Parece ser que Rosario de Acuña comenzó a utilizar los versos para expresar sus emociones siendo aún muy jovencita. Tan prematura debió de ser en esto de la rima que a la edad de veinticinco años nos dice que ya llevaba dieciocho haciendo versos, «muchos y desiguales renglones que con lápiz, carbón o tinta iba escribiendo en ratos tan perdidos, que ni de ellos me daba cuenta». No será, sin embargo, hasta el año 1874 cuando aparezca publicado su primer poema En las orillas del mar (⇑), primero en La Brújula y un par de meses después en La Ilustración Española y Americana. Debió de gustar, pues poco tiempo después publicó nuevas poesías en El Imparcial, La Iberia o La Crítica. Algunos ya alertaron por entonces de la valía de la nueva escritora. Tal fue el caso de Gumersindo Laverde, quien no perdió tiempo para comunicar a Menéndez Pelayo su nuevo hallazgo. En una carta fechada a primeros de enero le escribe: «Y ya que de noticias sobre escritores hablo, diré a V. que en el periódico La Crítica aparece una nueva poetisa, Dª Rosario Acuña». Unos días después le señala que la citada «suena entre los autores de poesías leídas en uno de los teatros de Madrid para solemnizar el primer aniversario de Bretón». Más extenso es el comentario que le dedica en septiembre de 1875 el poeta Juan Tomás Salvany en el artículo titulado «Escritoras madrileñas» publicado en Álbum de la mujer:
Amiga de Julia y como ella joven e inspirada, aunque más soñadora, más intrépida y menos práctica es la bella poetisa, si mal no recordamos andaluza, Rosario de Acuña y Villanueva. Tuvimos ocasión de
oirla una noche en el Liceo Piquer, notabilísima tertulia artístico-literaria, de la que tal vez nos ocupemos otro día. Leyó una bella composición que supo arrancar a la selecta concurrencia aplausos
espontáneos. Su voz era delicada y conmovida como sus versos; su figura ideal, y distinguidas sus maneras; sus rubios cabellos y azules ojos parecían otras tantas baladas alemanas, cayendo como benéfica lluvia del espíritu sobre los marchitos corazones. Desde entonces no hemos vuelto a verla, pero jamás la olvidaremos. Pasó como una exhalación que deslumbra y muere, y por esta circunstancia tal vez no sepamos apreciarla en su justo mérito. Encumbrada en las altas regiones de la fantasía que usurpa frecuentemente la solidez de la inteligencia, peca acaso de difusa, pero sus versos son conmovedores y fluidos siempre. Sirvan de muestra las siguientes estrofas entresacadas de una composición que titula Las aves del cielo (⇑):
Suave destello que la vida alumbras,
risueña imagen de hermosura extraña,
¿cuál es tu nombre, que saberlo quiero?
«Soy la esperanza»
¿Por qué te alejas de mis turbios ojos?
¿Por qué en el cielo desplegar tus alas?
¿Dónde caminas que saberlo quiero?
«Voyme a mi patria»
En esta forma sigue describiendo la gloria, el amor, las ilusiones, y
termina con este suspiro consolador, arrancado a lo más profundo de su
alma:
¡Todo se aleja del mundano suelo!
¡Todo en la tierra para siempre acaba!
¡Feliz momento cuando el alma diga!...
«Voyme a mi patria»
Siga Rosario de Acuña por la noble senda que ha emprendido, procure
amoldar a las exigencias del arte los arranques de su rica fantasía, y
la fundada esperanza de hoy se convertirá más adelante en sazonado
fruto.
No contento con estas palabras, en el volumen se incluye una poesía sin título («Cuando viene la ilusión/ haciendo en la vida el nido...») de la poeta de rubios cabellos y azules ojos.
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