Su testimonio alimentó durante años la esperanza de numerosas mujeres; y muchas fueron las que públicamente agradecieron su valentía. Las páginas de Las Dominicales son buena prueba del entusiasmo que despertó entre las librepensadoras su adhesión a la causa. Pero no sólo fueron ellas; hubo otras, –ya fueran socialistas o anarquistas, ya fueran «despreciables e ignorantes mujeres» que luchaban por acabar con la postración social en la que se encontraban– que leían, estudiaban y debatían muchos de sus escritos. En España y en América.
Un ejemplo de la amplia repercusión que tuvo el testimonio de Rosario de Acuña lo encontramos en La Voz de la Mujer, una publicación editada en Buenos Aires a finales del siglo XIX que «aparece cuando puede», teniendo los primeros ejemplares periodicidad mensual. Gracias a la edición que realizó en 1997 la Universidad Nacional de Quilmes tenemos a nuestro alcance su contenido.
De los objetivos de la publicación nos da cuenta el número inicial, que salió a la calle el 8 de enero de 1896. Allí podemos leer las intenciones de sus promotoras:
Entonces quisimos romper con todas las preocupaciones y absurdas trabas, con esta cadena impía cuyos eslabones son más gruesos que nuestros cuerpos. Comprendimos que teníamos un enemigo poderoso en la sociedad actual, y fue entonces también que mirando a nuestro alrededor, vimos muchos de nuestros compañeros luchando contra la tal sociedad; y como comprendimos que ése era también nuestro enemigo, decidimos ir con ellos en contra del común enemigo, mas como no queríamos depender de nadie, alzamos nosotras también un jirón del rojo estandarte; salimos a la lucha sin Dios y sin jefe.
He aquí, queridas compañeras, el porqué de nuestro periódico, no nuestro sino de todos, y he aquí, también, porqué nos declaramos COMUNISTAS ANÁRQUICAS, proclamando el derecho a la vida, o sea, igualdad y libertad.
He aquí, queridas compañeras, el porqué de nuestro periódico, no nuestro sino de todos, y he aquí, también, porqué nos declaramos COMUNISTAS ANÁRQUICAS, proclamando el derecho a la vida, o sea, igualdad y libertad.
La reacción a aquella iniciativa de tan combativas mujeres no se hizo esperar. Ellas mismas lo cuentan en el siguiente número, publicado el día 31 de ese mismo mes de enero:
Apareció el primer número de La Voz de la Mujer, y claro ¡allí fue Troya!, «nosotras no somos dignas de tanto, ¡ca! no señor», «¿emanciparse la mujer?», «¿para qué?», «¿qué emancipación femenina ni qué ocho rábanos», «¡la nuestra, venga la nuestra primero! y luego cuando nosotros, "los hombres", estemos emancipados y seamos libres, allá veremos» La lucha sería larga, no les cabía duda alguna. No había más remedio que prepararse para una larga contienda; que pertrecharse bien pertrechadas con cuantos argumentos pudieran utilizarse en la batalla, también ideológica, que cada mujer debía de entablar en cada hogar. Toda ayuda era poca, toda luz insuficiente, razón por la cual no dudaron en echar mano de aquella que alumbraba en la distancia, al otro lado del océano. Y así fue como en ese mismo número dos que salió a la calle a finales del mes de enero de 1896, ocupó las páginas de La Voz de la Mujer un texto de Rosario de Acuña bajo el título «A los críticos».
¡Cómo, pues, sintiendo en mí algo de águila, había de pasar sobre tan hondas, monstruosas y sangrientas iniquidades, sin hundir mis garras en ellas, y sin agitar mi vuelo en derredor para que se disipe en lo posible el aire pestilente que envenena las almas de las desgraciadas mujeres!
¡De esas mujeres bárbara y miserablemente opresas por leyes arbitrarias y costumbres en pugna con los principios de la pura moral; inspiradas y protegidas por una secta farisaica que, nombrándose pomposamente emancipadora de la mujer, no intenta otra cosa que sumirla en la mansedumbre y en la resignación de los siervos; anulando su voluntad con torpes halagos, embruteciendo su entendimiento con viles concesiones; empequeñeciendo su espíritu con groseros artificios; llevando sus aspiraciones hacia todo lo mísero, lo vano, lo inútil, y haciéndola temer, o despreciar, todo lo positivo, lo trascendental, lo beneficioso; entregándosela al hombre, no como su compañera, sino como su hembra, y para mayor escarnio recomendándole la consideración hacia ella! ¡Como si en un concubinato, y lo es la unión de dos almas desemejantes, pudiera haber otra cosa que tirano y siervo!
¡Condición real del alma de la mujer en manos de esos seides del autoritarismo, los cuales no cejan en sus propósitos hasta no rendirla sumisa y dócil, como torpe bestia, en una conformidad sin límites, inagotable, que la entregue indefensa, y lo que es mis horrible, satisfecha, al soberbio amor propio del hombre, sin dejarla otro medio de apelación a los ultrajes que reciba, que una astucia de culebra y e1 envilecimiento de ciertas venganzas!
¡Oh!, que no le fuera dado a mi voluntad el poder de emitir una voz tan penetrante como dicen que será la de la trompeta apocalíptica, para que a sus voces se levantase los cadáveres de las almas femeninas y aunque fuera desgarradas y corruptas se alzasen en impotente muchedumbre, reclamando justicia ante la conciencia universal.
Está claro que las editoras de La Voz de la Mujer conocían bien la obra de Rosario de Acuña, al menos lo suficiente como para elegir de entre sus escritos alguno que viniera a consolidar su propia visión de la situación de la mujer. Optaron por utilizar un fragmento de un artículo titulado «A Lo Anónimo» (⇑), que había sido publicado en Las Dominicales del Libre Pensamiento unos años antes, para lanzarlo contra quienes habían criticado su posición y el propio nacimiento de aquel órgano de expresión. Lo encabezaron como sigue:
A los críticos
Para que se vea que no sólo nosotras, sino muchas más, comprenden el triste estado y pésima condición de la mujer...
Para que se vea que no sólo nosotras, sino muchas más, comprenden el triste estado y pésima condición de la mujer...
Aquel texto venido del otro lado del océano no sólo servía como arma arrojadiza contra los «falsos anarquistas», a quienes se les llena la boca de libertad y en el hogar quieren ser unos zares; también habría de servir para fortalecer los ánimos de las mujeres, para abastecer de pertrechos ideológicos, de argumentos a sus lectoras. Así que, ¡manos a la obra!:
Estúdiese este artículo y reflexiónese, y se podrá formar una idea de nuestra condición social.
La voz de esta mujer llamada Rosario de Acuña Villanueva volvía a atravesar el Atlántico, como ya lo había hecho para posarse en las páginas del semanario mexicano El Álbum de la Mujer tras convertirse en la primera en ocupar la tribuna del Ateneo madrileño; como hizo más tarde en las de El Progreso neoyorquino, cuando se hizo pública su adhesión a la causa del librepensamiento (véase el comentario 106. Heroína en Nueva York ⇑). La voz de esta mujer, incansable y generosa, estaba siempre pronta a partir hacia «la hermosa y fecunda hija de España». La voz de esta mujer encontraba siempre un hueco para apoyar a cuantas mujeres, sus amigas y compañeras («pues toda mujer que trabaja y piensa lo es mía»), se aprestan a la lucha frente a una sociedad que hace de la mujer la primera víctima:
... la desdichada mujer, que sube al patíbulo si mata, que se la empadrona en la infamia sí cae, que se la hunde en el hospital si la contagian, que se la asesina impunemente si falta, y que en cambio se la tiene como un menor de edad (¡!) para todos los actos de la vida en los cuales se trate de legislaciones, privilegios y regalías.
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