01 agosto

9. Su suegro, estafador convicto y confeso


Rosario de Acuña Villanueva y Rafael de Laiglesia Auset contraen matrimonio en la parroquia de Santa Cruz de Madrid el 22 de abril de 1876. Pertenecen ambos a lo más selecto de la sociedad madrileña, pues si la familia de Rosario está presente en la nobleza y los altos puestos de la Administración, la de Rafael cuenta con cierta raigambre en la milicia y en la política, no en vano Francisco de Laiglesia, el mayor de los hermanos,  acude a la boda como flamante diputado por la circunscripción de Puerto Rico.

Aunque en aquel ambiente tan distinguido, a los presentes –diputados, marqueses, literatos, altos funcionarios, gobernadores y otra gente de postín–  no se les ocurriera sacar los trapos sucios a relucir por respeto a los anfitriones, nosotros sí que podemos caer en esa tentación eximidos como estamos del deber de discreción por el largo tiempo transcurrido desde entonces. Veamos:

Augusto de Laiglesia Laiglesia, padre de Rafael y, por tanto, suegro de Rosario de Acuña, fue condenado en 1862 (catorce años antes de la boda) por un delito de estafa y falsificación  «en cuatro años de prisión menor, con suspensión de todo cargo y derecho político durante el tiempo de la condena». ¡Y todo por un caballo!

Dibujo publicado en Gaceta Agrícola del Ministerio de Fomento, Tomo XIX, abril-junio de 1881

El gusto por los caballos lo había heredado Augusto supuestamente de su padre,  el coronel Francisco de Laiglesia Darrac (1771-1852), Caballero de la Real Orden de Carlos III, fundador y director de la Real Escuela Militar de Equitación y autor de diversos textos sobre el caballo y las ventajas de su utilización en los ejércitos. Pues bien, el conocimiento de los equinos debió de ser el motivo que habría movido a los superiores de don Augusto, por entonces alto empleado del Ministerio de Fomento, (donde, por cierto, habría de coincidir con don Felipe de Acuña y Solís, padre de nuestra escritora) a nombrarle delegado del Depósito Central de Sementales situado en Leganés. Y fue en el desempeño de esta misión donde le sobrevino la tentación que lo llevó al delito, el cual se perpetró, más o menos, como a continuación se relata:

Encargado de la compra de cinco caballos sementales para los Depósitos del Estado, compró seis, aunque para ello tuviera que falsificar la Real Orden que autorizaba la adquisición con cargo al erario público. El sexto  lo compró «a un amigo suyo que le había encargado la venta de dicho caballo». Enterados los superiores del asunto, fue apresado don Augusto en Cádiz a pesar de que negara conocer al vendedor ni recordar haberle garantizado en la Tesorería Central.

Celebrado el juicio, fue condenado a la pena que más arriba se dijo, poco tiempo después conmutada por la de «confinamiento menor» en la ciudad de Segovia (¡no hay color!), que no terminó de cumplir, pues en 1866 «la Reina (q. D. g.) de acuerdo con el Consejo de Ministros» tuvo a bien indultarle del resto de la pena.

Aquí termina el relato del desliz de don Augusto, padre de don Francisco –primero diputado y más tarde presidente del Banco Hipotecario de España– y  de don Rafael –quien terminó sus días como director de la sucursal del Banco de España en Alicante–, y suegro de doña Rosario de Acuña y Villanueva.




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