«Estaba sentado sobre las anchas losas del hogar, donde un tronco de álamo ardía entre dos enormes morrillos de hierro; un candil de luz mortecina, colgado en la repisa de la chimenea, iluminaba tristemente la cocina, oscura y ahumada; acaba de dejar sus vacas en el establo y venía a que el ama le diese su ración; el contraste de la luz crepuscular y la luz artificial había evitado que me viese sentada en uno de los rincones de la estancia; así pude observarle tranquilamente sin que de ello se diese cuenta: tendría nueva años, los andrajos que lo cubrían no habían quitado a su cuerpo esa gracia suavísima de la infancia; el sol al curtirle le había dado algo de escultura; su rostro era hermosísimo, la frente se levantaba recta hacia la luz, como si solamente hacia el cielo pudieran aspirar sus ideales; pero su hermosura tenía esa melancolía de la miseria que apaga el brillo de los ojos y hace unos pliegues de amargo sarcasmo en la cisura de la boca.
–Ama, que tengo hambre –dijo mientras se acercaba a las brasas, tiritando por el agua nieve que se escurría entre los jirones de su blusa–. Pues aguántate, que más te aguantamos nosotros, –contestó con áspero tono la dueña del caserío. Entonces hablé yo, causándole mi voz un sobresalto que le hizo estremecer; enseguida se puso colorado como una guinda, y bajó los ojos que ya no le pude volver a ver. El ama entró; traía una escudilla de madera en la que se veían restos secos de la ración de la mañana; se llegó al fuego, destapó en ella un cazo, sacó un pote en el que nadaban entre judías y hojas de col, dos o tres patatas; después cortó una rebanada de pan de escanda hecho con salvado y todo, y ambas cosas las puso delante del muchacho, que desde que notó mi presencia en casa de sus amos había permanecido inmóvil con las piernas cruzadas a estilo moruno sobre las losas del fogón. –Vamos, come, –le dije– y cuéntame lo que haces por el monte mientras guardas las vacas. Al oír que me dirigía a él debió sentir un choque emocional de magnitud tremenda, porque palideció a la vez que temblaban sus negras manitas, y bajando aún más la cabeza, se metió la escudilla entre las rodillas y se puso a comer con una pequeña cuchara de estaño que sacó de la boina: sin duda el alimento y las frases de cariño que yo le dirigí mientras comía le dieron fuerzas para responder.
Era huérfano de padre; su madre quedó enferma al quedar viuda con seis rapaces como él, año más, año menos; tenían hambre todos, y a todos los despidió para que se buscaran la vida; él era el más listo y logró aquella casa donde al menos comía (¡!); de trapos viejos el ama le hacía de cuando en cuando una blusa y unos calzones; las almadreñas usadas de la casa, era su calzado; la boina fue de su padre; al ser de día sacaba las tres vacas al pasto; mientras comían él jugaba y pensaba (palabras textuales), pensaba en lo que habría al otro lado de aquellas sierras.
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Nota. Este comentario fue publicado originariamente en blog.educastur.es/rosariodeacunayvillanueva el 10-12-2010.
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