07 enero

145. Un admirador en la otra orilla


San Francisco en meditación, de Francisco de Zurbarán
A finales del año 1884 hace pública su adhesión a la causa del librepensamiento. En el mes de febrero de 1886 adopta el nombre simbólico de Hipatia al ingresar en la masonería. Para ella ya nada será igual desde entonces.

En una orilla –la que por su origen y educación para ella estaba reservada–  ha dejado a buena parte de sus amigos y familiares. En la de enfrente –por ella elegida tras largas y profundas meditaciones– vitorean el nombre de la recién llegada.

Al principio hubo algunos intentos para que lo reconsiderara, para que volviera al territorio que le era propio.  Sirva como ejemplo el relato que nos ha dejado nuestra protagonista acerca de las conversaciones que a mediados de los ochenta, «allá por los años de mi campaña en Las Dominicales», mantuvo con el benedictino José María Benito Serra y Juliá por entonces obispo in partibus de Daulia y cofundador de la comunidad de las Oblatas del Santísimo Redentor. Algunas décadas después, cuando el citado prelado ya duerme en paz, cuenta doña Rosario que en más de una ocasión habría acudido a visitarla, presumiblemente a su casa de Pinto, con la pretensión de que ésta abandonara el campo enemigo y regresara al lugar que, en su opinión, nunca debería de haber abandonado. Al obispo en cuestión, carlista confeso y muy dado a atacar por medio de sus habituales Cartas abiertas a cuanto prelado osara mostrar algún atisbo de comportamiento liberal, no le dolían prendas a la hora de conseguir recuperar para su causa a tan ilustre contrincante: «¿qué ventaja hay para esa pobre clase aldeana y popular en abrirla los ojos? Pan y catecismo es lo que necesita el pueblo para ser feliz». Lo que no sabía aquel obispo sin sede era que esa posición de la Iglesia con respecto al pueblo fue precisamente una de las razones que a ella la llevaron a abandonar a quienes, con argumentos tan cínicos, pretendían mantener a sus compatriotas sumidos en la oscuridad. Tampoco debía de saber que con su interlocutora, firmemente convencida del paso que había dado, no darían resultado aquellas aduladoras palabras con las que apoyaba sus argumentaciones: «¡Ah, si usted quisiera sería, entre nosotros, otra Teresa de Jesús, aunque no fuera santa!». No parece caber duda alguna, el Excelentísimo e Ilustrísimo fray Benito Serra y Juliá, Caballero Gran Cruz de Isabel la Católica, antiguo obispo de Puerto Victoria en Australia y, a la sazón, de la entonces inexistente diócesis de Daulia, encarna, a juicio de nuestra protagonista, muchos de los males que aquejan al clero español y que ella se ha propuesto combatir. De todas formas, es a la casta sacerdotal en su conjunto, al Sumo Sacerdote que asola «el país del Sol» (⇑) esparciendo por todas partes la sombra y el error, a quien dirige sus diatribas, no a tal o cual prelado. A su interesado visitante, por ejemplo, lo despacha con una irónica despedida:

Pobre obispo de Daulia, a quien le hice comer un día de viernes de cuaresma un pastelillo de foie-gras (¡sin duda consintió en pecar con la esperanza de catequizarme!) a la salud de los pobres aldeanos y del pobre pueblo, «el de los ojos cerrados».

No. No hubo retorno. Rosario de Acuña permaneció en la otra orilla hasta el momento de su muerte. En el otro lado quedan antiguos amigos y familiares que se van distanciando. También nuevas y numerosas enemistades: muchas mentes escandalizadas, muchos púlpitos condenatorios, muchas plumas beligerantes. Cierto es que también hubo entre los miembros de la grey alguno que, cautivado por la pureza y honestidad, por el testimonio vital de aquella librepensadora y masona, quiso proclamar a los cuatro vientos sus virtudes. Me estoy refiriendo a  Nicolás E. Ozalla, doctor en Farmacia y profesor mercantil. De su relación con Rosario de Acuña tenemos noticia por varios escritos. En uno de ellos, titulado «La barca de Acuña» (⇑), el maestro Luis Huerta Naves nos da cuenta de una de estas reuniones, una velada en la que Acuña y Ozalla «confraternizan encantadoramente».

Plácido arrobamiento nos invade, sintiendo en el fondo de nuestro ser la vibración sentimental de la belleza. Estamos en el augusto Templo de la Libertad. De labios del femenino apóstol del librepensamiento brotan sutiles pensamientos plasmados en formas impecables de lenguaje. El santo misionero de la Libertad, sincero y afectuoso, nos descubre su alma delicada, profundamente religiosa y profundamente humanitaria... Y he aquí el prodigio del espíritu de tolerancia: Acuña y Ozalla confraternizan encantadoramente. ¡El librepensamiento y el franciscanismo fundiéndose en fraternal abrazo de espíritus!

Ciertamente, Juan Nicolás Elías y Ozalla era terciario franciscano, es decir,  miembro de la tercera orden fundada por Francisco de Asís, integrada por seglares de uno y otro sexo. Un franciscano seglar, casado, padre de siete hijos y residente en Gijón, donde regentaba una farmacia sita en la calle Pi y Margall.  Su afición por la ciencia y la naturaleza le venía de tradición familiar, pues su abuelo (Nicolás Elías y Lázaro, farmacéutico en la localidad riojana de Soto de Cameros) compartió casa en Madrid con el también farmacéutico Xavier de Arizaga (1748-1830), pionero de la Botánica en La Rioja y el País Vasco, que al morir dejó sus trabajos en forma de cuatro manuscritos inéditos. Pues bien, tres de esos manuscritos estaban en Gijón, en manos de Nicolás Ozalla.

En 1923 falleció Rosario de Acuña, a la edad de setenta y dos años. Un año después lo hizo su amigo, el farmacéutico franciscano. Era joven, tenía cuarenta y ocho años y, según parece, no pudo resistir el dolor  que de él se apoderó tras la muerte, con tan solo dieciséis años, de una de sus hijas ocurrida unos meses antes.

Unos días después de conocerse el luctuoso suceso, El Noroeste publica en su primera página el artículo titulado «Un recuerdo de Nicolás E. Ozalla. Ofrenda». Carlos Lamo, su autor, compañero durante tantos años de la librepensadora y conocedor de la admiración que Nicolás sentía por ella, nos da cuenta de alguno de sus propósitos:

A la muerte de doña Rosario, este hombre puro tuvo la idea que me comunicó, lleno de emoción sentida,  de escribir un estudio para justificar, a los ojos de los católicos, en una revista, órgano de una orden religiosa de vuelos filosóficos, la vida austera y pura, las opiniones y la verdad y la sinceridad de doña Rosario en sus creencias espirituales y deístas... El «¡non possumus!» debió levantarse en alguna parte para impedirla realizar su noble propósito. Tengo la plena seguridad de que el alma de Ozalla sufrió, al no realizar lo que él me dijo iba a ser «¡Una justicia!» y «¡Una buena, honrada y debida acción!»... Después, cuando el tiempo pasó, yo le veía molesto al encontrarme, no atreviéndose a hablar larga y tranquilamente conmigo... ¡Pobre alma sencilla y honrada!... Yo sabía que no podrías efectuar tu propósito... Mas, tú estabas al otro lado de las pasiones, iluminando tu corazón y tu pensamiento con la mágica luz de tu lámpara inmaterial, alimentada solo de! más puro amor a la justicia y a la caridad... Y estos valores no cuentan entre las gentes del día o ante hieráticos poderes formidables...

 Aquel propósito no llegó a convertirse en realidad. No debe de extrañarnos. Hubiera estado bien, aunque solo fuera por el ejemplo de tolerancia  que tal estudio pudiera llegar a representar para todos, para los fieles católicos, también. Sí, hubiera estado bien. Aunque, puestos a pensar en lo que pudo haber sido y no fue, mucho mejor sería poder escuchar la conversación mantenida entre aquella anciana heterodoxa y su admirador, el terciario franciscano.





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