Cuando se trata de alentar el espíritu nacional, no solo resulta conveniente mirar al pasado, a una historia más o menos gloriosa que sustente la común identidad, sino que también es necesario aportar perspectivas nacionalistas a los problemas que afectan a la vida cotidiana. Además de todo eso, los ciudadanos precisan contar con modelos, con glorias contemporáneas que les permitan otear el futuro común con cierta seguridad de que son posibles las esperanzas compartidas. No basta con haber sido la cuna de Cervantes, de Hernán Cortes, de Velázquez, de Teresa de Cepeda, de Lope, de Isabel la Católica, de Luis Vives o de fray Luis de León; es preciso, además, que aquella grandeza del pasado tenga continuidad en el presente, en el momento en que se cimienta la identidad nacional: no se puede dejar de ensalzar a aquellos compatriotas que sean dignos de alabanza para orgullo y ejemplo de la nación. Esta necesidad la sienten todas las naciones: junto a la bandera deben ondear al viento los estandartes de los más insignes poetas, inventores, pintores, investigadores, dramaturgos, músicos, militares o ensayistas para mostrar al mundo la pujanza de la empresa colectiva. Y de la misma forma que la bandera de cada país es intransferible, las glorias nacionales tampoco deben prestarse al enseñoramiento de nación ajena.
Eso es lo que debió pensar José Martí cuando en 1876, creyendo que nuestra protagonista era cubana, le dedica una oda un tanto desabrida. Tras el estreno de Rienzi, a oídos de Martí debió de haber llegado la noticia de que la autora de aquel drama era una joven nacida en Cuba y éste no duda en coger la pluma para escribir unos versos que titula «A Rosario Acuña», de quien dice ser «poetisa cubana, autora del drama Rienzi el tribuno laureado en Madrid». Tras unirse a las loas por ella cosechadas («oye el aplauso que en mi voz te envía / al hispánico pueblo el más hermoso / que mares ciñen y grandezas cría»), pasa a reprocharle la fácil rendición ante los laureles recibidos en tierra enemiga, olvidando sus raíces, olvidando su cubana estirpe:
¡oh poetisa gentil!, de que en extraña
tierra enemiga, te ornen los laureles
amarillos y pálidos de España,
si en tu patria de amor te esperan fieles
y el odio allí su brillantez no empaña?
¿Cómo, cuando Madrid te coronaba,
hija sublime de la ardiente zona,
sin Cuba allí, no viste que faltaba
a tu cabeza la mejor corona?
Es aquél, pecado de lesa patria («No hay gloria, no hay pasión; el mismo cielo, la libertad espléndida es mentira, si se la goza en extranjero suelo») que la autora debe prestarse a enmendar prontamente. Así se lo pide en aduladores versos:
paloma peregrina,
real garza voladora;
vuelve, tórtola parda,
a la tierra do nunca el sol declina,
la tierra donde todo se enamora;
Mas, si, a pesar de todo, no volvieras, si renunciaras a la blanca y morada maravilla que en la niñez ornó tu faz sencilla, si prefirieras tu plácido Santiago al rudo Santiago de Galicia, si persistieras en quedar prendida en la enseña extranjera, si hicieras oídos sordos a mis fraternales peticiones… dejarías de ser para siempre tórtola parda, cisne puro, garza regia, paloma blanca… dejarías de ser considerada cubana: ¡vuelve a Cuba, mi tórtola gallarda!
de los rayos del sol, la vanagloria
tendido hubiera el manto luctuoso;
si nuevo lauro España le ciñera,
y la espina del lauro no sintiera;
si pluguiese a sus fáciles oídos
cuanto de amor que no es amor cubano,
y junto a sus laureles corrompidos
el cadáver no viese de un hermano,
¡arroje de su frente,
porque no es suyo, nuestro sol ardiente!
¡Devuélvanos su gloria,
página hurtada de la patria historia!
y ¡arranca, oh patria, arranca
de su seno infeliz el ser perjuro,
que no es tórtola ya, ni cisne puro,
ni garza regia, ni paloma blanca!
Y por cubana, por cubana perjura, se la tuvo durante mucho tiempo. Tal era el prestigio que se le otorgaba a Martí, que incluso Roberto Castrovido, conocido de la escritora y sabedor de su nacimiento en Madrid, admitió la supuesta oriundez cubana de Rosario de Acuña. Así lo hace en un artículo que escribe expresamente para El Noroeste de Gijón y que se publica el 5 de mayo de 1925, con ocasión del segundo aniversario de la muerte de la librepensadora:
La publicación del citado artículo, obligó a Carlos Lamo a aclarar el asunto ese mismo día, en el transcurso de una velada literaria organizada en memoria de la escritora. Refiriéndose al artículo de Castrovido «hizo constar que la gran escritora había nacido en Madrid» y así lo reflejó al día siguiente El Noroeste, que quiso conciliar lo dicho por uno y otro con una nota aclaratoria: «El señor Castrovido ya decía que doña Rosario, aunque oriunda de Cuba, había nacido en Madrid». Tal vez la aclaración de Carlos fuera suficiente, probablemente hubo algún escrito de por medio: lo cierto es que poco tiempo después el periodista publica en la prensa madrileña un comentario al respecto, en el que reconoce que la poesía de Martí propició su error de considerar a la escritora originaria de Cuba. Cita expresamente la aclaración del señor de Lamo para afirmar que «nació doña Rosario de Acuña en Madrid y en la calle Fomento», que era española por los cuatro costados «descendiente por línea paterna de los vencidos de Ocaña y por línea materna de los vencedores de Bailén».
Aquella rectificación de Castrovido puso en evidencia el error primigenio de José Martí, desliz que en la Cuba de entonces no fue admitido por casi nadie, pues la mayoría de escritores cerraron filas defendiendo la veracidad de lo afirmado por el líder independentista. El catedrático y académico Salvador Salazar y Roig, por ejemplo, defendía, pese a todo, lo afirmado en su momento por Martí: «Era cubana. ¿Qué mayor autoridad que la de José Martí, quien seguramente la conoció en la Península o tuvo de ella exactas referencias?». Salía así al paso de lo publicado por el crítico, ensayista y periodista Antonio Iraizoz, quien haciéndose eco de la aclaración que había realizado Castrovido, se atrevía a defender la españolidad de la escritora, bien es verdad que por entonces no se atrevió a achacar el error al padre de la patria cubana, sino que prefirió aventurar una hipótesis que dejase incólume su prestigio: «Cualquier gacetillero de la época para darle mayor extrañeza a la joven dramática que surgía, pudo haber informado que era del Caney, es decir, de un lugar exótico algo intrincado, extravagante, heroico, llevado y traído por los cronistas de la guerra de Cuba». La aparición, en el año 1940 del escrito de Iraizoz en el Archivo de José Martí no supone aún la admisión oficial del error de Martí y, por tanto, de la españoleidad de Rosario de Acuña, pues en el mismo número se publica otro artículo que viene a poner en sordina todo lo defendido por Iraizoz, ya que el articulista dice contar con informaciones que afirman que «en el año 1884, en El Imparcial, de Trinidad, se había publicado una interesante nota que hacía referencia a la condición de cubana de Rosario Acuña». La referida nota no solo decía que era cubana, sino que apuntaba que debía de ser natural de Jiguaní. A pesar de la precisión del dato, el autor no puede menos que confesar en su escrito que la búsqueda para confirmarlo había sido baldía: «Nuestras investigaciones para encontrar en el Caney su inscripción de nacimiento no han dado aún resultados».
Tras la infructuosa búsqueda no queda más remedio que empezar a considerar la posibilidad de un error. Así sucede en el Archivo José Martí de 1942-43, donde se comienza a ver con otros ojos la tesis de Iraizoz. Entonces se comenta que en «Rosario de Acuña no era cubana», obra de «la pluma inteligente de un erudito escritor cubano: el doctor Antonio Iraizoz, profesor de literatura y hombre preocupado por la investigación mariana», se realiza una labor de rectificación de un «posible error de Martí». La polémica, sin embargo, se va a extender hasta, al menos, los años sesenta cuando se hace público un artículo de Juan de Dios Pérez que comienza con estas palabras: «En Patria de agosto se dirige una especie de reto a Isidro Méndez, Antonio Iraizoz y a mí […] para que expusiéramos los fundamentos de nuestra aseveración de que Rosario no fue cubana, sino española». Parece que volvemos a las andadas noventa y tantos años después de escrita la poesía en cuestión y cuarenta y un años después de que Castrovido rectificara públicamente el error. Pues sí, volvemos a las andadas, pues al escrito de Juan de Dios Pérez en el cual, sustentándose en el artículo ya mencionado de Antonio Iraizoz, se concluye afirmando que sí, que era española y que convertirla en cubana fue «un lapsus calami del Apóstol», la redacción de Patria añade el siguiente comentario:
Agradecemos a JDP su respuesta, así como al doctor Iraizoz el gentil envío de su libro, donde se consigna que en el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano aparece que la poetisa nació en Madrid, y, en la Historia de la Literatura Española, en Bezana, provincia de Santander. Si los propios españoles no se pusieron de acuerdo en el lugar de su nacimiento, ¿por qué sorprendernos el lapsus de Martí?.
Aciertan al afirmar que a lo largo de los años no hubo acuerdo en lo que respecta al lugar de nacimiento de Rosario de Acuña. En Cuba nació para Martí; en Cantabria para Julio Cejador y Frauca, que en su Historia de la Literatura la hace nacer en Bezana, lugar que también defiende alguna publicación extranjera, como la Enciclopedia Italiana di Scienze, Lettere ed Arti (Roma, 1949); Pinto es, sin embargo, el lugar en el que más veces la han hecho nacer a lo largo de las últimas décadas, tanto es así que publicaciones muy recientes siguen insistiendo en que su nacimiento tuvo lugar en esta localidad madrileña. Pensemos que todo se deba a las distorsiones que el tiempo y el olvido, por un lado, y el amor al terruño, por otro, hayan producido en el correcto enfoque de las cosas. Lo que parece cierto es que cuando el nacionalismo naciente, hambriento de galardones que puedan alimentar la pasión compartida, escucha las historias del pasado común contadas con la enaltecida voz que endulza el sentimiento patriótico, todas las glorias presentes y pretéritas son insuficientes para engalanar las banderas de la patria, sea ésta grande o chica, y no se anda con muchos miramientos a la hora de sentir como propias aquellas glorias que, a la postre, resultan ajenas.
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