Tras muchos años de participar en la vida de El Noroeste, Rosario de Acuña debió de sentir como algo propio y cercano el periódico gijonés que durante tantos años difundió su pensamiento por toda Asturias, pues además de colaborar con sus escritos, mantuvo relaciones de amistad con algunos de sus periodistas. El joven redactor José Díaz Fernández nos da cuenta en un artículo publicado en 1924, de las charlas que mantenía con la escritora algunas tardes que acudía a visitarla. De Asturias, de poesía, de sus viajes por España y Portugal, de literatura rusa, de cine: «¡El cine! ¡Qué barbaridad! –decía indignada doña Rosario. Ahí no puede haber poesía sino inmoralidad y folletín. Yo nunca estuve». Antonio López Oliveros, quien fuera su director durante diecisiete años, de 1917 a 1934, también nos dejó escrito acerca de las conversaciones que mantenía de vez en cuando con la escritora. En una de ellas, ocurrida en 1917, le anima a que acepte la dirección del periódico que por entonces le habían propuesto: «Uno de esos días Rosario de Acuña y Villanueva, a la que yo visitaba con frecuencia en su refugio de El Cervigón (Gijón) me compelió en nombre del liberalismo español a que aceptase la dirección de El Noroeste, en el que ella vertía muy a menudo las nobles estridencias de su espíritu revolucionario indomable»
No es de extrañar, por tanto, que el periódico quisiera tributar un homenaje a quien fuera durante catorce años fuera una de sus más ilustres colaboradoras. He aquí un fragmento de la despedida publicada a toda plana en la edición del 8 de mayo de 1923:
«Está la pluma tan cargada de dolor, que no sabemos cómo empezar estas líneas amargas. Hubiéramos preferido un patético silencio, una grave y excepcional intimidad con nosotros mismos, para expresar hoy sin este torpe y defectuoso procedimiento de la palabra, todo el tumulto de nuestra emoción. El alma humana precisa a veces recogerse en sus propias sombras, en ese oscuro y triste recinto donde se desarrollan las tormentas sentimentales para encontrar válvulas a su angustia. Nosotros hubiéramos preferido callar y meditar, sentirnos más cerca de D.ª Rosario de Acuña, ahora que D.ª Rosario de Acuña no puede enardecernos con su palabra, ni hacernos partícipes de aquella conmovedora vehemencia que denunciaba su espíritu superior. Nosotros quisiéramos callar y pensar y sufrir por ella, por la mujer que ha muerto bajo el peso de la gloria, que, no otra cosa es la ancianidad, cuando la ancianidad significa epílogo y consecuencia de una vida ejemplar dirigida por el pensamiento.
»Pero hay que escribir y apresar en conceptos ese dolor íntimo, hay que escribir, aunque no sea más que por imitarla a ella, que escribió siempre, en sus momentos más duros, cuando tenía el corazón partido por la tristeza, y la vida le clavaba la garra inexorable de sus desgracias. Hay que escribir por ella, que tenía la pluma de acero, rígida, inquebrantable y poderosa para ponerla siempre al servicio del bien, de la belleza y la bondad; hay que escribir pensando en su pluma, que se mojó en todas las rebeldías y se mojó en todas las ternuras, y fue constantemente honda para arrojar ideas, arado para abrir surcos en los páramos del fanatismo y la ignorancia, escudo para los débiles y los oprimidos, llama deslumbrante de pasión generosa y de inquietudes renovadoras. Hay que escribir, y, si es posible, escribir con llanto, diluir en lágrimas el sentimiento que culmine en nosotros ante la desaparición corpórea de la mujer inmortal que amó y luchó hasta el fin como una Elegida.
»Hemos dicho inmortal, y así está señalada doña Rosario de Acuña. Su figura física, insignificante, pequeña, suave y ligera como la de una niña, parecía haber sido escogida por la naturaleza para contrastar con aquella alma grandiosa, fuerte y excelsa de mujer histórica. Era como si ella constituyese por sí sola ejemplo vivo de su doctrina, como si ella, espiritualista y esencial, pregonase la mezquindad de la materia bajo la influencia solemne y vigorosa del espíritu.
»El cuerpo pequeño y nervioso, polen de energías, fuente de idealidad, centro de ternura, irradiación sensible de ideas y emociones, poder creador de Arte, ha desaparecido. Eso es lo que lloramos todos. La mujer genial que lo amó todo, la vida consagrada a la lucha austera y al sacrificio pródigo, la urna de toda emoción perdurable, la amiga rebelde que soñaba con un régimen de justicia, la compañera que nos infundía valor, constancia y persuasión. Eso fue lo que se desvaneció, porque era vital y, por lo tanto, efímero y mortal. Pero, en cambio, su espíritu perdura por sí mismo, inflamado de inmortalidad. El secreto de la vida no está precisamente en conservar el equilibrio orgánico; está en ofrecer posteriormente, cuando ese equilibrio se pierda, una perpetua vida. El ser humano tiene un sentido superior cuando deja una herencia indestructible como fruto de una vida noble y fecunda. Y he aquí como D.ª Rosario, que desparramó su espíritu sobre los demás en sus siete decenios de existencia, continuará viviendo en sus obras, fecundará aún las almas de las generaciones venideras, porque la semilla ideal de la inteligencia, según el tiempo pasa fructifica mejor. La Historia hará justicia a esta mujer indomable, que fue combatida sañuda y violentamente por la reacción, que tuvo el desdén por los poderosos y el amor por los humildes, que vivió pobre, ultrajada y casi olvidada en su siglo, después de haber combatido bravamente contra el oscurantismo y la intolerancia y librado las más rudas batallas ideológicas.
»¿Quién no habría de amarla después de oírla, después de saber de su vida abnegada y pura? Habiéndose hallado constantemente en el tumulto social, seguía siendo femenina, dulce y soñadora. Seguía siendo mujer. El paralelo de su vida pública y de su vida íntima basta para hacer su elogio. Perteneciente a una distinguida familia madrileña, casada con un hombre también de rancia estirpe, su cerebro y su temperamento la llevaron a actuar intensamente en su época…»
»El cadáver encerrado en un modesto féretro, con arreglo a las disposiciones testamentarias (⇑), fue sacado a hombros de obreros que se disputaban este honroso tributo. La carroza fúnebre también modestísima, resultó innecesaria, porque el pueblo, las gentes humildes que viven del trabajo, y a las que dedicó doña Rosario el fruto de su talento y el tesoro de su innata bondad, se apoderaron del querido despojo encerrado en aquel modesto féretro y quisieron rendirle el último homenaje de su gratitud. Nada más conmovedor que presenciar el desfile de aquella multitud silenciosa y apenada [...] El cortejo fúnebre desfiló por las calles de la ciudad [carretera del Infanzón, avenida Rufo Rendueles, Juan Alonso, Marqués de Casa Valdés, Cura Sama, plaza de San Miguel, Covadonga, Concepción Arenal, Dindurra, Cabrales, carretera de Ceares], seguido de una imponente manifestación...».
»Ya en el cementerio civil, don Mariano Merediz, en nombre del duelo, pronunció un breve y sentido discurso ponderando la grandeza de pensamiento que fue la ejecutoria de doña Rosario de Acuña, y excitando a todos cuantos acudieron a rendirle el último homenaje, a seguir el ejemplo condensado en toda la obra de la eminente escritora, cuyo espíritu queda aún entre nosotros, para continuar la obra de redimir a las clases humildes del medio que las esclaviza.»
Entonces como ahora, lo importante es que el mensaje llegue a cuantas más personas mejor. El buen paño, la mejor idea, la eficaz consigna, deben salir de la preciada arca para que sean bien conocidas. Lo sabía, tenía que saberlo, cuando decidió...
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