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15 agosto

217. Acuerdo de separación

 
Hace un par de meses que ha cumplido treinta y dos años. Vive en una casa de campo situada a las afueras de una pequeña localidad del sur de la provincia de Madrid, alejada del bullicio ciudadano pero cerca del calor familiar pues se encuentra al lado de la estación del ferrocarril. Su marido, un joven teniente de Infantería, ha pasado  a la situación de supernumerario en el Ejército y, desde hace casi dos años, ejerce como visitador de Agricultura, Industria y Comercio, al tiempo que integra el equipo responsable de la edición de la Gaceta Agrícola, publicación trimestral del Ministerio de Fomento. Todo indica que el nuevo trabajo de Rafael, más próximo a las expectativas que por entonces tiene su mujer, y la tranquila y salutífera vida que les ofrece su nueva residencia campestre han conseguido abrir una nueva y prometedora senda tras haber dado por concluida la no muy satisfactoria etapa zaragozana (⇑).

Con la ayuda, en calidad de sirvientes, de un matrimonio manchego y de su hija, a quienes, gracias al patrimonio que por entonces poseía, podía pagar espléndidamente, se dispuso a disfrutar de aquel oasis paradisíaco, con la firme pretensión de convertir su morada en una unidad de producción autosuficiente, al tiempo que acogedora estancia para el solaz de sus moradores. Veamos: su nueva villa pinteña disponía de un palomar con pichonas moñudas o volteadoras; un corral con gallinas cochinchinas y de otras variadas razas; un establo con dos caballos, fuertes y mansos, compañeros necesarios en sus habituales expediciones por los caminos patrios (⇑); frutales diversos entre los que no faltaban los ciruelos, el albaricoquero, el nogal o la morera; arbustos y plantas de todas clases (acacias, madreselvas, enredaderas, claveles, azucenas, lirios…) que cubrían de sombra los cenadores y envolvían de delicados aromas el ambiente; un maizal, una cuidada huerta… y todo ello bien regado por múltiples regueras de animada agua.

Acaba de estrenarse el año 1883 y bien parece que se encuentra muy a gusto en aquel nuevo escenario, tan cercano a la naturaleza, que ha elegido. Tanto que no puede menos que contar sus vivencias y reflexiones. Lo hace en una nueva sección titulada En el campo que publica El Correo de la Moda. Sus escritos están destinados a las mujeres, a quienes asigna el papel protagonista en la necesaria regeneración de la sociedad. Está tan satisfecha con la opción vital que ha tomado que se muestra firme y segura a la hora de compartir sus experiencias: «Entrad resueltamente conmigo en el mundo adonde voy a llevaros». En el primer texto del año, titulado El tocador, sus palabras rezuman  la satisfacción que siente en su Villa-Nueva: «¡Toda la naturaleza se torna pura hacia la faz del día, adornada con las espléndidas galas de su tocado matinal! ¡Imitadla; como ella engalanaos, pura y sencillamente, para cumplimentar el deber de la vida!».

Apenas unas semanas después, el escenario se agrieta y tambalea. Aquella nueva y esperanzadora etapa va a verse bruscamente alterada al poco de haber comenzado. Su padre fallece a finales de enero a la edad de cincuenta y cuatro años.  Luego, como si esta inesperada muerte la hubiera precipitado, vino la ruptura definitiva de su matrimonio. Tenemos constancia de las dos fechas: la primera por las esquelas publicadas en la prensa; la segunda, por una anotación de la propia interesada en un ejemplar de su obra Rienzi el tribuno, tal y como se da cuenta en el comentario 115. Un amor entre dos quintillas (⇑)

Capitulaciones de boda y baile campestre, de Jean Antoine Wateau (Museo del Prado)
 
Pocos días después de aquel 27 de abril de 1883 Rafael se encuentra en Badajoz, donde desempeña el puesto de jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España, mientras que Rosario permanece en la casa de Pinto. Desde entonces vivirán separados pero, no lo olvidemos, legalmente continúan estando casados. Rosario de Acuña Villanueva sigue siendo la esposa de Rafael de Laiglesia Auset. Desconozco qué pasó aquel día, qué fue lo que hizo que aquella fuera una fecha destacada, lo que sí sabemos es que la separación, ella lo llama «divorcio», fue de mutuo acuerdo. De una parte de ese convenio ya me he ocupado con anterioridad. En el comentario 207. Separada hasta la muerte (⇑) hice mención a dos compromisos asumidos por Rafael: girar a su mujer una pensión, «escasa pensión» en palabras de la interesada, y otorgarle un «amplio poder marital» «para todo género de asuntos»; en el presente me referiré a algunos indicios que apuntan a una probable contrapartida asumida por parte de Rosario.

Resulta que, tal y como se recoge en la sección Su vida año a año ⇑ (a la que se accede pulsando en una de las pestañas situadas debajo de la cabecera de este blog), sabíamos desde hace tiempo que en el mes de febrero del año ochenta y cinco nuestra protagonista pasó unos días en Albacete, que durante su estancia se alojó en el hotel Francisquillo, en cuyas dependencias recibió a una comisión del Ateneo Albacetense, a un periodista del periódico local La Unión Democrática (de igual nombre que el publicado en Alicante) y a unos cuantos librepensadores de la ciudad. La noticia no tendría mayor transcendencia si no fuera por su relación con las que mencionaré más abajo, si no fuera porque en Albacete residía Rafael de Laiglesia desde que en el mes de octubre anterior fuera nombrado director de la delegación del Banco de España sita en aquella localidad... ¿Y si el motivo de aquel viaje no fuera otro que ver a su marido? La existencia de varias cartas de fecha posterior que hablan de un nuevo viaje a la capital manchega confiere verisimilitud a tal posibilidad.

A primeros de junio de ese mismo año y tras una exitosa intervención quirúrgica (⇑), el oftalmólogo Santiago de los Albitos libera a Rosario de la conjuntivitis escrofulosa que tantos problemas oculares, y no pocos dolores, le había causado desde la niñez. La operación, como queda dicho, resultó satisfactoria pero al doctor le preocupa el riesgo que conlleva un nuevo viaje a Albacete que la convaleciente tiene proyectado realizar, como bien podemos constatar tras la lectura de las cartas que con tal motivo se cruzan los protagonistas de esta historia en las semanas siguientes. No solo escribe a Rosario, también lo hace a Rafael. A ella le pregunta por las razones últimas de aquel desplazamiento: «¿Usted cree que debe ir? ¿Quién se lo manda, el mundo, la conciencia o el corazón?». A él le expone las razones médicas que sustentan la improcedencia de aquel viaje. La respuesta del marido no tarda en llegar desde la capital manchega: «con esta misma fecha le escribo prohibiéndole su venida a esta capital y relevándola por lo tanto del cumplimiento de un deber que se ha impuesto y del cual yo la eximo por un acto espontáneo de mi voluntad».

Si tal y como escribe Rafael, aquel viaje obedece al cumplimiento de un deber, restaría por saber si esta obligación autoimpuesta se debe a un hecho coyuntural (por ejemplo la epidemia de cólera que por entonces asola la vecina provincia murciana y de la que también se habla en las cartas), o se trata de algo más habitual, de un compromiso asumido por Rosario en el acuerdo de separación, en cuyo caso no sería Albacete su único destino, ni ese el único desplazamiento realizado por idéntica causa. Es entonces cuando adquiere importancia la existencia de una  referencia a otro viaje anterior que  realiza nuestra protagonista a Badajoz, localidad a la cual su marido se había trasladado tras abandonar Pinto. Se encuentra en uno de los documentos del archivo de Rosario de Acuña (⇑) que los responsables de la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid, accediendo diligentemente a la solicitud que en tal sentido les había realizado, tuvieron a bien hacerme llegar tras proceder a su digitalización (desde entonces son de libre acceso en su página web). Se trata de una carta fechada en junio de 1884 (*) que le envía el editor Florencio Fiscowich en contestación a otras dos suyas, en una de las cuales le había comunicado su inmediata partida a Badajoz donde tiene previsto pasar un mes.
 
A la vista de todo lo anterior, podemos concluir que, a finales de abril del año ochenta y tres, Rosario y Rafael alcanzaron algunos acuerdos para poner punto y final a su etapa matrimonial. Él se va del domicilio familiar, se compromete al pago de una pensión y firma un amplio poder marital mediante el cual la que fuera su mujer podía vivir como una persona libre, sin estar continuamente supeditada a la tutela de quien legalmente continuaba siendo su esposo. Ella, por su parte, asume la obligación de visitar a su marido en el domicilio de éste y así lo hace en, al menos, dos ocasiones: en el verano de 1884 cuando se instala en Badajoz durante un mes y en febrero del año ochenta y cinco, que pasa unos días en Albacete.

Llegados a este punto, no puedo menos que constatar una vez más ese extraño e inquietante fenómeno mediante el cual las nuevas certidumbres suelen traer consigo nuevos interrogantes: basta releer la quintilla siguiente y preguntarse por el significado último de algunos de sus versos.

27 de abril de 1883:
¡Siete años de ayer a hoy!
Vivo entre penas, sin gloria...
Tienes mi cuerpo... ¡la escoria!
Sola estaba; sola estoy.
 

= = = = =
(*) La fecha del documento tiene importancia para el asunto que estamos tratando, dado que Rafael de Laiglesia Auset ocupa el puesto de delegado del Banco de España en la capital pacense desde los primeros días del mes de mayo del año ochenta y tres hasta finales de octubre del ochenta y cuatro. Digo esto porque si la carta del señor Fiscowich hubiera sido escrita en el año 1882 como figura en el catálogo de la BHM, el viaje de Rosario a Badajoz no tendría la finalidad que le estoy atribuyendo. Afortunadamente, el contenido de la misma guarda relación con un asunto del cual ya me he ocupado anteriormente (⇑), razón por la cual sabemos que el poema a que se refiere en la misma (le recuerda que tiene pendiente cierta cantidad por los gastos de edición) es el titulado Sentir y pensar, que se inicia con una dedicatoria firmada en marzo de 1884.
 



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21 febrero

207. Separada hasta la muerte


27 de abril de 1883. Esa es la fecha de la ruptura. La dejó escrita. Pocos días después, la separación se hace efectiva: Rafael se encuentra en Badajoz, donde desempeña el puesto de jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España; Rosario permanece en la casa de Pinto. Ya no volverán a vivir juntos. El sábado 22 de abril de 1876, Rosario de Acuña y Villanueva, que por entonces contaba con veinticinco años de edad, y Rafael de Laiglesia y Auset, que había cumplido los veintidós, habían contraído matrimonio canónico ante el católico ministro y sus respectivas familias, quedando inscrito en el Registro Civil, al amparo del Decreto de 9 de febrero de 1875. Siete años después, la única constancia escrita de la ruptura de aquel vínculo se encuentra en un ejemplar de Rienzi el tribuno, tal y como se cuenta en el comentario 115. Un amor entre dos quintillas (⇑).

Edvard Munch: «Separación» (1894)

Tanto en el comentario arriba referido como en otros escritos, he tratado de indagar acerca de las posibles causas de la ruptura. Si fue por infidelidad del marido, como he leído en más de una ocasión, o se debió a otras razones que tenían más que ver con la asfixiante cotidianidad del limitado horizonte urbano (⇑). «Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre...»: sus propias palabras alientan varias hipótesis. En cualquier caso –haya sido la que haya sido la causa, de haber una sola–, lo que pretendo ahora es poner toda la atención en el día 27 de abril de 1883, en el momento de la ruptura. Sin duda ella sabrá el mañana que le espera; sin duda ha de ser consciente de cuál será su situación –incomprensible y paradójica para la mentalidad actual– desde el mismo momento en que recupere su soledad («Sola estaba, sola estoy»). A partir del último sábado del mes de abril del año ochenta y tres, Rosario de Acuña y Villanueva será, de hecho, una mujer separada de su marido, pero aún le deberá obediencia y precisará de su consentimiento para hacer públicos sus escritos.

La legislación liberal decimonónica no contemplaba ninguna otra posibilidad de disolución del matrimonio que no fuera la muerte. Ni siquiera lo hizo la Ley del Matrimonio Civil de 1870 cuando regula las causas de divorcio («El divorcio no disuelve el matrimonio, suspendiendo tan solo la vida en común de los cónyuges y sus efectos», art. 83). De todas formas, esa ley no era aplicable en su caso pues antes de su casamiento entró en vigor el decreto de 9 de febrero de 1875, que restablecía los efectos civiles del matrimonio católico. Desde entonces, el asunto quedaba de nuevo sujeto al Derecho Canónico, que era bien claro al respecto: «El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte». La de Rosario y Rafael había sido una boda católica y, por tanto, continuaba siendo una mujer casada, por más que se separara de su marido. Y así seguiría siendo hasta que la muerte disolviera el vínculo que había contraído cuando contaba veinticinco años de edad. Por muy separada que estuviera de su marido continuará sujeta a su tutela legal, pues según establecen las leyes vigentes deberá contar con su autorización para comparecer en juicio o para comprar y vender bienes; tampoco podrá publicar escritos, ni obras científicas ni literarias de que fuere autora o traductora, sin su consentimiento (⇑).

Claro está que ella no era la única española que padece tan sorprendente situación. Otras muchas compatriotas se encuentran también atrapadas entre aquella espada y aquella pared; entre mantener un vínculo, «que incluso obligaba a la unión carnal en casos de aborrecimiento entre los cónyuges» o aventurarse por la incierta senda de una separación –de hecho o de derecho–, que tan solo garantizaba la incomprensión, cuando no el desprecio o la marginación social, y en ningún caso la ansiada independencia legal del marido. Aunque no creo que cueste mucho esfuerzo sentir la asfixiante angustia de tantas mujeres atrapadas en el sinsentido, quizás no esté de más echar mano de la literatura y compartir con Carmen de Burgos los padecimientos de Dolores, La malcasada. Tampoco recordar lo sucedido a la propia Colombine, a Pardo Bazán o a nuestra protagonista.

Emilia Pardo Bazán y Rosario de Acuña

Suelo resaltar que Emilia Pardo Bazán y Rosario de Acuña fueron coetáneas casi perfectas. Y lo hago, no tanto por el hecho de que sus nacimientos tuvieran lugar con apenas unos meses de diferencia y sus muertes se sucedieran con un intervalo de dos años, sino por las sugestivas posibilidades que tal coincidencia nos brinda. Si al componente cronológico –que bien pudiéramos calificar en un principio de anecdótico–, unimos algunos otros que apuntan a similares vivencias infantiles y juveniles, contamos con la valiosa posibilidad de comparar el proceso de construcción de la identidad de dos mujeres que viven coyunturas muy similares. Del resultado de tal comparación he dado cuenta en «Rosario de Acuña y Emilia Pardo Bazán: dos trayectorias divergentes», incluido en el libro coordinado por Elena Hernández Sandoica, publicado con el título Rosario de Acuña, Hipatia (1850-1923). Emoción y razón, y tema del comentario 185. Siete miradas a una vida de mujer apasionante (⇑). Pues bien, ambas se encontraron en la misma situación que otras muchas españolas cuando el desamor les salió al encuentro, y las dos debieron de afrontarla de manera similar, lo cual no fue óbice para que una y otra siguieran trayectorias bien diferentes a partir de ese momento.

Siete años después de su boda expresa su desaliento al pie de la dedicatoria: «Vivo entre penas, sin gloria...». Rosario y Rafael acordaron su separación. «Sola estaba, sola estoy». Treinta y dos años tenía entonces. Toda una vida por delante, que en ningún caso podía estar supeditada a la tutela de quien legalmente continuaba siendo su marido. De ahí la importancia de aquel documento, del «amplio poder marital que para todo género de asuntos me otorgó el que fue mi marido al tiempo de nuestro mutuamente convenido divorcio». Por más que no le viniera mal el dinero, «la escasa pensión», que Rafael le entrega, aquel documento cuenta con un valor inestimable: le devuelve la libertad. Tiene en sus manos un preciado salvoconducto para transitar por los inescrutables vericuetos de la España del Concordato. Gracias a él puede entablar la querella por injurias y calumnias (⇑) contra La Unión Católica, firmar los contratos de edición de El crimen de la calle de Fuencarral (⇑) o El padre Juan, arrendar en la localidad cántabra de Cueto la finca donde instalará su granja avícola...

Rosario de Acuña y Villanueva, oficialmente casada, vivió lejos de su marido primero en Pinto y luego en tierras cántabras. Rafael de Laiglesia y Auset residirá en diversas localidades españolas a las que es sucesivamente destinado por el Banco de España: a finales de 1884 abandonará Badajoz para desempeñar el puesto de delegado en Albacete; a principios del ochenta y siete se convertirá en el director de la sucursal de Guadalajara; y en noviembre de 1890 lo será de la de Alicante, en donde permanecerá hasta su fallecimiento ocurrido el 16 de enero de 1901. Según recoge el certificado correspondiente, una gastritis hemorrágica acabó con su vida de manera prematura, cuando estaba a punto de cumplir los cuarenta y siete años. La noticia, que fue ampliamente comentada por la prensa alicantina, llegó al fin a Cueto, localidad cántabra donde por entonces residía la que había sido su mujer, y, desde ahora, su respetable viuda. Iniciados los oportunos trámites administrativos, el diez de enero de 1902 la Sala de Gobierno del Consejo Supremo de Guerra acuerda que «su viuda, como comprendida en la Ley de 22 de julio de 1891, tiene derecho a la pensión anual de mil ciento veinticinco pesetas», la que correspondía de acuerdo con el Reglamento del Montepío Militar a familias de comandantes en actividad, situación que disfrutaba el causante cuando falleció. La resolución concluía señalando que «dicha pensión debe abonarse a la interesada mientras permanezca viuda por la delegación de Hacienda de Santander desde el siguiente día al del fallecimiento de su marido».




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13 mayo

188. De Pinto, mi reina


Grabado de Ana de Mendoza, princesa de Éboli, publicado en los primeros años del siglo XX
Hubo un tiempo en el cual Rosario de Acuña fue nacida en Pinto, compartiendo con Bezana, Galicia o Cuba su errática cuna. A pesar de no ser pinteña, como fehacientemente sabemos (⇑) desde hace unos años, esta villa de la provincia de Madrid tuvo un destacado protagonismo en su biografía, pues en una finca campestre situada a las afueras de la localidad vivió una etapa trascendental.

Le puso por nombre Villa Nueva y allí comenzó una nueva fase en su vida, tras la no muy satisfactoria etapa zaragozana (⇑). Alejada de las aglomeraciones ciudadanas, se dispuso a disfrutar de aquel oasis paradisíaco, con la firme pretensión de convertir su morada en una unidad de producción autosuficiente, al tiempo que acogedora estancia para el solaz de sus moradores. Su nueva villa pinteña disponía de un palomar con pichonas moñudas o voltadoras; un corral con gallinas cochinchinas y de otras variadas razas; un establo con dos caballos, fuertes y mansos, imprescindibles compañeros en sus habituales expediciones por los caminos patrios (⇑); frutales diversos entre los que no faltaban los ciruelos, el albaricoquero, el nogal o la morera; arbustos y plantas de todas clases (acacias, madreselvas, enredaderas, claveles, azucenas, lirios…) que cubrían de sombra los cenadores y envolvían de delicados aromas el ambiente; un maizal, una cuidada huerta… y todo ello bien regado por múltiples regueras de animada agua.

Gracias a las gestiones que realizó su padre en el ministerio de Fomento (⇑), consiguió Pinto la ansiada feria de ganados que llevaba ya un tiempo intentando conseguir, lo cual debió de favorecer la consideración y el aprecio de la población hacia los nuevos vecinos. En Villa-Nueva su vida parece haber cambiado para mejor y en ello debe tener mucho que ver el nuevo escenario en el que viven. Pinto era el lugar ideal para los propósitos de Rosario: estaba poco poblado (por esas fechas apenas tendría unos 1 800 habitantes) y, sin embargo, no se encontraba muy alejado de sus padres, pues la línea de ferrocarril que unía la capital con Aranjuez tenía estación en el pueblo, en las proximidades de su villa campestre.

Entusiasmada con aquel prometedor futuro que se abre de nuevo en su vida, emocionada con la recuperación de las sensaciones rurales, restablecido su ánimo por efecto de los salutíferos aires campestres, convencida, en fin, de la influencia regeneradora de la vida en el campo para las personas y, por ende, para la sociedad, la nueva vida que ha emprendido en Pinto parece satisfacerla plenamente. No obstante, aquella aventura vital, aquella nueva y esperanzadora etapa, va a verse bruscamente alterada al poco de haber comenzado. En el mes de enero de 1883 fallece su padre, joven aún, pues apenas cuenta cincuenta y cuatro años de edad. La muerte «vino a recoger de mi lado el más querido, el más idolatrado de cuantos seres me rodeaban», se lamentaba a los pocos meses su desconsolada hija, quien ha dejado escritas numerosas muestras del cariño y admiración que sentía por su progenitor.

La muerte del padre parece precipitar la ruptura definitiva de su matrimonio. En el mismo mes de enero cesa Rafael de Laiglesia y Auset en su puesto de visitador de Agricultura, Industria y Comercio y en la Gaceta Agrícola, revista del ministerio de Fomento en la cual había encontrado trabajo por mediación de Pedro Manuel de Acuña, un pariente muy cercano (⇑). Cuatro meses después, se convierte en el nuevo jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España en Badajoz. Desde entonces sus vidas discurrirán por alejadas trayectorias. Huérfana de padre y definitivamente separada de su marido, los meses que siguieron a aquel aciago inicio de 1883 conformaron un tiempo de gran trascendencia para nuestra protagonista, a juzgar por el brusco giro que, tiempo después, tomó su vida. A finales del siguiente año hace pública su adhesión a la causa del librepensamiento (⇑), su intención de convertirse en tenaz luchadora en defensa de la libertad de pensamiento, de la libertad de conciencia. En febrero de 1886 se desplaza de Pinto a Alicante para ingresar en la logia masónica Constante Alona.

A pesar de que en Pinto ansiaba llevar una vida retirada, manteniéndose a cierta distancia de sus nuevos convecinos, sin involucrarse en la cotidianidad colectiva, el jueves dos de julio de 1885 se echa a las calles para pedir dinero en ayudar de las víctimas del cólera (⇑): «...adiviné que a mi lado había un pueblo que sabía conmoverse, y aunque lo desconocía en absoluto, pues ni siquiera por sus calles había transitado, armada de mi presentimiento; y buscando en mi memoria los nombres de unos cuantos amigos, a quienes siempre encontré cuando los he necesitado, puse en ejecución mi idea...»

Aquel pueblo que sabía conmoverse no la ha olvidado. En 1988, la Asociación de Mujeres de Pinto, que contaba por entonces con varios centenares de socias, decide incluir el nombre de quien fuera ilustre vecina de la ciudad para pasar a denominarse Asociación de Mujeres Rosario de Acuña. Por esas mismas fechas, el pleno del Ayuntamiento aprueba por unanimidad dar el nombre de la librepensadora a una de sus calles. Años después, fue la comunidad vecinal la que decidió, tras el proceso de votación abierto con este motivo, que el suyo fuera el nombre elegido: Centro Municipal Rosario de Acuña (⇑).

Imagen de la portada del libro De Pinto, mi reina
Tampoco la ha olivado Mario Coronas Arquero, autor del libro De Pinto, mi reina, que se ha presentado hace tan solo unas semanas. La obra realiza un recorrido por la historia de la localidad a través de doce reseñas biográficas de algunos de sus más ilustres vecinos. También de algunas de sus más ilustres vecinas, entre las que se encuentra Rosario de Acuña, quien, según su parecer, es «una mujer que te atrapa. Cuanto más profundizas en su vida y en su obra, más la admiras. Tuvo una vida apasionante en todos los campos. Renunció a una vida cómoda por defender sus principios. Fue una mujer transgresora en su tiempo, una de las primeras feministas, defendiendo la emancipación de la mujer. En Pinto su estancia no pasó desapercibida y todo lo que hizo aquí está plasmado en uno de los capítulos». Soy conocedor del interés de Mario Coronas por Rosario de Acuña desde hace ya unos cuantos años. En 2010 le propuse publicar un este mismo blog un escrito acerca de sus investigaciones sobre la posible ubicación de la que fuera su casa en Pinto. El resultado fue el comentario 52. «En busca de la casa de Rosario de Acuña» (⇑). Varios años después compruebo que, al igual que les ha sucedido a  otras personas que han profundizado en la vida de nuestra protagonista, él también ha quedado cautivado por el testimonio vital de esta mujer ejemplar.




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21 enero

168. El amigo de Gustavo Adolfo



Retrato de Gustavo Adolfo Bécquer pintado por su hermano Valeriano en 1854Al principio, cómo no, la poesía. Parece ser que nuestra protagonista comenzó muy pronto a utilizar los versos para expresar sus emociones. Tanto es así que, aún en la plena juventud,  nos cuenta que ya lleva mucho tiempo haciendo versos, «muchos y desiguales renglones que con lápiz, carbón o tinta iba escribiendo en ratos tan perdidos, que ni de ellos me daba cuenta».

La época lo favorece. Dado que desde el campo liberal no puede haber, al menos abiertamente, ninguna objeción a que cualquier persona haga uso de su derecho a expresarse libremente, y puesto que el espíritu romántico dominante impulsa la libertad creativa, las mujeres no encuentran en estos momentos obstáculos para dar rienda suelta a su subjetividad. La mayoría de ellas elige la poesía como el vehículo más apropiado para comunicar sus sentimientos, en razón de las escasas exigencias previas que tal medio de expresión les planteaba, amparadas como estaban por la ausencia de normas que defendía el Romanticismo.

¡Oh, qué pléyade inmensa de fantasmas
dejó tu pensamiento entre nosotros!
¡Qué ilusiones sin nombre, qué deseos
indefinibles unos, mientras otros
cuán bien sentidos!, ¡qué bien expresados!
¡Cuánta idea bullendo innovadora,
con luz hermosa entre la sombra oscura!

Es bastante probable que, de no haberlo hecho antes en algún periódico o revista, la joven poeta se entusiasmara con los fantasmas, las ilusiones, las luces, las sombras, las ideas, las pasiones, «la tristeza noble y resignada» del poeta en  aquellas Obras de Gustavo Adolfo Bécquer publicadas en 1871, gracias a la iniciativa que unos cuantos amigos tomaron el mismo día de su entierro.

¡Qué riqueza de luz cuando fue extinto
en las sombras eternas de la nada!
¡Qué pasión, qué dulzura, qué armonía
vivió en él encerrada,
y qué tristeza noble y resignada!

Tampoco debería de extrañarnos que hubiera puesto toda su atención cuando, en su círculo más cercano, oyera contar a un testigo presencial las circunstancias en la cuales Bécquer escribió Las hojas secas:

El gerente de la casa Gaspar y Roig, que asistía a la tertulia del Suizo y que le conocía mucho, le dijo: «Gustavo, ¿tendría usted algo para el almanaque voy a publicar? Pero poca cosa, una cuartilla, porque solo puedo dar por ella sesenta reales». «Aceptado –dijo Bécquer– porque acaban de presentarme una cuenta de esa suma». Al día siguiente, después de almorzar conmigo, cogió varios pliegos de papel con mi cifra y, «para pagar su deuda», según me dijo, escribió Las hojas secas, sin una corrección, sin una enmienda. Al leérmelas y oír mis elogios me añadió: «No tiene nada de extraño la rapidez y la forma de redacción, porque pensé anoche el artículo tal y como está aquí y la mano no ha hecho más que trazar lo que ya estaba en mi imaginación escrito»

El narrador de esta historia es Francisco de Laiglesia Auset, el hermano mayor de su novio Rafael, que había conocido a Gustavo Adolfo pocos años antes de que la tuberculosis acabara prematuramente con su vida. Parece ser que fue el último –y el más joven– de sus amigos más íntimos y a Rosario de Acuña no le faltarían ocasiones para escuchar las anécdotas que se contarían en aquella casa, pues todos habrían tenido la oportunidad de conocer al poeta en alguna de sus visitas, al decir del escritor y académico Emilio Gutierréz-Gamero, el marido de Dolores, una de las hermanas de Francisco y Rafael:

Mi cuñado, Laiglesia, adoraba a Gustavo, a quien conoció en casa de González Bravo, y desde entonces a ambos les unió una estrechísima amistad, pues eran coincidentes en ideas y en aficiones literarias. Mis visitas casi a diario, juntamente con mi mujer, al domicilio de los suyos, me pusieron en contacto con el excelso poeta, y así pude conocerle de cerca y holgarme con su amable y afectuoso trato, como me holgaba leyendo cuanto salía de su privilegiada inteligencia

Resulta verosímil pensar que en una de estas tertulias familiares, los presentes pidieran a Francisco que les mostrara alguna de las cartas del fallecido poeta. Bien pudiera ser que, vencidos sus pudores por poner de manifiesto las estrecheces que por entonces atravesaban los hermanos Bécquer, les mostrara aquella fechada en Toledo el 18 de julio de 1869: 

Mi querido amigo: Me volvía de ésa con el cuidado de los chicos y en efecto parecía anunciármelo, apenas llegué cayó en cama el más pequeño. Esto se prolonga más de lo que pensamos y he escrito a Gaspar y Valera que sólo pagó la mitad del importe del cuadro. Gaspar he sabido que salió ayer para Aguas Buenas y tardará en recibir mi carta; Valera espero enviará ese pico, pero suele gastar una calma desesperante; en este apuro recurro una vez más a usted y aun que me duele abusar tanto de su amistad, le ruego que si es posible me envíe tres o cuatro duros para esperar el envío de dinero que aguardamos, el cual es seguro, pero no sabemos qué día vendrá y tenemos al médico en casa y atenciones que no esperan un momento. Adiós. Estoy aburrido de ver que esto nunca cesa. Adiós, mande usted a su amigo que le quiere,
Gustavo Bécquer 

Damos por supuesto el interés de Rosario de Acuña por cuanto podría contar al respecto quien, no tardando, habría de convertirse en su cuñado. Su boda con Rafael les convertía en familiares; la común admiración por Gustavo aventuraba cierta complicidad entre ambos, potenciada, supuestamente, cuando en enero de 1882 la joven esposa firmó la poesía ¡Bécquer!... (⇑)

Ya eres polvo; ya nada de lo que era
calor o movimiento
queda de ti sobre la humana esfera;
sólo tu pensamiento
se ve lucir radiando en ancha llama,
y cuanto más se aleja
del mundo de los vivos más se inflama.
[...]

Aquella relación poética-familiar que tanto prometía se acabó diluyendo. Tan solo un año después (⇑) de que los versos dedicados a Gustavo Adolfo fueran publicados en las páginas de El Correo de la Moda, Rosario y Rafael separaron sus vidas para siempre: ella se quedó en la casa campestre de Pinto; él se trasladó a Badajoz para iniciar una nueva etapa laboral, esta vez en el ámbito bancario. Desde entonces las relaciones de Rosario de Acuña con la familia de su marido quedaron rotas. Tanto es así que, cuando su suegro fallece en junio de 1888, su nombre ya no figura en la esquela. Sí que lo hace su otra hija política Amelia Romea de Laiglesia, casada con Francisco.

Una de las esquelas aparecidas en la prensa comunicando el fallecimiento de Augusto de Laiglesia

Dando por hecho que la relación con su cuñado Francisco ha quedado interrumpida, es de suponer que Rosario de Acuña no estuviera al tanto del apoyo que en el otoño de 1910 prestó a la iniciativa de los hermanos Álvarez Quintero para erigir un monumento al, ya insigne, poeta en Sevilla. Tampoco que el señor de Laiglesia, gobernador por entonces del Banco Hipotecario de España, eligiera para su nueva residencia un edificio situado, ¿casualmente?, en el número ocho de la céntrica calle Bécquer. Menos aún que le hubiera comunicado la adquisición de un cuadro de Gustavo,  pintado por su hermano Valeriano en el año 1854 y cuya imagen ilustra este comentario. Rota la relación con el poderoso Francisco de Laiglesia y Auset, no parece verosímil suponer que fuera él quien informara a su cuñada, aunque solo fuera por el mutuo interés que ambos mostraron en el pasado por la figura de Gustavo Adolfo, de la publicación del folleto Bécquer. Sus retratos, obra de su autoría que vio la luz en el año 1922.

¡Oh, poeta! ¡Tu gloria conquistada
en medio de dolores tan profundos,
fue de tu corazón arrebatada
para llenar de luz entrambos mundos!

La prometedora relación poética-familiar quedó bruscamente truncada. Ni siquiera Bécquer. Ni siquiera la poesía. Aquella joven poeta de cabellos dorados que escribía versos imitando a Espronceda (⇑) y alabando las bondades de actrices (⇑), actores (⇑), dramaturgos (⇑), tenores (⇑) e inigualables escritores (⇑), se había convertido en una activa publicista, defensora de la libertad de pensamiento. La poesía –que no abandonó hasta su muerte– quedó para sí, par su entorno más próximo, para su disfrute personal. Su pluma se convirtió en incansable ariete que lucha  sin descanso contra la superstición y el oscurantismo.

Todo cuanto se siente; todo aquello
que llena el corazón y lo conmueve;
todo lo que es al alma bueno o bello,
y al pensamiento hacia lo justo mueve,
halla un eco dulcísimo y extraño
en los giros que diste a tus cantares;




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Rosario de Acuña y Villanueva. VIDA y OBRA (⇑)

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06 agosto

123. La otra Rosario de Acuña


Tras su boda, Rosario de Acuña Villanueva va a asumir un papel secundario en el matrimonio, como hacen la mayoría de las españolas. Una muestra pública de esa asunción de dependencia la constituye la pérdida voluntaria de su segundo apellido, el de su madre, que sustituye por el de su marido precedido de la preposición «de». Por obra y gracia de su matrimonio, aquella joven de apenas veinticinco años de edad deja de ser conocida como «Rosario de Acuña Villanueva» para convertirse en «la esposa de», en «Rosario de Acuña de Laiglesia». Así firma las obras que publica a partir del año 1877: Amor a la patria, Morirse a tiempo, Tribunales de venganza, Tiempo perdido, La Siesta, Sentir y pensar, además de los artículos que publica por entonces en El Correo de la Moda y otros periódicos. La utilización del apellido del marido es habitual entre las escritoras que por entonces cuentan con mayor repercusión social, como es el caso de Ángela Grassi… de Cuenca, Faustina Sáez… de Melgar, María del Pilar Sinués… de Marco, Josefa Pujol... de Collado o Concepción Gimeno… de Flaquer. Hay quien dice que lo hacen para demostrar públicamente que en su labor de escritoras cuentan con el apoyo de sus maridos, casi siempre personajes respetables e influyentes. Pudiera ser. No hay por qué dudar de que así lo creyeran y así lo vivieran. Lo que parece quedar fuera de toda duda es que el abandono del segundo apellido de la mujer representa una clara pérdida de su identidad, lo cual, según los casos, podría llegar a tener cierta trascendencia. Nada mejor que un ejemplo referido a nuestra protagonista para comprender mejor el alcance de lo que queda dicho.

Imagen distorsionada de un grabado de Rosario de Acuña Villanueva
Hace ya unos años cayó en mis manos un artículo cuyo título atrajo mi atención por razones que quien esto lee entenderá como obvias: «Consideraciones en torno a una pieza dramática estrenada en Andújar en 1867: Un problema de autoría (Mira de Amescua-Monroy), una página poco conocida de la vida de Rosario de Acuña...», escrito por Aurelio Valladares. Pues bien, el texto nos da cuenta del hallazgo de una pequeña obra de teatro de largo título: La Institución del Rosario: loa religioso-fantástico  en un acto y en verso; tomada, casi literalmente, de las comedias antiguas: El rosario perseguido de un Ingenio de la corte; y Los celos de san José, de D. Cristóbal Monroy. Para el autor del artículo esta pieza teatral tenía interés por varias razones históricas y literarias; para mí, por una en especial: la hipótesis que allí se plantea sobre un posible matrimonio anterior de Rosario de Acuña. Una vez que me hice con una copia de la referida obra pude confirmar fehacientemente el dato aportado por el autor del artículo. Allí se decía que aquella loa fue estrenada en Andújar, «en el precioso teatro del señor Juez de Primera Instancia D. Enrique Lassús Font, en octubre de 1867», y que el papel de la Virgen del Rosario fue interpretado por doña Rosario de Acuña de Lassús.

De la dedicatoria escrita en La institución del Rosario. Loa religioso… y del reparto de actores que interpretó esta obra, parece probado que en Andújar, en octubre de 1867, habría un matrimonio formado por Enrique Lassús Font, Juez de Primera Instancia de aquella localidad, y Rosario de Acuña de Lassús. Asumir sin más ni más que esta mujer fuera la hija de Felipe de Acuña y Dolores Villanueva es cuestión bien diferente. De entrada, existen evidencias, algunas apuntadas por el propio Valladares en su estudio, que plantean serias dudas sobre la verosimilitud de ese matrimonio. Aunque pasemos por alto la cuestión de la excesiva juventud de la esposa (en aquella fecha Rosario de Acuña no habría cumplido los diecisiete); los testimonios de la propia interesada, quien siempre manifestó haber estado casada con Rafael de Laiglesia y nunca nos hizo mención alguna a otro matrimonio anterior; o el hecho de que nos conste que ese mismo otoño estuvo con su padre y su madre en la Exposición Universal de París. Aunque pudiéramos encontrar algún tipo de explicación razonable a todas estas cuestiones, al final nos encontraremos con un argumento mucho más difícil de solventar: la existencia del segundo matrimonio, el que tuvo como marido a Rafael de Laiglesia. En el contexto jurídico de la época, para que Rosario de Acuña se hubiera casado con el comandante en 1876, tendría que haber quedado viuda del juez con anterioridad, pues el divorcio recogido en la Ley del matrimonio civil no supone, en ningún caso, la disolución del vínculo matrimonial, sino una separación de los cónyuges.

Esquela de Enrique de Lassús (El Imparcial, 31-5-1901)Ahí podría estar la clave. Si apareciesen evidencias de que el referido juez hubiese fallecido con anterioridad al año de su boda con Rafael, bien podría mantenerse abierta la posibilidad de una boda anterior con el referido Enrique Lassús. Ese era el camino y hacía ahí encaminé mis indagaciones. Buscando, buscando tuve la fortuna de dar con la Hoja de Servicios del juez, la cual nos aporta una serie de datos que considero clarificadores. Gracias a los datos allí reflejados sabemos que este juez, nacido en Granada en 1832, obtuvo el título de abogado en 1854;  que, en efecto, el 14 de abril de 1866 tomó posesión de la plaza de Andújar, donde permaneció hasta finales de octubre de 1868. De la relación de servicios incluidos en la Hoja obtenemos una evidencia concluyente: en 1876, cuando se celebra el matrimonio de Rosario de Acuña y Rafael de Laiglesia, el señor Lassús Font seguía vivo y, por tanto, la escritora no podría haberse casado nuevamente, razón por la cual podemos concluir que ella no era quien había representado aquella obra en Andújar, aquel día del otoño del año 1867.

La solución a este enigma la encontramos en Historia genealógica y heráldica de la Monarquía Española de Fernández de Bethencourt: detrás de la denominación Rosario de Acuña y de Lassús se esconde, en realidad, la personalidad de María del Rosario de Acuña y Espinosa de los Monteros, nacida en Andújar el 15 de abril de 1837, casada en la misma localidad el 3 de octubre de 1858 con Enrique Lassús y Font. Ocupaba el tercer lugar entre los hijos del XI Señor de la Torre de Valenzuela, Luis de Acuña Valenzuela y Calmaestra (1810-1861), y era nieta del X Señor, Pedro de Acuña Valenzuela y Cuadros, hermano del abuelo paterno de Rosario de Acuña Villanueva. Esto es, ambas mujeres (las dos, Rosario; las dos, Acuña) tenían un bisabuelo común: Juan de Acuña Valenzuela y Ortiz de Largacha, IX Señor de la Torre Valenzuela, siendo sus padres primos carnales. Por cierto, en el reparto de actores que figura en la obra también aparece Pedro Manuel, hermano mayor de la protagonista, que mantendrá una estrecha relación con el padre de Rosario de Acuña Villanueva, tal y como se comenta en el comentario 128. El primo Pedro Manuel (⇑).

Pudo haber más de una confusión al respecto, pues no era ésta la única prima con la que compartía nombre y primer apellido. Basta recordar a Rosario de Acuña y Martínez de Pinillos, ocho años más joven que nuestra protagonista, que era hija de su tío Cristóbal María de Acuña y Solís.




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Rosario de Acuña y Villanueva. VIDA y OBRA (⇑)

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10 junio

115. Un amor entre dos quintillas


Preguntado don José Echegaray por su opinión acerca de la obra Rienzi el tribuno (⇑) el día de su estreno, contestó lo que sigue:

Una maravilla. No se parece a ninguna de las Safos del siglo; hace resonar los viriles acentos del patriotismo, y siente la nostalgia de la libertad como si fuera un correligionario de don Manuel Ruiz Zorrilla. Una mujer muy poco femenina.

A lo cual su interlocutor se apresuró a contestar: «No lo crea usted, don José. Tiene la muchacha novio y está muy enamorada de él». Y al preguntarle el señor Echegaray por «el afortunado mortal», consigue averiguar que se trata de «un capitán de infantería».

Ciertamente, como señala el acompañante de don José, Rosario de Acuña Villanueva tiene por novio a un joven militar, teniente de Infantería con el grado de capitán que le fue concedido por méritos de guerra. Lo sabía de primera mano, pues se trata del también escritor Emilio Gutiérrez Gamero, cuñado del novio de la señorita de Acuña.

Dos meses después del estreno de Rienzi el tribuno, el sábado 22 de abril de 1876, la escritora y el militar se otorgan mutua promesa de fidelidad ante el católico ministro y sus respectivas familias. La «muy enamorada» y joven esposa escribe en un ejemplar del drama la siguiente dedicatoria:

A mi marido:
Sobre palmas de laurel
entré en la escena española;
allí me encontraste, sola;
¡no lo olvides, Rafael!

Fragmento del fresco El triunfo de Galatea, pintado por Rafael Sanzio en la Vila Farnesiana

Tras la boda, la pareja pasa su luna de miel por tierras de Andalucía. A su regreso, y casi sin tiempo para casi nada, deben volver a partir para  iniciar una nueva vida lejos de su Madrid natal, pues a Rafael le han destinado al Depósito de Ultramar que tiene su sede en Zaragoza. Y hacia allí se encaminan la noche del veintinueve de junio.

Una vez en la capital aragonesa, la pareja podrá lucir sus mejores galas: al capitán le ha sido autorizado el uso de la Medalla Conmemorativa de la Guerra Civil; la escritora, probablemente estimulada por el ambiente militar que la rodea, estrenará en un teatro local un nuevo drama dedicado a «los nobles descendientes de los inmortales zaragozanos de 1808» (Amor a la patria).

A finales de enero de 1880 el militar es dado de baja en su anterior destino, pasando entonces a la situación de reemplazo con la misma residencia; posteriormente es autorizado a trasladar sudomicilio a Madrid, manteniendo la misma situación. Finalizaba el año cuando Rafael, que ya debe tener tomada la decisión de abandonar el ejército, se traslada a Alcalá la Real (Jaén) donde le han ofrecido desempeñar el puesto de agente del Banco de España, para lo cual obtiene de las autoridades militares el oportuno permiso de residencia. En marzo del siguiente año pasa a la situación de supernumerario sin sueldo por el término de tres años «a fin de dedicarse a asuntos de familia»,obteniendo seguidamente autorización para residir en Pinto, una pequeña localidad del sur de la provincia, donde el matrimonio ha construido una pequeña quinta campestre. Han pasado casi cuatro años fuera de su ciudad natal y durante ese tiempo las cosas no debieron ir tal como se habían imaginado. Rosario nos da alguna pista al respecto cuando, refiriéndose a esta época, señala:

Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre...

 Los cambios de residencia y de trabajo (regreso a Madrid y posterior traslado a Pinto; Rafael queda desligado temporalmente del ejército y pasa a desempeñar un puesto en el ministerio de Fomento) parece que obedecieron a los acuerdos que toma la pareja después de que se hiciera evidente que las cosas no iban bien entre ellos. De todas formas aquella situación no habría de durar. En el mes de enero de 1883 la escritora, y campesina, recibe un duro golpe al producirse el fallecimiento de su padre. En ese mismo mes Rafael cesa en su puesto como visitador en el ministerio. Todo se acabó.

En el mismo ejemplar de Rienzi el tribuno que siete años atrás había dedicado a su marido, Rosario registró la fecha de la ruptura, añadiendo a la primera quintilla esta otra que aquí se escribe:

27 de abril de 1883:
¡Siete años de ayer a hoy!
Vivo entre penas, sin gloria...
Tienes mi cuerpo... ¡la escoria!
Sola estaba; sola estoy.

A partir de mayo Rafael ya se encuentra residiendo en Badajoz, donde desempeña el puesto de jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España, mientras su mujer continúa en la casa de Pinto. Ya no volverán a vivir juntos; por lo que sabemos, fue una separación amistosa (⇑): legalmente Rosario de Acuña seguirá estando casada y desde enero de 1901, momento del fallecimiento de  quien seguía siendo su marido, se convirtió en la viuda del señor Laiglesia y Auset (⇑).




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