En el verano de 1909 España vivió uno de sus momentos más convulsos. El domingo 11 de julio de aquel año se publica un decreto en la Gaceta de Madrid por el cual se autoriza al ministro de Guerra a «llamar a filas los soldados de la Reserva activa que considere precisos para nutrir los cuerpos y unidades del Ejército que estime necesarios». Días antes se había producido un ataque de las cabilas de la zona a los obreros que trabajaban en la construcción del ferrocarril que habría de unir el puerto de Melilla con las minas de Beni Bu Ifrur, cuya concesión estaba en manos de la Compañía Española de Minas del Rif. Se iniciaba así la denominada Guerra de Melilla.
A quien más preocupaba aquella movilización de los reservistas, decretada para asegurar el control de la zona de influencia española en el norte de Marruecos –y para proteger los intereses de algunas conocidos empresarios y/o políticos que eran accionistas de la sociedad propietaria de las minas–, era a las clases populares, pues eran sus integrantes los que tendrían que empuñar las armas. Quienes tenían el dinero suficiente podrían eludir el llamamiento, bien porque consiguieran que un sustituto a cambio de una cantidad ocupara su puesto, bien porque pagara al erario público una cantidad (seis mil reales: una cantidad que no estaba al alcance de la mayoría de la población) a cambio de la redención.
¡España masculina! ¡Hombres en cuyo cerebro se enciende el rayo de la idea, en vano agitaréis su luminaria, si en la oscuridad del hogar está resuelta la mujer a entenebrecer el porvenir! (Rosario de Acuña: «La mujer española» ⇑)
En las ciudades el descontento era mayor, pues al generado por esta leva forzosa habría que añadir el producido por el aumento de la competencia que el aumento del número de frailes y monjas suponía a la hora de encontrar un trabajo. Y es que a los que llegaban procedentes de Francia (lo hacían como consecuencia de la legislación laicista que se fue aprobando durante la Tercera República; en especial tras la aprobación en 1905 de la Ley de Separación de la Iglesia y el Estado), habría que añadir aquellos otros repatriados de Cuba y Filipinas. Con su presencia se complicaba el acceso a puestos de trabajo en escuelas, hospitales, asilos, reformatorios o prisiones.
La situación era aún peor en Barcelona, donde la conflictividad social se había ido agravando en los últimos meses alimentada por la crisis algodonera que desde el año anterior afectaba a su entorno rural más cercano. Será en la capital catalana, puerto de embarque de los primeros reservista, donde a finales de julio las tensiones obreras y anticlericales provoquen un estallido de acontecimientos violentos que la historiografía ha dado en llamar Semana Trágica.
A las decenas de muertos, centenares de heridos y edificios incendiados (muchos de ellos religiosos), les sigue la inmediata represión que pone en marcha el gobierno de Maura. Se clausuran los sindicatos, se cierran las escuelas laicas y se detiene a miles de personas. Los consejos de guerra concluyen con varios centenares de condenados a destierro o a cadena perpetua. Cinco de los detenidos fueron sentenciados a pena de muerte, entre ellos el pedagogo anarquista Francisco Ferrer Guardia, acusado de ser el máximo responsable de los sucesos.
Tras la condena se sucedieron manifestaciones y protestas en las principales capitales europeas, que se intensificaron tras la ejecución de Ferrer que tuvo lugar el 13 de octubre. En España, cada vez son más los que se unen bajo el lema «Maura, no».
Días antes, el 6 de octubre, los principales diarios habían publicado un manifiesto de Benito Pérez Galdós, por entonces diputado por Madrid, en el cual anima a sus compatriotas a abandonar la «resignación fatalista». Es hora, dice, de poner «fin a las persecuciones inicuas, al enjuiciamiento caprichoso, los destierros y vejámenes, con ultraje a la humanidad y desprecio de los derechos más sagrados». Es preciso enderezar el rumbo de la situación: «La desaforada aventura de la guerra del Rif y las enormidades de Barcelona reclaman enmienda urgente». Y para ello es preciso «Que la nación hable, que la nación actúe, que la nación se levante...»
Los liberales, los republicanos y los socialistas se movilizan en contra del gobierno de Antonio Maura y acuerdan celebrar una manifestación el domingo día 24.
Portada del diario El País del lunes 25 de octubre de 1909 |
Rosario de Acuña Villanueva, que no puede permanecer ajena a cuanto está pasando en su patria, decide salir a la arena pública y manifestar su opinión. Lo había hecho en septiembre poniendo en escena La voz de la patria (⇑), cuadro dramático que había estrenado en 1893 coincidiendo con la denominada Primera Guerra del Rif, trasfondo de su argumento. «Su sentido patriótico se relaciona con los momentos actuales, y eso, principalmente, fue lo que me impulso a "hacerla" en Gijón», según cuenta ella misma en una entrevista.
Semanas después, el mismo día de la manifestación convocada por liberales, republicanos y socialistas, El País publica una carta (⇑) suya dirigida a Galdós, en la cual, aceptando la invitación de su manifiesto, se pone a su entera disposición:
...y dígame dónde he de ponerme; si mi palabra escrita vale para fustigar la cobardía de las masas, dígame dónde he de escribir. Allí donde me mande sabré trabajar, sufrir y morir, como me lo ordena mi condición de española y de racional.
Y el día de la manifestación... ¡ella no podía faltar! No está en Madrid, pero sí en Gijón: ella es una de las miles de personas que asisten al mitin que se celebra en la plaza de toros. En el acto intervinieron oradores anarquistas, socialistas y republicanos y durante sus intervenciones se dieron «estruendosos vivas a Ferrer y a la Escuela Moderna y se han formulado terribles anatemas contra Maura y los jesuitas».
Al día siguiente, cuando la prensa se hace eco del clamor popular contra Maura, Rosario de Acuña coge de nuevo la pluma para enfriar los ánimos de todos y decir que aquello solo es un espejismo:
Todas las tempestades de aplausos que ayer resonaron en las ciudades y pueblos de España, ya están hoy desmenuzadas, enlodadas, corrompidas, por el mando de la Iglesia, que cuenta con las legiones femeninas, salvo excepciones y que serán, al fin inmoladas, oscura o solemnemente, por los odios de hiena del catolicismo
En su escrito, titulado «La mujer española» (⇑), afirma de manera clara y categórica que «todo cuanto se haga será inútil, si no se descatoliza el femenino patrio».
¡Jamás, jamás se verá la patria libre de la lepra que la ensucia y la ahoga, si no se extirpa esa semilla del alma femenina!
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