Recientemente me acerqué hasta la casa de Rosario de Acuña. Quería comprobar si la conversación que había mantenido meses atrás con un viejo conocido, concejal del Ayuntamiento gijonés, había dado sus frutos; si en el panel informativo que se encuentra al borde de la senda de El Cervigón se había modificado el año de nacimiento de la ilustre librepensadora. Una vez allí, no di de primeras con el objeto buscado y tuve que volver sobre mis pasos. Al fin, por el hueco existente en la tupida vegetación que rodea la finca, pude ver la lámina metálica, fuera de su sitio, tirada sobre el verde suelo del interior. ¡Qué decepción! No solo no habían cambiado el año –a pesar de que desde hace ya un tiempo disponemos de la documentación que prueba que nació en 1850 (⇑) y no un año después como allí figura–, sino que la única fuente de información acerca de doña Rosario con la que contaban los numerosos vecinos y visitantes que por esta senda transitan yacía ahora por los suelos. Aquello era, sin duda, un paso atrás para cuantos llevamos años empeñados en la tarea colectiva de recuperación de la memoria, del testimonio vital, de quien fuera una de nuestras ilustres convecinas.
¿Cómo podía ser posible que precisamente ahora, cuando su nombre recupera protagonismo en otras ciudades, la casa en la que pasó los últimos años de su vida fuera a perder su singularidad para convertirse en una más, en otra de las edificaciones que, de tanto en tanto, jalonan este privilegiado sendero? Contrariado por el resultado de mi visita, no se me ocurrió otra cosa que ponerme a revisar la documentación que disponía acerca de aquella vivienda cuya historia dio comienzo en 1909 cuando doña Rosario, que había decidido vivir en Gijón los últimos años de su vida, se avino a pagar los cuatro mil reales que le pidieron por aquel terreno situado sobre uno de los acantilados de El Cervigón y que ahora, ciento nueve años después, parece condenada a perder su singularidad para convertirse en un elemento más del maravilloso entorno en el que se halla.
* * *
Durante muchos años, aquella casa no fue otra cosa que un punto en el litoral, un mojón de referencia, un topónimo más en la abrupta costa gijonesa, tal y como manifiesta Patricio Adúriz (⇑), el último cronista oficial de Gijón: «Hace muchos años que nos veníamos preguntando ¿quién era Rosario Acuña? Esa ignorancia nuestra, compartida por el común de los gijoneses, vino a ser como una obsesión lacerante. Y es el caso que es una realidad que teníamos ahí, al alcance de la mano. Frases como esta: “estuve por Rosario Acuña” o “fui a dar un paseo hasta Rosario Acuña” se repiten, al cabo del año, miles de veces». Ciertamente, a finales de los sesenta del pasado siglo el rastro de su existencia parece haberse esfumado por completo, incluso se ha olvidado la despedida que le tributó el pueblo gijonés aquella lluviosa tarde de domingo del mes de mayo de 1923. Se ha olvidado que cuatro décadas atrás fueron numerosos los gijoneses que se acercaron hasta El Cervigón para dar el último adiós a aquella mujer luchadora; que a pesar de la lluvia persistente, a pesar de lo desapacible del tiempo, una «multitud silenciosa y apenada» acompañó por las calles de la ciudad el modestísimo féretro que, habiendo sido «sacado a hombros de obreros, que se disputaban ese honroso tributo», así siguió, a hombros, durante el largo trayecto que separa la casa del acantilado del cementerio civil, tal y como proclamó a toda plana y en primera página el gijonés diario El Noroeste.
Todo parece haberse olvidado. Y es que, a pesar de que durante algunos años se sucedieron recuerdos y homenajes que mantuvieron viva su memoria; a pesar de que tras la proclamación de la nueva República, dio nombre a varias calles en unas cuantas ciudades, a alguna que otra escuela y algún que otro colegio, tal parece que su recuerdo se esfumó al final de la década de los treinta: una densa borrina ocultó todo rastro de su activa presencia. El nuevo orden establecido por la fuerza de las armas no podía permitir que persistiera la memoria de aquella mujer, masona y librepensadora, empecinada luchadora en pro de la libertad, convencida feminista que siempre defendió el protagonismo de la mujer en la regeneración patria, infatigable luchadora frente a las injusticias, presta a brindar su apoyo a los más desfavorecidos.
Fue tan eficaz el mecanismo del olvido que en la década de los sesenta, tal y como señalaba Adúriz, muy pocos eran los que tenían noticia alguna acerca de quién era la tal Rosario de Acuña. Nadie parecía acordarse de que a aquella casa de El Cervigón solían acudir algunos destacados miembros de la sociedad gijonesa del momento (tal es el caso de Benito Conde, profesor de la Escuela Industrial; Lucas Merediz, destacado dirigente del Partido Reformista; el periodista Antonio L. Oliveros, director de El Noroeste; o el maestro e higienista Luis Huerta Naves). Tampoco de que aquella vivienda hubiera sido destino del dramaturgo Joaquín Dicenta (⇑), del actor y músico José Tejada; de la dirigente socialista Virginia González o del notable ilustrador y caricaturista Exoristo Salmerón –uno de los hijos de don Nicolás– que cada mes de agosto pasaba allí una temporada en compañía de su mujer (véase el comentario 119. El Cervigón: parada y fonda ⇑). Menos aún de que, en dos ocasiones, fuera también objetivo de las fuerzas policiales. La primera, en diciembre de 1911 cuando la Guardia Civil se encontró la casa vacía pues doña Rosario había huido a Portugal (⇑) para evitar ser detenida, como consecuencia del escándalo que sacudió la universidad española tras la publicación de un artículo suyo en el que condenaba crudamente las vejaciones a las que fueron sometidas unas estudiantes a la salida de clase; la segunda, en el verano de 1917 cuando varios agentes de orden público realizan un minucioso registro a lo largo de cinco horas buscando, al parecer, algunos de los panfletos que animaban a los trabajadores secundar la huelga general. Se ignoraba asímismo que año tras año, coincidiendo con la celebración del Primero de Mayo, los obreros realizaban una gira hasta su casa para manifestarle su admiración y respeto. En el olvido permanecía también la visita a El Cervigón de Manuel Azaña (⇑), quien en un viaje realizado a Gijón en el verano de 1933 quiso conocer la vivienda en la que vivió y murió aquella ilustre republicana que se llamó Rosario de Acuña Villanueva.
Aunque la espera fue larga, al final se volvieron las tornas. Las investigaciones que –con el apoyo y el estímulo que desde el exilio mejicano le brindó Amaro del Rosal (⇑)– realizó Luciano Castañón, por un lado, y las del ya citado Patricio Adúriz, por otro, confluyeron en Aquilina Rodríguez Arbesú (⇑), una vecina de Roces que, habiendo conocido a doña Rosario en su juventud, atesoraba valiosos recuerdos que contribuyeron a disipar una parte de la neblina que durante tantos años había ocultado su recuerdo. No obstante, aún habrá que esperar hasta los primeros años ochenta para asistir a un cambio significativo en este asunto. Entonces confluyeron dos elementos que hicieron posible un nuevo escenario. Por un lado, la decidida voluntad de las autoridades municipales para lograr que el litoral gijonés (desde El Rinconín a Rosario Acuña) se convirtiera en una zona de recreo y disfrute paisajístico; por el otro, el interés del Ateneo Obrero por recuperar la figura de quien fuera una de sus colaboradoras más ilustres. La conjunción de estos elementos, recuperación paisajística del litoral y un mayor conocimiento de aquella ilustre vecina tanto tiempo olvidada, propició que en 1987 los dirigentes municipales se mostraran decididos a comprar la que fuera casa de Rosario de Acuña con la intención de convertirla en un albergue juvenil, «uno de los mejores albergues de España por su ubicación y su calidad», según se dijo entonces.
Tras varios meses de negociaciones, el pleno del Ayuntamiento acuerda la compra de la vivienda, que se encuentra en situación ruinosa. El proyecto de reforma establece la ineludible necesidad de realizar una ampliación del inmueble: el nuevo albergue tendrá dos plantas, una planta bajo cubierta y un sótano. Dos años más tarde se muda de opinión y, «ateniéndose a criterios puramente estratégicos», se decide que lo que iba a ser un albergue se convierta en una escuela-taller medioambiental que, finalmente, abrirá sus puertas a finales de marzo 1992, manteniéndose en funcionamiento unos cuantos años.
Pero hace tiempo que la escuela taller dejó de funcionar; hace tiempo que aquella casa tiene sus puertas cerradas, sin uso conocido. Hace tiempo, demasiado tiempo, que aquella casa parece destinada a ver cómo se suceden los días, los meses, las estaciones, los años ¿No creen las concejalas y los concejales del Ayuntamiento de Gijón que bien pudiera ser este el momento para darle un uso adecuado a este equipamiento municipal? Ahora que conocemos con cierto detalle su biografía; ahora que tenemos a nuestro alcance buena parte de su obra, bien en papel (gracias al inapreciable trabajo realizado por José Bolado en las Obras reunidas ⇑), bien en formato digital (disponible en la página Rosario de Acuña. Vida y obra (⇑), que mantengo actualizada desde hace años); ahora que ha recuperado protagonismo y está presente en diversos portales culturales (Proyecto Ensayo Hispánico (⇑), Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (⇑), Biblioteca Nacional (⇑)…); ahora que tanto en Pinto como en Madrid han decidido darle su nombre a diversos equipamientos culturales… ¿no sería posible que aquí en Gijón, el lugar que ella eligió para pasar los últimos años de su vida, se dieran los pasos necesarios para convertir este edificio en una casa-museo en donde, además de dar a conocer su testimonio vital a las personas interesadas, se pudiera ahondar en algunos de los temas que a ella más le interesaron? ¿No sería posible, por tanto, que pudiera también albergar un centro de documentación del movimiento obrero y/o del movimiento feminista? ¿No sería posible que, en el caso de que la vigente Ley de Costas planteara impedimentos para que este uso fuera posible, el Ayuntamiento realizara los trámites necesarios hasta conseguir la pertinente autorización, de la cual disfrutan hoy otros edificios del litoral destinados a usos hosteleros, hoteleros o recreativos?
De no ser por el panel informativo que allí se encuentra, la casa de Rosario de Acuña no sería más que un punto en el litoral, un mojón de referencia, un topónimo en la abrupta costa gijonesa. Hace tiempo, demasiado tiempo, que aquella casa parece destinada a ver cómo se suceden los días, los meses, las estaciones, los años. Creo que ha llegado el momento de encontrar una alternativa.
La Nueva España, edición de Gijón, 7-11-2018
Casi cinco años después de que fuera publicado el texto anterior, añado lo que sigue.
En el otoño del año veintidós, como paso previo a la organización de la exposición que me habían encargado organizar con motivo del centenario de su muerte, visité la Casa. La encontramos tal y como quedó hace años, tras haber cerrado sus puertas como escuela taller. Bueno, no exactamente, pues el viento (que en El Cervigón suele soplar con fuerza), la lluvia y el paso del tiempo hicieron de las suyas, dejando algunas cicatrices en el edificio...
Tocaba vaciar el interior y también limpiar el poso acumulado a lo largo todo los años que estuvo cerrada. Además, había que recuperar la muy azotada fachada... En eso se quedó, pero pasaban los meses y no se veía movimiento alguno en el lugar, parecía que no se llegaría a tiempo.
Por fin, a mediados de marzo pisé la nueva capa de asfalto recién añadida sobre el camino de los Tilos, en su tramo más cercano a la casa. Pocos días después, todo se activó. Cerraron el hueco en el seto, el que quedó abierto en el lugar que había ocupado aquella placa, que ya lucía –ahora en el exterior, próxima al sendero– con el año correcto de su nacimiento; se afanaron en preparar el espacio exterior: plantaron tres higueras y un peral, habilitaron un espacio de huerto y otro de jardín de coloridas flores (tal parece que no se atrevieron ni con la parra ni con el gallinero, que eran los otros elementos que figuraban en la descripción de la finca que realizó Mario de la Viña en los años treinta, y que con toda la ilusión les facilité cuando así me la pidieron); repararon el muro bajo, que a modo de zócalo, bordea el exterior de la finca; emplastecieron la fachada y luego la pintaron de un acomodaticio blanco: resplandeciente al sol, irisado de violeta en el nublado... Todo quedó en perfecto estado para la inauguración de la exposición en la fecha prevista.
Tal y como se cuenta en el comentario 273. En la Casa de Rosario de Acuña (⇑) (pulsando en el enlace se puede acceder a buena parte de los contenidos expuestos), el último domingo del mes de julio se clausuró la exposición «Rosario de Acuña (1850-1923). Una aproximación desde el archivo de José Bolado», después de permanecer abierta al público durante tres meses. A las ocho de la tarde de ese día se cerraron sus puertas. A las ocho de la tarde del 30 de julio de 2023 se abrió de nuevo el tiempo de las preguntas: ¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos con la casa de Rosario de Acuña? ¿Volverá a estar cerrada durante años, sin uso alguno? ¿Qué hará la nueva corporación municipal gijonesa al respecto?
Veremos.
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