Hubo quien dijo que aquella dolorosa enfermedad ocular que padeció en su infancia, que aquella ceguera intermitente que tiñó de negro algunos de sus juveniles días, le abrió la puerta a una educación alternativa, diferente a la inicialmente prevista para ella, de colegio de monjas, piano y francés. Es una forma de verlo. Cierto es que la conjuntivitis escrofulosa –que tal fue el diagnóstico– modificó los planes iniciales, que madre y padre asumieron la enseñanza de lectura, escritura y demás materias escolares, que la naturaleza se convirtió en privilegiado espacio de aprendizaje; también los viajes.
Aunque su actividad viajera no obedeciera únicamente a cuestiones terapéuticas, que otras muchachas de su condición también ampliaron su mirada con nuevos escenarios, con otros horizontes, lo cierto es que la joven Rosario viajó y viajó, y lo hizo por buena parte de España, también por Italia, Francia o Portugal. Gracias a la acomodada posición de su familia y libre de las sujeciones escolares, cuando su enfermedad se lo permitía salía de Madrid para encontrar alivio en su mirada. Y lo solía hacer en tren, quizás por aquello de que su padre fue durante un tiempo inspector de ferrocarriles y, algo más tarde, delegado del Gobierno en el consejo de administración de una de las principales empresas ferroviarias; quizás también porque sus años juveniles coincidieron con el despliegue de la red ferroviaria. Así que, hablar de sus viajes supone, también y en cierta medida, hacerlo de la historia del ferrocarril en España.
Unos meses después de su nacimiento se inauguraba la línea Madrid-Aranjuez, la segunda que entraba en funcionamiento en la España peninsular y la de su estreno como viajera del ferrocarril, pues ese trayecto constituía la primera etapa de sus frecuentes viajes a la campiña jiennense, residencia de su familia paterna y escenario sanador para sus infantiles y doloridos ojos. Tal y como se cuenta en un comentario anterior (⇑), en cuanto se presentaba la ocasión propicia y alentada por la llamada de su abuelo Felipe («Venga esa niña al campo»), la niña se iba hasta el embarcadero de Atocha para tomar el tren correo de Andalucía. Los nombres de las estaciones que encontraba en el trayecto debieron de convertirse pronto en familiares: Aranjuez, Tembleque, Villacañas, Alcázar de San Juan, Manzanares, Valdepeñas... y así hasta la denominada estación de Baeza, donde, a pesar de que el nombre sugiriera proximidad al destino, aún debían de tomar un coche de caballos para salvar los kilómetros que los separaban del lugar donde le aguardaban los suyos.
Entre viaje y viaje a Andalucía, hubo otros más, y de alguno de ellos nos ha dejado pormenorizada constancia escrita. Tal sucede con el que realizó cuando contaba con quince o dieciséis años a Gijón. Viajó entonces en compañía de su padre, a disfrutar de los efectos salutíferos del mar, a los baños. Cuando salieron de la estación madrileña, la que con carácter provisional se había construido en las proximidades de la montaña de Príncipe Pío, ya sabían que el viaje no era directo, que tenían que hacer transbordos y que, además, poco después de La Robla debían de tomar un coche de caballos para llegar hasta Asturias, pues había tramos en obras y el tendido ferroviario por la rampa de Pajares no se concluiría hasta varios años después.
Aquel viaje no lo olvidó y, ya en la vejez, nos da cuenta de lo que ella recuerda de aquella aventura (⇑), con algunas inexactitudes debidas al largo tiempo transcurrido. Poco antes de llegar al último tramo de su recorrido por territorio leonés, el tren correo se paró bruscamente a pocos metros del lugar donde se habían levantado algunos raíles. Por las ventanillas podían verse hombres a caballo que, armados con escopetas y trabucos, amenazaban con la muerte a quien osara apearse. Otros entraban en los vagones pidiendo la documentación a los pasajeros. El que se subió al suyo aprovechó la circunstancia para coger los billetes que había en la cartera que su padre sacó para mostrarles su cédula de identificación. Al poco, un sonido de corneta dio por terminada la operación: los carlistas ya habían encontrado en otro de los vagones el botín que venían buscando. Tras la marcha de los asaltantes y con menos dinero en el bolsillo, padre e hija tuvieron que caminar en dirección a Busdongo, hasta encontrar cobijo en una de las casas del lugar. A la mañana siguiente, pusieron rumbo a Puente los Fierros, puerto abajo, en un carro tirado por un burro que habían conseguido alquilar en la localidad leonesa. Llegados a la primera estación, ya pudieron coger el tren que, al fin, les trasladaría a Gijón.
Exposición Universal de París, 1867. Ilustración con distintos motivos del jardín de horticultura habilitado en la isla de Billancourt |
A las pocas semanas de regresar de su estancia gijonesa, en el mes de septiembre de 1867, Rosario inicia un nuevo viaje. Se va a París a visitar la Exposición Universal y lo hace en compañía de su madre y de su padre. La estación de salida vuelve a ser la misma, la que con carácter provisional había construido unos años atrás la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España en las proximidades de la montaña de Príncipe Pío y que aún estará en funcionamiento unos años más, hasta que sea sustituida por una nueva construcción en 1882. En cuanto a los itinerarios, dos eran los opciones que tenían a su disposición para llegar hasta la frontera: podían viajar con la misma compañía que había construido la estación (Ávila, Valladolid, Burgos, Vitoria, San Sebastián, Irún-Hendaya) o hacerlo con la Compañía de los Ferrocarril de Madrid a Zaragoza y Alicante (MZA) que, tras el acuerdo alcanzado en 1861 con la empresa concesionaria de la ruta Zaragoza a Pamplona, organiza un servicio Madrid-París vía Tudela, Pamplona y Bayona, con una duración prevista de unas cincuenta y cuatro horas.
La Exposición, diseñada para mostrar al mundo la grandeza del Segundo Imperio, resultó ser la más grandiosa de las habidas hasta entonces. Había sido inaugurada por el emperador Napoleón III el primero de abril, y Rosario la visitó unas semanas antes de que fuera clausurada el último día de octubre. Los miles de expositores allí reunidos, en un extenso escenario de casi setenta hectáreas, le abrían la posibilidad de acceder a muchas páginas de muchos libros que no estaban disponibles en los colegios españoles. La visita le brindó la ocasión de acercarse a aquellas ventanas que para la ocasión habían abierto China, Egipto o Japón; también a conocer los últimos avances tecnológicos. Resultó ser una visita inolvidable. Volverá a Francia, regresará a París (⇑).
Su padre conoce bien el sector ferroviario. En los años sesenta, como inspector jefe de ferrocarriles, tuvo a su cargo la línea Madrid-Zaragoza, de la concesionaria Compañía de los Ferrocarril de Madrid a Zaragoza y Alicante (MZA); en el mes de marzo de 1873 es nombrado delegado del Gobierno en la Compañía de los Caminos de Hierro de Zaragoza a Pamplona y Barcelona. En estas ciudades tiene contactos y amigos, razón por la cual no debiera de extrañar que los considere un buen destino para su hija.
En el mes de octubre de 1872, diez años después de que se abriera la línea Madrid-Zaragoza, la joven Rosario de Acuña se desplaza a la capital aragonesa para presenciar los actos de consagración de la basílica del Pilar. Tal y como nos cuenta (⇑), ya se encuentra en la ciudad en los días previos, y el día 10, bien temprano, disfruta de los gigantes y cabezudos que recorren las calles zaragozanas; «la multitud de chiquillos que en confuso tropel y pánico terror van huyendo de las extravagantes figuras que representan; es entretenimiento curioso y divertido».
En ese tiempo se desplaza a Alicante, destino también de la MZA. Por lo que dice, la visita tuvo lugar en el mes de junio, es de suponer que de ese mismo año setenta y dos, antes de viajar a Zaragoza, aunque la crónica de este viaje (⇑) se publique semanas después. Lo primero de todo, el mar, tan diferente a ese otro, rugiente, inmenso y cambiante, que agita el litoral gijonés: «Nada hay tan poético, ni bello, como ese hermoso lago, recuerdo amoroso que el océano lanza al seno de la Europa y que, al reflejar el puro azul de nuestro cielo, se reviste de encantos mágicos e indescriptibles a la pluma del viajero».
Al año siguiente, cruzó de nuevo la frontera para pasar una temporada en Pirineos Bajos, que así era como se denominaba este departamento francés desde 1790. Sabemos que fijó su residencia en Bayona, pues contamos con algunos escritos que están fechados en esta ciudad. En casa debieron de pensar que aquel era un buen momento para alejarse de las convulsiones políticas que se vivían por entonces en España, buen momento para completar su formación con un mayor conocimiento del idioma y de la cultura del país vecino. Y Rosario se acercó de nuevo a la estación situada en la zona de la montaña de Príncipe Pío (la estación del Norte no entrará en funcionamiento hasta nueve años más tarde), para tomar el tren que la llevará a la estación de Irún, punto de conexión con la red ferroviaria francesa desde que en el verano de 1864 se levantara el puente internacional sobre el río Bidasoa.
Vista de la catedral de Bayona, grabado de Hélène Feillet (Koldo Mitxelena Kulturunea) |
Otro país, otra cultura, otro idioma. Los aires que se respiraban por entonces en esta localidad de poco más de veinte mil habitantes, próxima pero distante, debieron de despertar sentimientos de pertenencia a una patria temporalmente lejana, y la por entonces monárquica Rosario decide enviarle «Un ramo de violetas» (⇑) a Isabel de Borbón, exiliada en París desde que fuera destronada en septiembre de 1868:
Solo hay en Francia, para mí, Vuestro nombre, y al pisarla, a Vos sola, Señora, debo cantaros» [...]¡La patria! Aun la tierra que huellan mis plantas puede llamarse mía; al dar un paso más me encontré sin ella: más allá, nada, nada que pueda despertar mi cariño en el fondo de mi corazón español.
Además de haber dado rienda suelta a su sentimiento patriótico –y monárquico– con este folleto impreso en la misma Bayona en 1873, y que la exreina Isabel agradeció en una carta que le remite algunos meses después desde París, parece ser que Rosario abrió bien los ojos para no perder detalle de cuanto allí se encuentra y vuelve a Madrid con más saberes y experiencias (años después, tendrá bien presente a una viuda avicultora que allí conoció, el ejemplo que tuvo en mente cuando abrió su propia granja avícola ⇑), con nuevas amistades (que no se olvidan, por cierto, de felicitarla cuando se enteran por la prensa española del exitoso estreno de Rienzi) y con el deseo de realizar nuevos viajes a otros países.
Italia será el próximo. Pero mientras eso sucede, mientras inicia ese largo viaje, realizará algún otro, bien que más corto, y se embarcará alguna que otra vez en uno de esos trenes que desde Atocha la traslada a la Campiña de Jaén, a Baeza, Navalahiguera o a los altos de Tamaral... a Sierra Morena. Del que realiza en la primavera de 1875 ha quedado constancia escrita en La Mesa Revuelta, un nuevo semanario editado en Madrid en cuyas páginas se publican unas cuartillas que, tal y como había prometido, le envía a su amiga Julia Asensi, describiendo con su pluma la belleza de la Sierra, «la grandeza salvaje de sus panoramas, toda la sublime sencillez de sus habitantes, toda la inagotable riqueza de su fertilísimo suelo».
Aquella tierra y sus gentes representan el gratificante contrapunto al escenario ciudadano en el que transcurren sus días. La hermosura de aquellas soledades y la naturalidad de quienes las pueblan le resultan un tanto incompatibles con la mentalidad urbana, más proclive a los fastos y a las apariencias: «¿Quién podrá sostener la natural sencillez y hermosura de estas soledades trayendo a ellas los gérmenes de la civilización?». Dudas y preguntas acerca de la vida en la ciudad y en el campo, que volverá a plantearse años después y que la llevarán a abandonar Madrid, a alejarse de las aglomeraciones urbanas. Pero eso, como digo, años después, que ahora toca visitar Italia, que el momento es propicio para ello.
Resulta que en el mes de marzo de 1875 el Gobierno de Antonio Cánovas nombra Embajador Extraordinario y Plenipotenciario cerca de la Santa Sede a Antonio Benavides y Fernández Navarrete, un pariente suyo, que como «tío» es tratado, integrante de una familia que mantiene muy buenas relaciones con la suya paterna, más aún desde que María del Carmen Martínez de Pinillos y Benavides, sobrina de don Antonio, se casara con Cristóbal de Acuña Solís, hermano de su padre y, por tanto, su tío carnal. Resulta que unos meses después del nombramiento, cuando Antonio y su mujer ya llevan unos meses residiendo en el antiguo Palacio Monaldeschi, sede de la embajada, reciben a su «sobrina» Rosario de Acuña, que ha llegado desde Madrid para pasar unas semanas en Italia.
Desconozco cuál fue el itinerario de su viaje, si decidió dirigirse a Barcelona y utilizar un sistema alternativo para pasar la frontera, pues la conexión ferroviaria por Portbou aún no estaba operativa (se inaugurará cuatro años después, cuando entre en servicio el tramo que unía esta localidad con Figueras), o si, como parece más probable, atravesó el puente sobre el Bidasoa para tomar la línea que por Toulouse la llevara a Marsella y de ahí a Génova, por el tramo que unía la ciudad italiana con Francia y que había sido inaugurado tan solo cuatro años antes.
Fuera cual fuera la alternativa, lo que está claro es que por aquel entonces, en el tiempo de nuestras tatarabuelas, lo trasladarse de Madrid a Roma no era cualquier cosa. Si el viaje a París, el que realizó años atrás para visitar la Exposición Universal, fue largo, de más de cincuenta horas de duración, este no lo será menos y, además, deberá transitar por tres redes ferroviarias distintas, la española, la francesa y la italiana.
Tras aquel largo viaje en ferrocarril, ya se encuentra en su destino, ya está en Roma (⇑), la ciudad tantas veces estudiada: el Coliseo, los Foros, el Circo Máximo, el castillo de Sant´Angelo, las termas de Caracalla, el panteón de Agripa, las catacumbas, las basílicas paleocristianas, el Vaticano... Mucha historia, muchas emociones, muchas experiencias, muchas cosas que contar...
Bien se puede decir que su estancia romana propició algunos cambios notables en su vida. Pocos meses después de su regreso estrenará en un teatro madrileño su primera obra dramática, que tiene por protagonista a un tribuno del pueblo romano que en el siglo XIV proclamó la república. El éxito de crítica y público que cosechó Rienzi el tribuno le abrió las puertas del mundo literario, de teatros, periódicos y revistas. Semanas después de aquel exitoso estreno contraerá matrimonio con un joven militar y abandonará Madrid. La última vez que tomó el tren en la estación de SALIDA (y a la vez de regreso) de su ciudad natal fue, precisamente, cuando lo hizo en unión de Rafael para iniciar su viaje de novios por tierras andaluzas. A su regreso, volverá a hacerlo de nuevo para marchar con su marido a su nuevo destino y allí se quedará: Zaragoza tomará el relevo de Madrid. Con la excepción, de un pequeño periodo de tiempo, en aquellos meses en los que, a principios de los noventa, allí estuvo recluida para recuperarse de unas graves fiebres palúdicas, ya no volverá a residir en la capital. Cuando a lo largo de los años se apee en una de sus estaciones, sabe que deberá regresar a la capital zaragozana, a Pinto, a Santander o a Gijón.
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