28 junio

174. Asturias, la tercera opción


Allí estaba Asturias, ¡la incomparable Asturias!, el florón más espléndido del solar español; el rincón más hermoso, florido y fecundo de la patria...

Bien pudiera bastar este fragmento de Recuerdos de una excursión (⇑) para constatar su admiración por aquella tierra asturiana que tan bien conocía, pues mucho antes de recorrerla –de punta a punta, a pie y a caballo– había sido uno de los destinos terapéuticos que aliviaban sus lacerados ojos. Los baños del Cantábrico y la brisa de sus costas debían de procurarle balsámico remedio, pues hasta su admirada Asturias llegaba por ferrocarril para pasar una salutífera estancia, tal y como nos ha dejado escrito en otro de sus recordados viajes, en el cual relata una aventura vivida con tan solo quince años (⇑), cuando el tren que la llevaba de Madrid a Gijón en compañía de su padre fue asaltado por una partida de carlistas en las proximidades de la localidad leonesa de Villamanín.  

El Urriellu desde el mirador del mismo nombre (Archivo del autor)

Además de la del verano de 1865, también tenemos constancia de otra que tuvo lugar en 1874, pues entonces firma en Gijón la poesía titulada «A las niñas del Sr. D.B.D.G» (⇑). Años después recorre Asturias durante días en un viaje a caballo (⇑) iniciado en León y que continuará por Galicia. Entre otras localidades, visita entonces Trubia, en las proximidades de Oviedo, y Luarca. No tarda en regresar, pues en 1891, en la introducción de El padre Juan (⇑), rememora una ascensión al pico Evangelista (⇑), en el macizo oriental de los Picos de Europa, y nos describe la panorámica que desde su cima contempla en compañía de su acompañante:

...la aurora y el ocaso de la humanidad se desenvolvieron, con todas sus grandezas, ante nuestro pensamiento. El Cosmos surgía allí, eterno, infinito, anonadando nuestra pequeñez de átomos con sus inmensidades de Dios... Mi compañero se descubrió respetuosamente: su espíritu, capaz de comprender la majestad de la Naturaleza, había sentido la emoción religiosa; por su rostro varonil, lleno de energías juveniles sin corromper con el veneno de las prostituciones, se deslizó una lágrima: mis rodillas se doblaron en tierra, y nuestros labios murmuraron una bendición, cuya cadencia de plegaria fue repercutiendo en lejanos ecos, como si cien generaciones la hubieran pronunciado [...] Más cerca de nosotros, Asturias, ¡la sin par Asturias! donde el alma se embriaga de suavidades y la imaginación se impregna de ideales...

Estaba prendada de aquel escenario que ella consideraba único, irrepetible: ¡la sin par Asturias! Era tal su pasión por la tierra asturiana que, ya instalada en su casa de El Cervigón, confiesa satisfecha que desde muy atrás, casi desde la niñez «fue mi sueño rosado vivir y morir en esta Asturias, a la que conozco palmo a palmo».

Altas cumbres abruptas, coronadas
por el cendal de inmaculada nieve;
prados cercados de florida sebe;
maizales, viñedos, pomaradas.

Tupidísimas selvas intrincadas
donde el sol ni a penetrar se atreve;
regatos limpios de corriente leve
y ríos que descienden en cascadas.

¿Quién podrá descifrar tanta belleza
que Asturias toda guarda en sus rincones?
¡Cuando el hombre se libre de locuras

y odie al odio, y encauce las pasiones,
podrá vivir la vida de venturas
que ofrece una región con tales dones!

A pesar de esa admiración que siente por «el florón más espléndido del solar español», no fue Asturias  su destino elegido cuando –tras encontrarse al borde de la muerte por las graves complicaciones que padeció como consecuencia de una fiebres palúdicas mal tratadas– decidió alejarse de su Madrid natal. Lo cuenta en la dedicatoria de La abeja desterrada (⇑), donde dice que está próxima a «marchar por largo tiempo, quizás para siempre, a orillas del Océano». Puso sus ojos en el norte de España, sí; en las orillas del océano, también; pero fue a Galicia donde encaminó sus pasos. Sabemos que allí estuvo en 1894 y 1895, constando que en abril de este último año llegó a la localidad pontevedresa de Santa María de Oya, en la actualidad Oya (Oia), «con objeto de restablecer su quebrantada salud».

No se quedó mucho tiempo en el sur de Pontevedra. Cuenta en Los crímenes en la Montaña (⇑) que al año siguiente analizó la mejor opción para asentarse definitivamente en un lugar de la costa cantábrica, desde Vizcaya hasta Ferrol. Ante un mapa de España se puso a investigar qué lugar ofrecía mayores garantías para vivir con cierta tranquilidad. «Descartadas las provincias vascas por el furioso fanatismo religioso que alimentan los campesinos de ellas y que borra con ferocidades farisaicas sus patriarcales costumbres [...] vi que la menor cantidad y calidad de delitos correspondían a la Montaña, estando en primer término Lugo, luego Orense y después Coruña y Oviedo». Cantabria fue entonces el destino elegido y hasta allí se encaminó en compañía de su madre y de Carlos Lamo Jiménez. En las proximidades de Santander, primero en Cueto y luego en Bezana, permaneció unos doce años. Ya al final de este periodo, tal y como relata en 1906 en  Los crímenes en la Montaña (⇑), su percepción de aquel escenario y de los seres que lo pueblan parece haber cambiado tanto que empieza a darle vueltas a la idea de realizar una nueva mudanza.

Dos años después pasa seis meses seguidos en una pensión de Gijón. Lo hace de incógnito, «sin que nadie notase mi presencia», como si de una prueba se tratara de cómo podría ser su vida en esta villa asturiana. Debió de resultar satisfactoria, pues al año siguiente ya ha comprado unos terrenos en El Cervigón para construir la que habrá de ser su última vivienda. Ahora sí, a la tercera, podrá ver cumplido aquel sueño rosado de la niñez de vivir y morir en «¡la incomparable Asturias!, el florón más espléndido del solar español; el rincón más hermoso, florido y fecundo de la patria...»




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