A finales del XVIII había en el país quienes albergaban la esperanza de situar a España en la senda del progreso por la cual transitaban las naciones más avanzadas de Europa. Los había incluso que pretendían desamortizar la tierra que estaba en manos muertas, fuera del mercado, aduciendo que el principal capital de la nación estaba en poder de la Iglesia y la nobleza, tenedores éstos a los que les faltaría la iniciativa y el empuje necesarios para obtener el rendimiento que sería deseable.
La tierra, la posesión y explotación de la tierra, se va a convertir en uno de los elementos fundamentales en la larga disputa que los liberales entablan durante buena parte del XIX con los sectores más tradicionalistas en su afán de introducir reformas en la estructura económica del país. Las diferencias entre unos y otros se irán acrecentando a medida que la población se va haciendo cada vez más urbana y sean más aquellos que deciden guardar los usos y costumbres de su pasado rural en el baúl de la nostalgia.
La sociedad del Antiguo Régimen es mayoritariamente agraria y las relaciones que se establecen entre sus miembros están condicionadas tanto por la naturaleza de las actividades agrícolas como por el régimen de propiedad de la tierra. Es en este contexto en el que se desarrollan las relaciones de servidumbre, de hondas raíces históricas, y sin las cuales las relaciones humanas en la vida rural no tendrían adecuada explicación. La existencia de criados en el campo, mayoritaria en buena parte de las tierras de España durante el siglo XIX, se mantendrá en mayo o menor medida hasta épocas relativamente recientes, por más que la progresiva urbanización de la sociedad española posibilite la paulatina la aparición de nuevas miradas sobre la tradicional relación amo-criado.
Las cosas van a ir cambiando poco a poco como bien podemos comprobar rastreando los escritos de doña Rosario (véase, por ejemplo, «La servidumbre» (⇑), El Cantábrico, Santander, 30-6-1902 y 7-7-1902). Nuestra protagonista pasó largos periodos de su infancia, «rodeada por buena porción de criados», en la casa solariega que su abuelo paterno tenía en Jaén. Creció teniendo por natural aquella relación, «siendo el señor moralmente amo y padre a la vez, y siendo el servidor criado e hijo al mismo tiempo»:
...el servidor era un ser de imprescindible necesidad en todo hogar medianamente digno, y confieso que, durante largo tiempo, no imaginaba que la familia, o el individuo, pudiera existir, en sociedad, sin criados.
Pensando así, no resulta extraño que cuando decide instalarse en una casa de campo en Pinto se hiciese con los servicios de Gabriel y su familia, criados que estuvieron a su servicio cerca de diez años. Claro está que las relaciones entre la propietaria de la casa y la servidumbre no eran ya las del tiempo de su abuelo. Por más que doña Rosario se empeñase en basarlas en la lealtad y la protección, sus criados cobraban en dinero los servicios prestados y si, como sucedió, atisbaban que éstos podían llegar a escasear no tenían reparo alguno en buscar mejores pagadores. Y así pasó para lamento de la señora:
...después de sacar de la miseria y de la ignorancia a una familia entera, después de tenerla 9 ó 10 años en mi casa, procurándola un capitalito para desempeñar sus fincas, y hacerse de otras nuevas, así que, por golpes ajenos, mi fortuna empezó a deshacerse, toda la familia buscó otro sol de más calor monetario, yéndose la hija de ama de cura y los padres a ser pequeños usureros en su tierra.
Las cosas han cambiado, ciertamente. ¡Qué tiempos aquellos en que uno era siervo hasta la muerte y el señor te protegía a ti y a los tuyos! Puesta a comparar el comportamiento de los criados de su abuelo con el que con ella han tenido Gabriel y familia, no puede menos que recordar el encuentro que tuvo cierto mes de noviembre cuando, viajando por las estepas centrales con prisa por llegar a Madrid, decide hacer noche en una posada de una ciudad castellana. A la mañana siguiente, dispuesta ya para emprender el viaje de vuelta, se le presentó un caballero que decía conocerla:
Entonces me entregó una tarjeta en la cual, debajo de su nombre, leí: «Catedrático del Instituto» Aquel caballero, cuyas manos estrecharon las mías con verdadera efusión, aquella noble persona, aquel intelectual doctorado, era nieto de la nodriza que crió a mi padre. ¡Con que placer, con qué alegría acepté la hospitalidad que, en nombre de los suyos, venía a ofrecerme, pues había sabido casualmente de mi paso por la ciudad: olvidé la prisa que llevaba; olvide el invierno que se echaba encima, y fuime a su hogar: ¡Con qué emoción tan honda y tan sentida, traspasé los umbrales de aquella honrada casa donde la abundancia y la inteligencia reinaban, y donde se me recibió con lágrimas en los ojos, no menos sentidas al hablar de los beneficios que le debían a mi noble padre, que agradecidas por mi parte al encontrar entre ellos, con la comunidad de ideas y de opiniones, la atmósfera de respeto y de amor de las antiguas servidumbres, acabadas para siempre en los tiempos modernos...!
A pesar de la satisfacción que le produjo aquel encuentro, ese tipo de servidumbre, establecido sobre un «contrato mutuo de amor y respeto entre amo y criado» ha pasado a mejor vida por el empuje de los tiempos. El amo ha pasado a ser jefe o patrón y el criado se convierte en trabajador asalariado. Ante el nuevo rumbo que toman las cosas, Rosario de Acuña modifica la perspectiva que de la servidumbre había mantenido desde su juventud: «El criado no debe existir, luego es preciso que no exista»
La casa, sin los quehaceres que el lujo y las inutilidades suntuarias proporciona; la casa, sin más estancias que la del trabajo en común y las del reposo; la casa, con el agua dentro, o a la puerta, la luz por los alambres, el calor por las tuberías, el mercado por el automovilismo; la casa, con las máquinas de lavar y coser, el huerto al lado, el corral inmediato, el palomar en lo alto, las colmenas junto al jardín... la casa así, puede llevarse (simbólicamente hablando) entre los brazos femeninos de la familia, y si hay pocos brazos en ella, o están cansados porque los años pesan sobre los hombros, busquemos el jornal, bien remunerado, con todas las prerrogativas que la evolución social lo va entregando, y, sino basta el jornal, organicemos el consorcio de las familias similares que se presten ayuda mutua en ciertos trabajos, primer jalón para la nueva organización de la humanidad, que vuelve ya el rostro hasta esa ley fraternal cuya base no es el cielo sino la tierra: busquemos quien parta con nosotros, trabajos y productos, pero jamás, ¡jamás! volvamos el rostro hacia las servidumbres, reflejo sombrío de la esclavitud, en las cuales acumulado y esenciado el odio y la venganza de sufrimientos seculares, se amasa una atmósfera de contrariedades y disgustos continuos, que envenenan y enlodan nuestros hogares. Reconozcamos, en los que ayuden nuestro esfuerzo individual, los mismos derechos a la misma vida que tenemos nosotros, y así es que aún ha de tardar en realizarse este abrazo fraternal que los hombres se den a través de las clases, procuremos que aquellos que, por jornal, nos ayudan, nos vean superiores y autoritarios, no por la soberbia, ni por la vanidad; no por la holgazanería, el capital, la alcurnia, o el saber, sino por la paciencia, por la bondad y por la ternura.
Definitivamente, los tiempos en los que un catedrático de instituto agradecía a la nieta del antiguo señor los beneficios recibidos habían pasado a mejor vida, eran fruto de otra época.
Nota. Este comentario fue publicado originariamente en blog.educastur.es/rosariodeacunayvillanueva el 5-2-2010.
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