21 julio

194. La batalla de El padre Juan


Libertad-reacción. Caricatura publicada en El Motín en 1882
Cumple cuarenta años el primero de noviembre del año 1890 y ese parece el momento elegido para abandonar la lucha activa, para dar por concluida su campaña en Las Dominicales. Así lo había manifestado tiempo atrás («solo me quedan tres años menos cinco meses para la crítica edad de cuarenta, en la cual he resuelto retirarme para siempre del trabajo activo de la inteligencia...»), y los hechos posteriores parecen corroborarlo. El padre Juan (⇑) , bien pudiera haber sido concebido como el último acto, la última batalla de la intensa campaña que había iniciado a finales del año 1884, cuando anunciara públicamente (⇑) que se incorporaba «a este campo de glorioso combate» donde se enfrentan la luz y las tinieblas.

Buena conocedora de la eficacia del teatro como medio de propaganda, urde una efectista trama argumental: un joven vecino de una pequeña aldea asturiana pretende convertir la ermita de la localidad, comprada por una fuerte suma al obispado, en una casa de salud que aprovechara las aguas medicinales que afloran en sus proximidades. Ramón de Monforte, joven, rico, republicano y librepensador, tiene además el propósito de combatir con la instrucción las creencias supersticiosas que anidan en las gentes de aquel remoto lugar. Con la colaboración de su prometida Isabel de Morgovejo, pretende que la racionalidad empiece a anidar entre sus convecinos con la puesta en marcha de una escuela, una granja modelo y un instituto industrial que se construirán a su cargo. No obstante, la envidia y el fanatismo, sutilmente alimentados durante largos años por el magisterio del padre Juan, un franciscano de gran ascendencia sobre la población, darán al traste de manera trágica con aquellos proyectos de Isabel y Ramón.

La apología de la libertad de conciencia, del librepensamiento, que se realiza desde el inicio al final de la obra se apoya en un planteamiento claramente maniqueo: ensalza al protagonista, al joven librepensador, al que adorna de todo tipo de virtudes, convirtiéndole finalmente en mártir; al tiempo que demoniza al padre Juan, a quien, a pesar de no pronunciar ni una sola palabra a lo largo de los tres actos, convierte en la sombra que domina las conciencias del pueblo y en el responsable último del asesinato del idealista y desinteresado protagonista. Es muy fácil tomar partido: el bueno resulta muy bueno y el malo, malísimo.

La obra ya está escrita; resta ahora todo lo demás, que no es poco. Su autora llamó a muchas puertas, pero ningún empresario quiso participar en aquella aventura. Decidida como estaba a dar aquella última batalla, no le queda otra que poner todo de su parte, incluso su dinero, para lograr el objetivo. Forma una pequeña compañía con actrices y actores aficionados (entre ellos se encuentra Adolfo Matarredona, hermano del administrador de Las Dominicales), dirige los ensayos, alquila el teatro, cuida de los detalles de los decorados y el vestuario y, al fin, tras dos meses de preparativos, en la noche del viernes 3 de abril de 1891, con el oportuno permiso gubernativo, se alza el telón del madrileño teatro Alhambra para presentar en sociedad aquel drama que ya no es histórico, que ya no es en verso.

Es probable que también hubiera sido suya la idea de pegar carteles por doquier con el título de la obra: «Hace lo menos una semana  que no podíamos doblar ninguna esquina sin ver pegado en ella un rótulo muy llamativo, impreso en letras de gran tamaño que nos llamaba la atención con estas palabras: EL PADRE JUAN». La expectación era grande y se llenó el teatro la noche del estreno. No hubo que esperar mucho para conocer la respuesta del público: antes de que concluyera el primer acto se escucharon los primeros aplausos, que volverán a sonar en numerosas ocasiones; al finalizar el segundo acto y entre las ruidosas aclamaciones que resonaban en  el local,  se pidió la presencia de la autora, pero uno de los actores aseguró que no se encontraba en el teatro.

Los gritos de los emisarios me despertaron sobresaltada. 
— Qué es eso, ¿vamos ya a la cárcel? –fueron mis primeras palabras. 
— ¡Al teatro! ¡Pronto, pronto que el público está delirante aplaudiendo y esperando! 
Los miré sorprendida, temiendo que se burlaran de mí; ¡tan lejos de la mente se hallaba aquel resultado! 
— ¿El público que está hoy en la Alhambra me aplaude y me llama?
— ¡Pronto!, siguieron diciendo mis amigos. 

 Llegó a tiempo. Finalizada la obra,  tuvo que salir varias veces al escenario hasta lograr que se fueran acallando los entusiasmados aplausos.

El público de los estrenos en los teatros de Madrid, no sólo había oído El padre Juan, sino que aplaudía y me llamaba: ¡qué sorpresa! [...] ¡Qué sorpresa para mí! Un público numerosísimo, compuesto de la crema social, haciendo suspender la representación para llamarme, haciéndome salir a escena cinco veces ¡Confieso que correspondía a su fineza, medio dormida y deslumbrada! ¡Se me figuraba estar soñando!

A poco de haber despertado, se dio de bruces con otra cara de la realidad. Casi al mismo tiempo que sus letrados convecinos leían en los periódicos capitalinos las críticas del estreno, don Teobaldo de Saavedra y Cueto, marqués de Viana y a la sazón gobernador de Madrid, cursaba la orden por la cual se suspendían las representaciones de la obra, prohibiéndose la venta de billetes para la función programada para ese mismo día. De nada le sirvió a doña Rosario exhibir el documento expedido por el propio gobierno civil días antes, en el cual se autorizaba «el estreno de la obra en tres actos y en prosa, de que es usted autora, titulada El padre Juan, y de la cual se han recibido en este Gobierno los dos ejemplares que previene el Reglamento de espectáculos públicos». Aunque cabría pensar que la mudanza de parecer del tal don Teobaldo pudiera ser achacable a su bisoñez en el cargo (no había transcurrido un mes desde que fuera nombrado), resulta más verosímil suponer que obedecía a la decidida voluntad del mismísimo ministro de la Gobernación, don Francisco Silvela. Receloso del entusiasmo mostrado por los librepensadores en la noche del estreno, también de la posibilidad cierta de que la euforia pudiera prolongarse en el tiempo, a medida que se sucedieran las representaciones   de aquella obra, considerada como un «escarnio a la religión» por parte de la prensa conservadora y confesional, el señor ministro optó por la prohibición, aunque con tan drástica medida la libertad de expresión se viera seriamente amordazada.

Y ese fue el campo en el cual diarios y revistas dirimieron sus disputas en los siguientes días. De un lado la prensa conservadora y confesional que aplaude la prohibición gubernativa por considerar que El padre Juan es una obra «repugnante», «encaminada a escarnecer creencias religiosas», «afrenta y deshonor de todo pueblo culto y honrado». Quienes se oponen a la medida adoptada, lo hacen esgrimiendo la afrenta que para la libertad de expresión supone la prohibición decretada por el gobernador civil. Uno de los periódicos más beligerantes es el diario republicano La Justicia que se muestra categórico en su valoración: «Si en España hubiera leyes, gobierno y tribunales, si aquí no se hubiese perdido por completo en las esferas del poder toda noción de la justicia y del derecho, a estas horas se hallaría el marqués de Viana cesante y obligado a resarcir a la señora Acuña de los perjuicios que con su caprichosa, arbitraria, injusta e ilegal medida le ha irrogado». El teatro, un  eficaz instrumento de propaganda, enfrenta a clericales y anticlericales, a la «buena prensa» y a la «prensa del demonio», a la «conservadora, carca y mestiza», con la librepensadora y republicana. El padre Juan se convierte de esta manera en un tímido anticipo de lo que, no tardando, acontecerá con otras obras que, como Electra, la obra de Galdós estrenada en 1901, fueron calificadas también de anticlericales.

Ciertamente, es obra militante, de propaganda de las ideas librepensadoras. La única de este tipo entre sus obras dramáticas conocidas. Tal parece que fuera concebida como su última aportación a la causa, la última batalla de la campaña emprendida a finales de 1884, la campaña de Las Dominicales. No cabe suponer, por tanto, que su autora fuera tan ingenua como para no contar con la previsible reacción de las poderosas fuerzas clericales. Ya lo había anticipado en su carta de adhesión: sabía que el camino por el que se había adentrado, el camino de la Verdad, era estrecho y estaba orlado de precipicios; contaba con que las alimañas más estrambóticas iban  a surgir a sus orillas... Vale, es probable que ya contara con el hecho de que estas cosas pudieran pasar, pero, en cualquier caso, el resultado de la batalla no parece que fuera muy positivo: ¡tan solo una representación! Meses y meses de preparación, meses y meses de esfuerzos... Al éxito de la noche del estreno le sucede la prohibición, el fracaso del resto de las noches...  Tocaba hacer balance del combate.

Comunicado de Rosario de Acuña tras la prohibición En cuanto a los daños, hay que dar por supuesto que no toma en consideración el apartado de insultos, injurias y calumnias, pues cuenta que no ha leído lo que han escrito contra ella (ni siquiera al crítico de La Ilustración Católica, un tal Mistigris, que muestra abiertamente su condición cuando le dirige las siguientes palabras: «¡Doña Rosario! ¿Por qué no se agarra usted a la aguja, y guarda sus literarias filigranas para la cuenta de la lavandera, para los lunes de la casa?...»). Los económicos no los puede obviar, pues ella corrió con todos los gastos de producción de la obra y tan solo recupera los ingresos correspondientes a la venta de localidades del día del estreno. Tenía vendidas las de la segunda función pero, tras la prohibición, ese dinero no llegó a sus bolsillos. Toca, pues, hacer algo al respecto para intentar minimizar las pérdidas. Puesto que tiene un teatro alquilado y obras en el repertorio que no escarnecen los religiosos sentimientos, decide poner en escena su Rienzi el tribuno.

Alejada del campo de batalla, en la tranquilidad de su villa campestre, analizando con mesura los lances del combate, resuelve esperanzada que entre la sarta de daños florecen los beneficios. «En cuanto al éxito positivo de El padre Juan, ¡qué éxito!». Una parte de la España liberal, la que quiere una patria libre del pesado yugo de la superstición y el fanatismo, había acudido esperanzada al teatro. Allí estaba Emilia Villacampa, la hija del general, «la hija del héroe» (⇑); allí estaba Roberto Castrovido, periodista de largo recorrido que no tardará en convertirse en director de El País;  allí estaba también José Nakens, el batallador director de El Motín. Allí se había congregado mucha gente ilusionada.  Si el solo anuncio del estreno de una obra suya había conseguido movilizar a unos cuantos de los que en aquella España claman contra el clericalismo, la prohibición logrará las adhesiones de muchos más. Un sector  de la prensa, minoritario en verdad, no se quedó callado y denunció el atropello, el ataque a la libertad, el sometimiento al poder eclesial, que se evidenciaba tras aquella prohibición.  Las páginas de Las Dominicales del Librepensamiento acogieron, semana tras semana, las cartas de apoyo que llegaban desde los lugares más diversos de la geografía patria. El semanario, que dedicó un amplio espacio al asunto, inició una campaña de apoyo a su colaboradora, recomendando encarecidamente a lectores y corresponsales la compra de un ejemplar de la obra suspendida. Muchas debieron de ser las personas que así lo hicieron, pues no tardan en agotarse  los ejemplares y a mediados de junio se pone a la venta una segunda edición.

Para el escritor Antonio Zozaya aquella batalla de El padre Juan no le había ocasionado a su autora más que perjuicios: «Muy pocas veces, tal vez ninguna, ha subido una mujer a tan penoso calvario. Las mujeres la desprecian, los hombres la insultan, los amigos la abandonan». Más optimista es la visión que le manifiesta la interesada en su carta de respuesta (⇑):

Amigo Antonio: Todas las obras de mi inteligencia están y estarán durante mucho tiempo, en plena cornisa; lo sé perfectamente, y quiero que usted también lo sepa para que no se extrañe de nada: oiga usted, como yo, con toda serenidad, el clamoreo de lobos, osos, zorras, águilas y cuervos; nuestro fin no es oírlo, y debemos procurar que no nos turbe. ¿Sabemos o no sabemos a dónde vamos? Este es el problema: si tenemos fe en el porvenir, si lo conocemos, ¿a qué preocuparnos de los peligros, escabrosidades y horrores del presente? [...]  En cuanto al éxito positivo de El padre Juan, ¡qué éxito!

El texto de esta carta de respuesta a Antonio Zozaya apareció en la edición de Las Dominicales correspondiente al 25 de abril de 1891. Fue uno de sus últimos escritos publicados en el semanario librepensador. La campaña se acaba. Lo había anunciado unos años antes, en una carta (⇑) que le envía a Alfredo Vega Fernández, vizconde consorte de Ros y soberano gran comendador del Gran Oriente Nacional de España: «solo me quedan tres años menos cinco meses para la crítica edad de cuarenta, en la cual he resuelto retirarme para siempre del trabajo activo de la inteligencia, marchándome, si puedo, a la América del Sur». Mudó el destino, pero se mantuvo firme en su voluntad de retirarse de la primera línea de batalla. A principios del verano del año noventa y dos, tras varios meses postrada en la cama por unas fiebres palúdicas y con cuarenta y un años cumplidos, hace público su renovado propósito de retirada,  de «marchar por largo tiempo, quizás para siempre, a orillas del Océano». Y allí, se fue al fin. En la costa gallega, estuvo un tiempo; luego se desplazó a Cantabria. En Cueto, una localidad situada por entonces a unos pocos kilómetros del centro de Santander, pondrá en marcha una granja avícola. Atrás, muy atrás queda ya, la batalla de El padre Juan  que puso término a la campaña de Las Dominicales.




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