoque mucho más feminista: «Las mujeres tenemos el derecho al cadalso». Sus afanes igualitarios alcanzan hasta la misma muerte: «Lo justo es que toda esa familia zarista se quede allá, en ese infierno de dolores que ha ido acumulando durante los años de su reinado sobre el suelo de Rusia». Tanto el zar como la zarina, que en asunto de coronas parece no hacer distingos entre aquellas que las lucen por ser hijas de emperadores o reyes (tal es el caso de Guillermina, la reina gobernante de los Países Bajos) o por su condición de consortes, como sucede en la mayoría de las casas reinantes, sean emperatrices (Alejandra Romanov, de Rusia; Zita de Borbón-Parma, del Imperio austrohúngaro; María de Teck, del Imperio británico) o reinas (Isabel Gabriela de Baviera, de Bélgica; Elena de Montenegro, de Italia; Alejandrina de Mecklenburg-Schwerin, de Dinamarca;  Maud de Gales, de Noruega; Victoria de Baden, de Suecia o Victoria Eugenia de Battenberg, de España).

Los reinados femeninos, las regencias femeninas, las consortes de reyes o emperadores, toda esta feminidad y la que rodea sus solios, si merece la guillotina, ¡arriba con ella, si se les puede coger! ¡Es la menor compensación que pueden dar a sus pueblos destrozados por su poder...

Como cabe suponer, no fueron muchos los parabienes recibidos, antes al contrario: no hay más que recordar el comentario 109. Ni mujer ni española (⇑), referido al texto que con el mismo título fue publicado en agosto de 1918 por La Voz de Galicia, en el cual, tras arremeter contra su autora –que «ni es mujer más que fisiológicamente, ni española, porque no desperdicia ocasión de escarnecer la patria generosa en que nació»–  los responsables del periódico solo desean para ella «la reclusión en una casa de salud y que Dios le dispense su misericordia».

Mientras tal cosa no suceda, allá en El Cervigón hay una anciana mujer que tiene muy claro lo que hay que hacer con las mujeres coronadas: «Si merecen la guillotina, ¡arriba con ella!».




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