11 noviembre

246. Remendando pingos para estar sin la indecencia del jirón

 

Primavera del año 1920. A pesar de que en noviembre del año anterior ha cumplido los sesenta y nueve, no para de trajinar, y desde bien temprano ocupa buena parte de sus horas en fregar, barrer, cocinar, lavar, remendar... En la casa de El Cervigón la bolsa no está para muchas alegrías, menos aún después de que los años pasados en el exilio portugués se hubieran llevado buena parte de los ahorros, tanto fue así que, a su regreso, no tuvo más remedio que hipotecar la casa, su único patrimonio. Desde entonces, no le queda otra que milagrear con los diecinueve duros que cobra de pensión para –además de todo lo demás– pagar el importe de los réditos. Todo por arremeter con palabras contundentes contra los agresores de una estudiante de la madrileña Universidad Central.

No es de extrañar que la llegada de aquellas mil pesetas fuera recibida como lluvia en tiempo de sequía, por más que aquellos doscientos duros no cayeran del cielo. No se lo podía creer, y se lo tuvieron que explicar. De acuerdo con la disposición testamentaria del librepensador malagueño Antonio Martín Ayuso, cada año se entrega esa cantidad de dinero a aquellas personas o sociedades que, habiéndose distinguido en su lucha contra el clericalismo y el fanatismo, «más hayan comprometido sus intereses o su porvenir en tal empresa». Ese año, la elegida es Rosario de Acuña que había sido propuesta por José Nakens, director de El Motín, en virtud de su larga trayectoria en defensa de la libertad de pensamiento. La destinataria, que no tenía noticia alguna de la existencia de tal legado, se apresura a escribir una carta en la cual, además de agradecer el donativo, procede a dar cuenta pormenorizada del destino que tuvieron cada uno de los duros recibidos.

Diego Velázquez: Vieja friendo huevos, 1618 (Galería Nacional de Escocia, Edimburgo)
Lo primero que hizo fue pagar lo que había comprado al fiado, empezando por las cosas del comer: «Sesenta duros para saldar deudas de judías, tocino, harina de maíz, aceite, patatas, cebollas, algún kilo que otro de carne y leche de la de botes, porque los campesinos no me venden la de vaca». La enumeración de productos con los que abastece su cocina viene a confirmar la penuria en la que vive por entonces, pues no parece que su alimentación fuera muy variada: de legumbres, las judías; ninguna mención al pescado; en cuanto a la fruta y a los huevos, cabría confiar en que siguiera teniendo un gallinero y contara con algún que otro árbol en su finca. En cualquier caso y a la vista de lo que ella misma cuenta, con esta lista de comestibles se las consigue apañar, con algo de ingenio y buena mano: «como yo soy una regular cocinera y no dejo que se me peguen las gachas, ni se socarren las judías, ni se deshagan las patatas, ni se quemen el aceite o las cebollas, resultan suculento festín con el cual hasta la fecha no se pasó hambre...».

Ciertamente, el del exilio no fue el único episodio de su vida que se saldó con un quebranto económico. Quizás el más reciente fue el que padeció algunos años antes, cuando vivía en la localidad cántabra de Cueto. Casi sin tiempo para encontrar una nueva vivienda, fue desahuciada de su granja avícola (⇑), en la que había puesto todas sus ilusiones, a la que había dedicado toda su dedicación durante cuatro años, en la que había invertido los ahorros de toda su vida. Y eso que en aquella ocasión ni siquiera había abierto la boca. Sucedió tras conocerse el éxito que había logrado, cuando la prensa santanderina se hizo eco de la medalla de plata que obtuvo en la Exposición Avícola Internacional celebrada en Madrid en el año 1902. Al parecer, la noticia de aquel galardón que premiaba su trabajo como avicultora, llegó a oídos de la dueña de la finca donde estaba instalada la explotación, «feligresa muy amada de un canónigo de la catedral de Santander». Fue entonces cuando la propietaria debió de darse por enterada de que tenía como inquilina a «una hereje» y fue entonces cuando, horrorizada por tamaña vergüenza y deshonor, la obligó a abandonar la finca: «me arrojó de ella (por cierto sin darme más que quince días de término para desalojarla), sin duda para tener más seguro el paraíso, y sin que me valieran las tres mil pesetas que había gastado en gallineros, cobertizos, etcétera, y aún tuve que derribarlo todo para dejarlo a gusto de ella… y del canónigo».

Por más que las tres mil pesetas que allí quedaron sepultadas constituían para ella todo un dineral (el equivalente a más de tres años de su pensión de viudedad), cierto es que la pérdida de entonces no puede ser comparable con la ruina ocasionada por su obligada estancia en territorio portugués una década después. Conviene no olvidar que durante los dos años de exilio no tuvo más que gastos (alimentación, alojamiento, transporte, ropa...), habida cuenta de que, por evidentes razones procesales y geográficas, le fue imposible cobrar ni una sola mensualidad de la pensión de viudedad que tenía asignada. Por si aquella sangría suelta no fuera suficiente, aun habría de llegar la noticia de un descuadre mayor en el ya muy maltratado libro de caja. Al poco tiempo de haber regreso a su casa gijonesa del acantilado –lo cual no hizo hasta haberse asegurado que estaba incluida en el indulto concedido por el Gobierno para los delitos de imprenta– se enteró de que el resto de sus ahorros había desaparecido, se había volatilizado en el proceso de suspensión de pagos por el que se adentró la empresa promotora de la Ciudad Lineal en el verano de 1914. 

Su interés en aquella iniciativa urbanística habría que situarlo en sus mismos comienzos, en los primeros años noventa del siglo anterior, coincidiendo con su obligada mudanza de Pinto a su Madrid natal, para curarse de unas fiebres palúdicas que la pusieron al borde de la muerte.  El proyecto  del ingeniero Arturo Soria se configura ante sus ojos como una atractiva alternativa a la insana vida ciudadana, de la que ha huido años atrás para recuperar el contacto con la naturaleza.  La luz de la razón al servicio del bienestar de los humanos: construir una ciudad nueva con calles anchas, manzanas de viviendas aisladas y separadas unas de otras por una masa de vegetación, «canalizaciones de agua, luz, calor, fuerza y electricidad», espacios reservados para los edificios de carácter colectivo, y perfectamente estructurada por una doble vía de ferrocarril que la habrá de unir al centro de Madrid. 

Tanto debió de agradarle aquella iniciativa que decidió apoyarla económicamente, quizás con una parte del dinero obtenido con la venta de su casa de Pinto. Lo cierto es que, como ella nos contará más tarde, dejó sus buenas pesetas en la Compañía Madrileña de Urbanización, la empresa promotora de la Ciudad Lineal, probablemente a cambio del derecho a percibir un lote de terreno en la futura urbanización. Pero claro, una cosa son los proyectos y otra muy distinta el proceso para su ejecución: como quiera que la empresa no contara con grandes accionistas  se vio obligada a recurrir a los pequeños ahorradores ofreciéndoles intereses atractivos, hasta el punto de que el pago de los mismos se llevaba una parte considerable de los ingresos, de suerte tal que para atender sus compromisos financieros precisaba la llegada de nuevos depósitos. Llegó un momento en el cual los gastos superaron a los ingresos, la empresa se declaró en suspensión de pagos y los ahorros de Rosario de Acuña pasaron a ocupar un espacio en el limbo de las finanzas.

Con la hipoteca de su casa a cuestas y sin un duro en el bolsillo, resulta que tampoco puede echar mano de aquel dinero. No hay más. De posibles herencias no sabemos otra cosa que lo que ella misma nos ha dicho: «Dos veces, en mi vida, vino a mis manos, por herencia, cantidad cercana a esta cifra y la rechacé». Quizás la ayuda económica de su madre y de su padre la recibiera en vida; tal vez fue, precisamente, el dinero para comprar la casa de campo en Pinto, el mismo que  se había volatizado con la suspensión de pagos de la Compañía Madrileña de Urbanización. Aparte de esa posible donación, tan solo atesora algunos objetos familiares, algunas joyas, convertidas ahora en dolorosa fuente de ingresos, prenda de un préstamo, que ahora puede recuperar con las mil pesetas del legado del difunto Ayuso: «Cincuenta duros de la cantidad han servido para rescatar alhajas empeñadas, que hubiera tenido dolor de corazón al perder, por haber pertenecido a mi abuela y madre». 

Así estaban las cosas. Disponía de poco más de tres pesetas diarias, y con esa cantidad tenían que vivir...  ¡dos personas! Porque el pariente que «habitaba en el piso bajo de la casa» no aportaba ningún dinero. Nada. Confieso que cada vez que leo esta carta de doña Rosario se me revuelven las neuronas. No alcanzo a entender que, al menos en esta situación de absoluta necesidad, el tal Carlos Lamo Jiménez (dieciocho años más joven que ella, licenciado en Leyes y gozando de buena salud) no hiciera lo posible por encontrar un trabajo remunerado. En fin, como respecto al tipo de relación que mantenían ya he escrito un comentario anterior (⇑), no es cuestión de volver sobre el asunto. El caso es que en aquella casa se vive con estrecheces (ella lo llama «seminecesidad») y que las penurias económicas por las que pasaba la ilustre pensadora de El Cervigón no pasaban desapercibidas para sus correligionarios. Tanto es así que aquel mismo años a su casa llegarán otras doscientas cincuenta pesetas, remitidas en este caso por un entusiasta admirador residente en Cuba. Gracias a aquellos ingresos inesperados, bien se puede hacer un exceso: «habrá que comprar zapatos, que ya andaban los pies con vergüenza de las zapatillas de invierno». 


 



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