07 abril

288. Carrillo, Rodríguez y Beci: del mitin a El Cervigón

 

Bien parece que los sucesos del año anterior supusieron un hito significativo para las organizaciones obreras del país. La huelga general de agosto de 1917 fue diferente a las anteriores: su objetivo ya no se limitaba a exigir medidas para paliar la crisis de subsistencias, sino que perseguía un cambio en las estructuras políticas y económicas del país.

Aquella huelga sirvió también para que Rosario de Acuña se afianzara aún más en los postulados obreristas que había ido predicando tras regresar de su exilio portugués. Aunque ya desde finales del quince contamos con varios indicios de su aproximación a los círculos obreros,  será en 1917 cuando se hagan más evidentes. En mayo publica «La hora suprema», un escrito en el cual insta a las izquierdas a «ponerse en pie». Unas semanas después se desplaza a Madrid para asistir al gran mitin aliadófilo que allí tiene lugar. Las autoridades recelan de ella y ordenan registrar su casa (⇑). Las fuerzas de orden lo hacen en dos ocasiones. En noviembre volverá a su ciudad natal para participar en la manifestación organizada para reclamar la libertad de los miembros del comité de huelga que permanecían encarcelados...

«Asamblea del año XIII», boceto de autor desconocido

Unos meses después, en los primeros días del mes de mayo de 1918, el Sindicato Metalúrgico de Asturias organiza un mitin en Gijón en el cual intervienen Eduardo Torralba Beci, director durante un tiempo del El Socialista y activo colaborador del diario, César Rodríguez González, de las Juventudes Socialistas, y Wenceslao Carrillo, secretario general del Sindicato. Los dos primeros habían llegado desde Madrid para participar en distintos actos en la región con motivo del Primero de Mayo, así como del centenario del nacimiento de Carlos Marx, que fue el tema de su intervención en los discursos que pronunciaron en Sama el día anterior.

El primero en intervenir es Carrillo, que exhorta a la unión de todos los metalúrgicos de Asturias, y de toda España, en apoyo de las reclamaciones presentadas a la patronal, entre las que destaca la jornada laboral de ocho horas y el establecimiento de un salario mínimo. César Rodríguez centra su intervención en la huelga, pasada, y la guerra, presente. De la primera: «los obreros organizados aspiran a luchar y combatir a la clase patronal»; de la segunda: triunfen unos u otros, los capitalistas se habrán enriquecido y a la clase obrera mundial no le quedan más opciones que «soluciones revolucionarias». Torralba, por su parte, reclama la liberación de Anguiano, Besteiro, Largo Caballero, Saborit, los cuatro integrantes del comité de huelga detenidos en el penal de Cartagena, y exhorta a la unión de la clase trabajadora;  «nuestro consejo de corazón, puro y sincero, es el de constituyáis en un solo ejército contra un enemigo único: el capitalismo». 

Terminado el mitin, los tres acuerdan que al día siguiente caminarán hasta El Cervigón para visitar a la ilustre luchadora que allí vive, pues, como dejó escrito Torralba, «Estar en Gijón y no haber ido a visitar a doña Rosario de Acuña hubiera sido imperdonable delito».

En El Cervigón, donde algunas visitas son muy bien recibidas (⇑), debían de estar sobre aviso, pues los caminantes,  después de recorrer un buen trecho por el litoral no encontraron el camino que les habían aconsejado tomar. No obstante, pudieron llegar a la casa siguiendo las indicaciones que por señas realizaba desde lo alto Carlos Lamo, «el sobrino de doña Rosario» (⇑). «Estrechamos cariñosamente las manos del antiguo y querido amigo y, precedidos de él, franqueamos la puerta de la huerta que hay delante de la casa. Allí estaba esperándonos ya doña Rosario». 

Wenceslao Carrillo (Archivo Fundación Pablo Iglesias)
Wenceslao Carrillo
Ya están dentro las cinco personas que intervienen en esta historia: Rosario de Acuña Villanueva (67 años), Carlos Lamo Jiménez (49 años), Emilio Torralba Beci (36 años), Wenceslao Carrillo Alonso-Forjador (28 años) y César Rodríguez González, el más joven, pues tan solo cuenta con 23 años de edad, y de cuya filiación es fácil suponer que se habló en la reunión, pues es hijo, el único hijo, de Virginia González Polo, la primera mujer en formar parte de la Ejecutiva del partido socialista y la primera también en la dirección de un sindicato en España, la única mujer en el Comité de la huelga general de agosto de 1917, por la cual Rosario de Acuña sentía una gran admiración, tanta como para desplazarse hasta la localidad mierense de Turón, donde iba a pronunciar un mitin, y así conocerla personalmente (⇑)

Lo que sigue es el relato de aquel encuentro, tal y como nos lo ha contado Torralba Beci, autor también de un elogioso artículo de su anfitriona (⇑), referido a la presencia de Rosario de Acuña en el mitin aliadófilo que tuvo lugar en la plaza de toros de Madrid en mayo del año anterior. 

 

 «Hablando con doña Rosario de Acuña»

[...]

La encontramos recia, en una robusta ancianidad, curtida por las brisas cantábricas y por la sana vida rústica. Llevaba arrollada a la cabeza una toquilla negra, a modo de turbante. El rostro, en el que se reflejaba esa noble ternura de las ancianas que han amado  mucho y que no cesan nunca de amar, estaba aureolado por venerables cabellos blancos. A nuestros labios, sin que el respeto nos permitiera enunciarla, vino una palabra que nos salía del corazón; ¡«Babuchsca»!... Se nos representó en doña Rosario de Acuña la abuela de la revolución, Catalina Breskovskaia. En otro medio que el medio asfixiante de España, doña Rosario hubiera alcanzado la gloriosa exaltación de la admirable mártir rusa. Pero aquí, donde más aún que las persecuciones de los que despóticamente gobiernan y juzgan, hieren y desgarran el alma de los luchadores de corazón los escarnios, las envidias, las concupiscencias de los que se llaman hermanos de ideal y obran como si fueran los enemigos más encarnizados de él, doña Rosario de Acuña no ocupa el puesto de honor que merecía. Baldón es ello, y no pequeño, para los que ponen en los anhelos de redención, la misma superficial ligereza que pondrían en ganar una partida de balompié.

Eduardo Torralba Beci (Archivo Fundación Pablo Iglesias)
Eduardo Torralba
Pasamos a la cocina, una amplia cocina, limpísima. No había otra habitación mejor en la casa. «Cuando aquello de los estudiantes –nos dijo doña Rosario– empezaba a arreglar esta vieja casa solariega. Tuve que huir precipitadamente y refugiarme en Portugal (⇑). Al volver, todo estaba devastado. Aún no he podido arreglarlo. Eso cuesta mucho dinero, y no lo tengo.» 

No lo tiene. Doña Rosario es pobre, ciudadanos (⇑). Toda su hacienda consiste en aquella casa, la pequeña huerta que la circunda y una pensión de 75 pesetas mensuales. Nada más. ¿No es esto un dolor y una vergüenza? Doña Rosario de Acuña no pide una limosna. La inferiría una ofensa insufrible quien se la propusiera. Pero con el trabajo de su intelecto pudiera ganar una cantidad apreciable que la permitiera una más desahogada existencia, ¿No habéis leído recientemente, en este  mismo año y en el pasado, sus trabajos en «La Aurora Social», en «El Noroeste» y en algún otro periódico? Su estilo es hermoso, lleno de fuego, de vivacidad, de robustez. Hay en él un ardiente lirismo que 1a coloca al lado de los más preclaros poetas castellanos. Y hay, sobre todo –y por eso doña Rosario no está hoy inmortalizada en vida e incensada por todos los «botafumeiros» de periódicos y Academias–, una valentía de expresión y un varonil desgarro en la formulación de la idea, siempre atrevida e hiriente como una espada; una sinceridad y una verdad que no se ven ni aun en los escritores menos apegados al medio de hipocresías y contenciones a que obliga un mal entendido convencionalismo social. Y siendo así, que así es, no podemos explicarnos, no podemos justificar que periódicos y revistas que se dicen avanzados no soliciten y paguen una colaboración preciosa. Cuando hay tantos arribistas, tantos analfabetos, que viven, y viven muy bien, de lo que ganan escribiendo, es un crimen que doña Rosario de Acuña no tenga para su existencia más que los miserables 15 duros de pensión.

Había en nosotros una profunda amargura cuando oíamos esto. En doña Rosario, no. Estaba jovial, indiferente a todas las desdichas, inaccesible a todos los miedos, pronta siempre a todos los sacrificios. ¡Qué grande alma la suya! Cuando nos hablaba de lo de los estudiantes, que trastornó su bienestar, no había timbres de rencor en su voz. Una nota de gratitud, sí. Fue para D. Miguel de Unamuno (⇑), cuya pluma generosa fue la única que la defendió. Bien que no lo hizo en ningún periódico de España. Acaso ninguno de los que viven de no disgustar a la gran muchedumbre de gentes vulgares se lo hubiera admitido en aquellos momentos. ¡Si parece que aún, después de los años transcurridos, respiran todavía el ambiente de cobardía que entonces les infamaba! Don Miguel de Unamuno defendió briosamente a doña Rosario de Acuña en «La Nación», de Buenos Aires. Es ello un blasón honroso de Unamuno.

Jovial, nos hablaba doña Rosario de su miseria. Es mayor aún de lo que hemos dicho. La casa tendrá que pasar por una hipoteca, que no podrá levantarse, y sin ese postrero refugio se quedará esta nuestra abuela de la revolución. «Babuchsca» se quedará en el arroyo tendrá que ir por los caminos...

Con una serena placidez nos lo decía: «Cogeré un cerdito y me iré carretera adelante. Las buenas almas, por esos pueblos y esas aldeas, me darán un pedazo de pan, y yo les pagaré desgarrando con mis palabras la tiniebla en que yacen sus espíritus. Romperé su fanatismo. Las hablaré de lo malos que son el cura y el cacique y el acaparador y cuantos les mantienen en esa negra miseria moral que asesina a la población agrícola española.» Esta perspectiva trágica exaltaba a la admirable anciana. «Me echarán de un pueblo  e iré a otro, y a otro, y a otro, y así acabaré mi vida, en un apostolado humilde de la verdad y de la redención de España.» Y añadía, riendo: «¿Quiere alguno de ustedes acompañarme?...»

«Volveré a ver la España que estuve once años recorriendo a caballo (⇑), cuando yo era rica y joven, y veré las transformaciones que se han ido operando en ella.» 

La hablamos de las asociaciones socialistas que en los pueblos agrícolas se han ido formando. «Eso está bien, muy bien –nos argüía–; pero tendrán ustedes que pelear mucho contra el terrible enemigo eterno, contra la Iglesia. Vean los sindicatos agrícolas católicos... Siguen las mismas huellas de ustedes, y siempre haciendo daño. ¡Y como disponen del dinero!... Hay que hacer mucho, mucho, en esos pueblos contra el caciquismo y contra e1 fanatismo, que son los dos menstruos que los devastan.» 

Un giro de la conversación le dio ocasión de dedicarnos a los autodidactos elogios que hubieron de ruborizamos. Correspondimos refiriéndonos a la obra gigantesca que ella había realizado. «Es verdad-–nos dijo con una sinceridad simpática–; son dignos de admiración los que ascienden desde un estado inferior hasta el plano de una intelectualidad brillante; pero también lo son los que, habiendo nacido en un medio aristocrático, se desprenden de él para mezclarse con la clase que trabaja y que sufre, y luchar mezclados con ella por redimirla de su dolor.»

Volvió a pasar por nuestra mente el recuerdo de «Babuchsca», de Sofía Perovskaia, de aquellas heroínas de las revoluciones rusas desprendidas de una aristocracia abyecta para mezclarse con las capas más bajas del pueblo. Porque Rosario de Acuña desciende también de esa grandeza española, estúpida y degenerada. Se crió en la corte de Isabel II, donde aprendió a odiar las lacras morales de la clase dorada, de las que su alma está limpia.

«Siempre pensé –nos decía– que yo no tenía derecho a disfrutar de riquezas y comodidades que no había ganado, mientras había miles y miles de seres infelices para quienes la vida no tenía sino trabajos y penas. Hoy mismo, cuando en una fábrica próxima oigo tocar el pito que llama a las obreras al trabajo en las tibias horas de la madrugada, yo también dejo el lecho, porque no quiero ser más que ellas; no quiero disfrutar de lo que ellas, las infelices, no disfrutan. Y trabajo también.» Nos señaló el suelo, resplandeciente de limpieza. «Esta mañana, yo misma he fregado el suelo, he arreglado la casa, he trabajado en la huerta. Yo soy mi propia criada, y no necesito más.» Y repetía con un digno y honroso orgullo: «Yo también madrugo y trabajo...»

¿Cómo no hablar en los breves instantes de que disponíamos del movimiento de agosto? Doña Rosario al referirse a él tuvo un gesto de honda decepción. «Se ha malogrado el sueño de mis últimos años. ¡No he visto arder España por sus cuatro costados!...»

No está conforme doña Rosario de Acuña, testigo de las epopeyas revolucionarias de antaño, enamorada de las gloriosas hazañas de los pueblos en armas, con que la, masa, en agosto, se resignara a morir o a ir a la prisión. «Es terrible, sí –decía–, pero en toda revolución hace falta un poquito de sangre.» 

Nos dio una noticia preciosa; está escribiendo sus memorias. Las memorias que salgan de la pluma de doña Rosario de Acuña serán un soberbio monumento histórico y literario del pensamiento español. Sin embargo, la ilustre escritora dudaba de que haya un editor que se las admita y las publique. ¿Será posible?...

Corrían rápidas las horas. Era forzoso ya despedirse de la autora de «El padre Juan» y de «Rienzi, el tribuno». Nos despidió efusivamente. Y a la puerta de su casa –de aquella casa hipotecada, de aquella casa de donde la avaricia de algún ricacho sin entrañas la expulsará para siempre– estuvimos contemplando largo rato su noble figura. Erguida, majestuosa, flotando su modesta vestidura al viento, no sé qué salto de la imaginación nos hizo recordar a la Victoria de Samotracia. Pero en nuestro corazón había otro nombre, que repetía cada latido:

 «Babuchsca», santa y querida «Babuchsca»!...

E. Torralva Beci (1)

España Nueva, 16-5-1918

Nota

 
(1) En ocasiones, como es el caso, su apellido aparece escrito así.




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