21 febrero

207. Separada hasta la muerte


27 de abril de 1883. Esa es la fecha de la ruptura. La dejó escrita. Pocos días después, la separación se hace efectiva: Rafael se encuentra en Badajoz, donde desempeña el puesto de jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España; Rosario permanece en la casa de Pinto. Ya no volverán a vivir juntos. El sábado 22 de abril de 1876, Rosario de Acuña y Villanueva, que por entonces contaba con veinticinco años de edad, y Rafael de Laiglesia y Auset, que había cumplido los veintidós, habían contraído matrimonio canónico ante el católico ministro y sus respectivas familias, quedando inscrito en el Registro Civil, al amparo del Decreto de 9 de febrero de 1875. Siete años después, la única constancia escrita de la ruptura de aquel vínculo se encuentra en un ejemplar de Rienzi el tribuno, tal y como se cuenta en el comentario 115. Un amor entre dos quintillas (⇑).

Edvard Munch: «Separación» (1894)

Tanto en el comentario arriba referido como en otros escritos, he tratado de indagar acerca de las posibles causas de la ruptura. Si fue por infidelidad del marido o se debió a otras razones que tenían más que ver con la asfixiante cotidianidad del limitado horizonte urbano (⇑). «Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre...»: sus propias palabras alientan varias hipótesis. En cualquier caso –haya sido la que haya sido la causa, de haber una sola–, lo que pretendo ahora es poner toda la atención en el día 27 de abril de 1883, en el momento de la ruptura. Sin duda ella sabrá el mañana que le espera; sin duda ha de ser consciente de cuál será su situación –incomprensible y paradójica para la mentalidad actual– desde el mismo momento en que recupere su soledad («Sola estaba, sola estoy»). A partir del último sábado del mes de abril del año ochenta y tres, Rosario de Acuña y Villanueva será, de hecho, una mujer separada de su marido, pero aún le deberá obediencia y precisará de su consentimiento para hacer públicos sus escritos.

La legislación liberal decimonónica no contemplaba ninguna otra posibilidad de disolución del matrimonio que no fuera la muerte. Ni siquiera lo hizo la Ley del Matrimonio Civil de 1870 cuando regula las causas de divorcio («El divorcio no disuelve el matrimonio, suspendiendo tan solo la vida en común de los cónyuges y sus efectos», art. 83). De todas formas, esa ley no era aplicable en su caso pues antes de su casamiento entró en vigor el decreto de 9 de febrero de 1875, que restablecía los efectos civiles del matrimonio católico. Desde entonces, el asunto quedaba de nuevo sujeto al Derecho Canónico, que era bien claro al respecto: «El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte». La de Rosario y Rafael había sido una boda católica y, por tanto, continuaba siendo una mujer casada, por más que se separara de su marido. Y así seguiría siendo hasta que la muerte disolviera el vínculo que había contraído cuando contaba veinticinco años de edad.  Por muy separada que estuviera de su marido continuará sujeta a su tutela legal, pues según establecen las leyes vigentes deberá contar con su autorización para comparecer en juicio o para comprar y vender bienes; tampoco podrá publicar escritos, ni obras científicas ni literarias de que fuere autora o traductora, sin su consentimiento (⇑).

Claro está que ella no era la única española que padece tan sorprendente situación. Otras muchas compatriotas se encuentran también atrapadas entre aquella espada y aquella pared; entre mantener un vínculo, «que incluso obligaba a la unión carnal en casos de aborrecimiento entre los cónyuges» o aventurarse por la incierta senda de una separación –de hecho o de derecho–, que tan solo garantizaba la incomprensión, cuando no el desprecio o la marginación social, y en ningún caso la ansiada independencia legal del marido. Aunque no creo que cueste mucho esfuerzo sentir la asfixiante angustia de tantas mujeres atrapadas en el sinsentido, quizás no esté de más echar mano de la literatura y compartir con Carmen de Burgos los padecimientos de Dolores, La malcasada. Tampoco recordar lo sucedido a la propia Colombine, a Pardo Bazán o a nuestra protagonista.

Emilia Pardo Bazán y Rosario de Acuña

Suelo resaltar que Emilia Pardo Bazán y Rosario de Acuña fueron coetáneas casi perfectas. Y lo hago, no tanto por el hecho de que sus nacimientos tuvieran lugar con apenas unos meses de diferencia y sus muertes se sucedieran con un intervalo de dos años, sino por las sugestivas posibilidades que tal coincidencia nos brinda. Si al componente cronológico –que bien pudiéramos calificar en un principio de anecdótico–, unimos algunos otros que apuntan a similares vivencias infantiles y juveniles, contamos con la valiosa posibilidad de comparar el proceso de construcción de la identidad de dos mujeres que viven coyunturas muy similares. Del resultado de tal comparación he dado cuenta en «Rosario de Acuña y Emilia Pardo Bazán: dos trayectorias divergentes», incluido en el libro coordinado por Elena Hernández Sandoica, publicado con el título Rosario de Acuña, Hipatia (1850-1923). Emoción y razón, y tema del comentario 185. Siete miradas a una vida de mujer apasionante (⇑). Pues bien, ambas se encontraron en la misma situación que otras muchas españolas cuando el desamor les salió al encuentro, y las dos debieron de afrontarla de manera similar, lo cual no fue óbice para que una y otra siguieran trayectorias bien diferentes a partir de ese momento.

Siete años después de su boda expresa su desaliento al pie de la dedicatoria: «Vivo entre penas, sin gloria...». Rosario y Rafael acordaron su separación. «Sola estaba, sola estoy». Treinta y dos años tenía entonces. Toda una vida por delante, que en ningún caso podía estar supeditada a la tutela de quien legalmente continuaba siendo su marido. De ahí la importancia de aquel documento, del  «amplio poder marital que para todo género de asuntos me otorgó el que fue mi marido al tiempo de nuestro mutuamente convenido divorcio». Por más que no le viniera mal el dinero, «la escasa pensión», que Rafael le entrega, aquel documento cuenta con un valor inestimable: le devuelve la libertad. Tiene en sus manos un preciado salvoconducto para transitar por los inescrutables vericuetos de la España del Concordato. Gracias a él puede entablar la querella por injurias y calumnias (⇑) contra La Unión Católica, firmar los contratos de edición de El crimen de la calle de Fuencarral (⇑) o El padre Juan, arrendar en la localidad cántabra de Cueto la finca donde instalará su granja avícola...

Rosario de Acuña y Villanueva, oficialmente casada, vivió lejos de su marido primero en Pinto y luego en tierras cántabras. Rafael de Laiglesia y Auset residirá en diversas localidades españolas a las que es sucesivamente destinado por el Banco de España: a finales de 1884 abandonará Badajoz para desempeñar el puesto de delegado en Albacete; a principios del ochenta y siete se convertirá en el director de la sucursal de Guadalajara; y en noviembre de 1890 lo será de la de Alicante, en donde permanecerá hasta su fallecimiento ocurrido el 16 de enero de 1901. Según recoge el certificado correspondiente, una gastritis hemorrágica acabó con su vida de manera prematura, cuando estaba a punto de cumplir los cuarenta y siete años. La noticia, que fue ampliamente comentada por la prensa alicantina, llegó al fin a Cueto, localidad cántabra donde por entonces residía la que había sido su mujer, y, desde ahora, su respetable viuda. Iniciados los oportunos trámites administrativos, el diez de enero de 1902 la Sala de Gobierno del Consejo Supremo de Guerra acuerda que «su viuda, como comprendida en la Ley de 22 de julio de 1891, tiene derecho a la pensión anual de mil ciento veinticinco pesetas», la que correspondía de acuerdo con el Reglamento del Montepío Militar a familias de comandantes en actividad, situación que disfrutaba el causante cuando falleció. La resolución concluía señalando que «dicha pensión debe abonarse a la interesada mientras permanezca viuda por la delegación de Hacienda de Santander desde el siguiente día al del fallecimiento de su marido».




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