Contemplando la ilustración que inicia este comentario, bien pudiéramos decir que no se aprecian grandes diferencias: la imagen de la izquierda muestra el modelo de traje de amazona que apareció en la portada del primer número de El Mundo de las Damas publicado en el mes de enero de 1887; a la derecha se puede contemplar una copia del retrato ecuestre de nuestra protagonista, «en la forma que hizo su último viaje por Asturias y Galicia», puesto a la venta por El Porvenir Editorial en 1888 al precio de dos pesetas.
Aunque la imagen de doña Rosario de Acuña a lomos de una cabalgadura no desemejara en grado sumo de la que aparecía en los figurines del momento, cabe pensar que, según en qué lugares y en qué situaciones, no siempre podría pasar inadvertida. Basta suponer lo que pudo acontecer en el transcurso de ese viaje al que se hace mención más arriba: años ochenta del siglo diecinueve; una desconocida mujer se aproxima a las primeras casas de una apartada aldea gallega; lo hace a lomo de una caballería; su negro atavío oculta el aparejo en el que se asienta... Quizás lo sea entre las damas, en los cortijos o en las dehesas, pero allí la estampa no es habitual. Ella misma nos da cuenta de la sorpresa que causa su presencia: los aldeanos «se paran atónitos sin explicarse cómo me sostengo sobre mi silla
inglesa, a la respetable altura de mi noble yegua: —«¡Milagro, milagro!»— he oído decir a algunas mujeres de estos infelices».
Siempre, más que las riendas, espuela y látigo, guié a mis caballos con la voz; no sé qué hay en ella para los animales, mas sí sé que todos cuantos me rodearon obedecieron, dulce y prontamente, mis palabras; siempre cabalgué en animales de raza noble, es cierto, mas siempre una de las orejas del bruto iba vuelta hacia atrás, escuchándome, y me bastaba decir: «¡A correr!», para que corriera; y cuando la escabrosidad del camino surgía delante, con decir: «¡Cuidado!», bastaba para que sus cascos se posaran con tiento y firmeza.
Fuera Vieja o fuera Viejo, que así acostumbraba llamar a sus monturas, lo cierto es que fue en Pinto donde encontraron mejor acomodo, pues su Villa Nueva –además de huerto, palomar y corral– contaba con un establo preparado para dos caballos. De hecho, fue en los años en que residió en la villa pinteña cuando realizó la mayor parte de sus expediciones. La que mejor conocemos es la de 1887, pues, animada por el propósito de escribir «un librito» sobre las tierras y las gentes del Norte, tomó notas de reflexiones y aconteceres, parte de las cuales le sirvió de base para escribir algunos artículos que fueron publicados en Las Dominicales. Fue la más documentada, pero no fue la única. Ese mismo año, después de recorrer a lomos de su yegua trescientas ochenta y nueve leguas por Asturias y Galicia (alrededor de dos mil cien kilómetros), y tras una breve estancia en Madrid, partió hacia Andalucía. Sabemos también de otras expediciones, como aquella que tuvo por escenario las tierras castellanas lindantes con Extremadura, en el transcurso de la cual se encontró con un conocido (⇑), catedrático del instituto de la cercana ciudad donde se ubicaba su posada e hijo de la nodriza de su padre; o aquella otra en la cual recorrió por entero el litoral cantábrico (⇑) a la grupa de su Viejo de entonces, quizás la misma que le llevó a la cima de El Evangelista, en el macizo oriental de los Picos de Europa, y de cuyas impresiones nos da cuenta en la dedicatoria que inicia El padre Juan (⇑). Muchas jornadas, muchas leguas; tantas que en la quietud brumosa de la añoranza llegó a escribir: «¡Ah, sí! ¡España, la tierra española, la Península Ibérica, es hermosamente espléndida! [...] Yo la conozco casi palmo a palmo; en cuanto a Asturias, La Montaña y Galicia, las sé como mi casa».
Sin duda, la de Pinto fue la mejor etapa; luego las circunstancias cambiaron. En Cantabria no le fue posible repetir aquellas expediciones. La granja avícola (⇑) que puso en marcha en Cueto le obligaba a permanecer día tras día al lado de sus aves. Tan solo se permitía un descanso de un par de horas en las tardes del domingo, durante las cuales solía sentarse en un acantilado próximo a su vivienda para contemplar la inmensidad del mar. Tenía que ganarse la vida con su trabajo; no había tiempo para más. Y así fue hasta el verano de 1906 cuando, desmantelada definitivamente la última de sus granjas, pudo viajar de nuevo. En un primer momento fueron desplazamientos cortos, por las tierras cántabras, pero en su mente ya debía de haberse instalado la idea de reanudar las antiguas expediciones, pues en septiembre la encontramos en la feria de Reinosa con la intención de hacerse con una nueva montura. Allí compró un potro de buena planta y allí dio inicio a una nueva aventura con las vecinas tierras asturianas como destino. Le acompañaba Carlos Lamo, leal discípulo a quien todos conocían como su sobrino. Se reanudaron, al fin, los viajes, pero aquel la amazona lo hizo a pie, que al joven caballo le asignaron la misión de transportar los pertrechos necesarios.
Un par de años después volverá a Asturias (⇑); lo hará entonces para quedarse definitivamente, instalándose en una finca que se hizo construir en el litoral gijonés. Casi sin tiempo para echar raíces, tuvo que abandonar de prisa y corriendo su nuevo hogar para evitar ser apresada, pues la fiscalía la acusa de un delito de injurias tras varios días de ruidosas protestas de los estudiantes contra su escrito La jarca de la Universidad. Desconozco cómo llegó a Portugal, sí sabemos que a los pocos días de su huída está alojada en un hotel de Valença do Minho. Allí estuvo unas semanas, probablemente a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Tres meses después, informada de las infructuosas gestiones para hacer posible un pronto regreso, abandonó la localidad fronteriza. A mediados de marzo del año 1912 emprende viaje a Lisboa. Tal y como apunto en el comentario 134. Proceso, exilio e indulto (⇑), bien pudiera ser que se instalara en las inmediaciones de la capital o, tal vez, se decidiera a comprar dos buenos caballos para recorrer al lado de Carlos el territorio portugués.
De haberlo hecho así, aquella habría sido la última de sus expediciones, pues cuando regresó a su casa gijonesa, lo hizo bastante más pobre que cuando partió: en el exilio gastó buena parte de sus ahorros, viéndose obligada a hipotecar su casa para poder completar su pensión de poco más de dieciocho duros que como viuda de comandante percibía cada mes. La última etapa de su vida fue un tiempo de estrecheces, de mirar la peseta, de apretarse el cinturón. No por ello renunció a realizar alguna excursión, remedando tiempos pasados. Claro está que lo hizo de forma bien diferente:
Mi última expedición fue salir de aquí a pie y, por la costa, contorneándola, llegar a Ribadeo, subir a Villaodrid, trasmontar la sierra Bobia y entrar en los Oscos… ¡Qué Oscos! ¡Qué riqueza de tierra! […]
Por las sierras de Salime, bajando y subiendo aquellas agrias cuestas, donde medí un castaño que tenía once metros de circunferencia a la mitad de su tronco, ascendí a la sierra de Rañadoiro, el fantástico cordal que permitía, sin vadear su río, llevar el oro de sus minas por la cumbre hasta los puertos de Navia y Luarca, labor que hicieron, primero los romanos, después, los árabes [...]
Por Grandas de Salime salí a Tineo, atravesando el puerto del Palo, y luego, por la Espina, a Salas, Grado y aquí; unos cuantos puñados de leguas (las tengo consignadas en mis apuntes de viaje, que no tengo a la vista).
Con los actuales trazados, el itinerario supone una distancia total de alrededor de cuatrocientos kilómetros, lo que no está nada mal para una mujer que por entonces cuenta con sesenta y tantos años. Ni silla inglesa, ni bridas, ni freno, ni cascos, ni espuela, ni Vieja, ni Viejo. Las penurias económicas han obligado a apearse de la montura a la veterana amazona. Atrás quedan las largas expediciones a lomos de sus cabalgaduras por las tierras de su querida España.
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