05 octubre

245. Dos mujeres y un santuario


Emilia Pardo Bazán de la Rúa Figueroa (La Coruña, 1851 - Madrid, 1921) y Rosario de Acuña Villanueva (Madrid, 1850 - Gijón, 1923) son dos coetáneas casi perfectas, dado que sus nacimientos tienen lugar con apenas unos meses de diferencia, y sus muertes se suceden con un intervalo de dos años. No solo vivirán en una misma época, sino que su crianza y educación serán también muy similares. Las dos eran hijas únicas y las dos tuvieron unos padres, y aquí me refiero al progenitor masculino, que creían en la igualdad intelectual de hombres y mujeres, y puesto que ellos son quienes en aquella España (la del Concordato de 1851 y la de la Ley de Instrucción Pública de 1857, conocida como Ley Moyano) cuentan con la autoridad requerida, son sus padres quienes les franquean las puertas a una educación más abierta.

Será su pasión –compartida– por la lectura la que dejará en ambas una huella más intensa. De los libros leídos pasarán pronto a los escritos, a la escritura creativa, ya sea en prosa o en verso. Luego, lo previsible, pues no tardarán en dar a conocer sus escritos en diarios y revistas. Tras las primeras escaramuzas en la prensa, recibirán los primeros reconocimientos públicos. Será, y ahí encontramos una nueva coincidencia, en 1876. Ese será el año en el que Rosario obtenga el aplauso del público, la aprobación de la crítica y los parabienes de renombrados escritores del momento tras el estreno de Rienzi el tribuno, su primera obra dramática. Ese será el año en que Emilia obtenga el premio al mejor estudio crítico de las obras de fray Benito Feijoo que se convoca coincidiendo con la celebración del segundo centenario del nacimiento del monje benedictino. El galardón supondrá un impulso a su actividad literaria, pues le va a abrir las puertas de la prensa nacional en cuyas páginas publicará por entonces artículos de divulgación. Gran satisfacción para Emilia que ve ahora reconocidos sus méritos como escritora y madre, pues meses antes ha dado a luz a Jaime, el primero de los hijos de su matrimonio con José Quiroga y Pérez de Deza, segundogénito de una rica familia hidalga y terrateniente, con quien se había casado seis años antes, cuando aún no había cumplido los diecisiete. Emilia ya era madre… Rosario, menos precoz, se había casado en abril de ese año, tras el exitoso estreno de Rienzi, con Rafael de Laiglesia Auset, teniente de Infantería con el grado de capitán que le fue concedido por méritos de guerra.

Así pues, al finalizar 1876 todo parece indicar que tanto Rosario, con veintiséis años recién cumplidos, como Emilia, que en septiembre cumplió los veinticinco, se han introducido de lleno en el mundo literario sin abandonar por ello sus obligaciones familiares. José Quiroga, el marido de Emilia, es un estudiante de Derecho y su esposa, cómo no, se traslada de La Coruña a Santiago para que su marido pueda continuar sus estudios. Rafael de Laiglesia, el marido de Rosario, es militar y poco después de su boda es destinado a Zaragoza. Y con él, cómo no, se va Rosario (⇑). Todo está de su lado: la tradición, la sociedad, la doctrina católica… las leyes. Tanto es así, tal es su situación de preeminencia que, conociendo lo que habrá de suceder después, resulta razonable preguntarse ¿Aceptaron sin más las exitosas actividades literarias de sus mujeres?

Santuario de Pastoriza (fotografía publicada en 1930)

Lo cierto es que en los primeros años ochenta los dos matrimonios se rompen. Emilia y José se ven de vez en cuando, asisten juntos a algunas celebraciones, se ocupan de forma conjunta del futuro de sus hijos, en especial de la educación de la más pequeña, pero viven separados: él en alguna de las fincas familiares y, no tardando, en el castillo de Santa Cruz, que adquirió por entonces; ella, en la casa de La Coruña o en Madrid. Rosario y Rafael también se separan. En los primeros meses de 1883 el marido se encuentra residiendo en Badajoz, donde desempeña el puesto de Jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España, mientras su mujer continúa en la casa de Pinto.

Será a partir de ahora, mediados los ochenta, cuando las vidas de Emilia Pardo Bazán y de Rosario de Acuña Villanueva, que hasta entonces habían transcurrido por escenarios tan similares, tomen caminos bien diferentes. Cuentan con una formación semejante, privilegiada para los momentos en los que les ha tocado vivir; se enfrentan a los mismos impedimentos sociales por su sola condición de mujer; adquieren significación entre sus contemporáneos por su actividad, por la labor profesional que desarrollan; critican abiertamente el papel secundario, cuando no de servidumbre, que la sociedad asigna a las mujeres… Pero, cuando no les queda otra que rehacer sus vidas, ambas tomarán distintas direcciones. Tan solo unos años después ya resulta bien evidente la lejanía en la que se encuentran, de manera especial respecto al papel que ha de desempeñar la Iglesia en la vida colectiva. La una, librepensadora –y masona, desde febrero de 1886–, une su voz a la de quienes critican el poder excesivo que ejerce la jerarquía católica en la sociedad española; la otra no duda en defender públicamente el magisterio de la Iglesia frente a los ataques de los anticlericales.

Una coincidencia nos va a permitir constatar lo alejados que por entonces se encuentran sus puntos de vista en relación con este tema. Resulta que con una diferencia de unas semanas las dos van a visitar el coruñés santuario de Pastoriza; resulta también que ambas dejaron escritas las impresiones que tal visita les produce. Emilia acude al santuario en compañía de unas amistades a mediados de junio de 1887. Lo hace para ofrecer a la virgen la corona de laurel y encina que le había regalado pocos días antes el Círculo Mercantil. No tardaron en hallar al párroco, quien, después de rezar y dar un vistazo al templo, les invitó a refrescarse en la rectoral con un excelente jerez. En aquella animada tertulia, en la cual el sacerdote dio cumplida respuesta a cuantas preguntas le hacían sobre la historia del lugar, surgió la propuesta de que doña Emilia escribiese una obra para que los peregrinos y devotos del santuario conocieran su historia, costumbres y tradiciones. «Al pronto el cura se ofreció a publicarla y discurrió que se vendiese a beneficio del santuario». Dicho y hecho. Antes de que concluyera aquel verano salió de la imprenta La leyenda de la Pastoriza, en cuyas páginas la señora Pardo Bazán, además de cumplir sobradamente con lo que se le había pedido, nos da cuenta de algunas impresiones sobre el templo: «El interior revela en cada detalle la actividad y excelente gestión del señor Cortiella: entarimado de madera, cielo raso del cuerpo de la iglesia, pilas de mármol, embaldosado de la capilla mayor, de mármol también, púlpitos de hierro, arreglos de la sacristía y bautisterio, imágenes nuevas de talla, ricos ornatos, y hasta el mullido almohadón de terciopelo y el reclinatorio que disfruté durante la misa, prueban que el lucimiento del culto y aun la comodidad de los peregrinos sibaritas están atendidos con extremo.»

Rosario visita el santuario unas semanas después, a mediados de septiembre. Llega tras haber estado en el de Santa Eufemia en Arteijo (Arteixo), de donde salió conmo-vida por las escenas que presenció, por los rituales que se allí se practican para que los «endemoniados» arrojen de sí al enemigo que los atormenta. El escenario se puebla de gritos e imprecaciones de familiares y romeros que exhortan a aquellos seres que aúllan en el altar mayor para que expulsen los demonios que llevan dentro. Incapaz de aguantar hasta el final, sale de allí despavorida preguntándose si no le produce más asombro lo que ha visto o el hecho de tener la seguridad que todo aquello sucede, como cosa sin consecuencia, con el consentimiento de todo tipo de autoridades. Con el re-cuerdo de estas imágenes bien presentes llega a Pastoriza: «Arteijo es el catolicismo bárbaro del siglo X; Pastoriza el catolicismo ilustrado del siglo XIX, el sensual, el erótico, el que se acomoda con la mayor satisfacción entre el sarao, la orgía y la corrida de toros […] Catolicismo afeminado, con el femenino de la vanidad, de la lujuria y de la hipocresía, que coloca en las manos de sus adeptos el voluminoso devocionario de rica encuadernación, y ofrece a sus rodillas el reclinatorio de suave terciopelo y talla de roble…»

Un mismo escenario, dos puntos de vista diametralmente opuestos. Cuando aún no han cumplido los cuarenta, estas dos mujeres –coetáneas casi perfectas, nacidas y cria-das en ambientes y condiciones muy similares– mantienen posiciones antagónicas en materia religiosa, en relación al papel que juega y que ha de jugar la Iglesia en la sociedad española. Y ese diferente posicionamiento tiene el correspondiente correlato en su vida privada.

Rosario traba amistad a finales del ochenta y siete con un grupo de jóvenes que se han asociado en un denominado Ateneo Familiar, al frente del cual figura Carlos Lamo Jiménez, un estudiante de Derecho que por entonces contaba con diecinueve años, y que permanecerá con ella hasta su muerte. Poco sabemos acerca de la naturaleza de esa relación. Cabe suponer que fuera la propia entre un hombre y una mujer que libremente deciden vivir juntos y hacerlo durante tantos años, por más que en el entorno de la escritora no trascendiera nada que así lo diera a entender y Carlos fuera conocido como «sobrino», y Regina, su hermana, como «sobrina». O, quizás, Carlos solo fuera un amigo abnegado y respetuoso; solo el hijo de Micaela y Anselmo, consecuentes republicanos y librepensadores, amigos ambos de Rosario; solo un discípulo que se mantuvo leal a su mentora durante tantos años (⇑).

Por el contrario, de algunos de los amantes de doña Emilia sí que hay constancia. Tal parece que tras su separación hubiera recuperado la esperanza de alcanzar esa felicidad que le ha sido tan esquiva. Liberada de las ataduras matrimoniales, soslayadas las estrecheces religiosas y sociales del momento, nada le impide rendirse a la atracción física –compatible con la literaria, claro está– que pudiera despertarle la presencia de alguno de los autores con los que habitualmente mantiene correspondencia. Si la católica, ultracatólica para algunos, Emilia Pardo Bazán se las arregló para salir airosa cuando la prensa católica arreciaba sus ataques contra la novela naturalista y no faltaban quienes la situaban al borde del pecado, en estas cuestiones de ámbito más íntimo lo indicado era evitar que trascendieran, mantener una exquisita discreción. Al fin y al cabo, es lo que solían hacer algunos de sus colegas y otros prohombres de la patria. Y ello era compatible con la pública profesión de fe, que para eso disponía de las páginas de algunos de los periódicos de mayor difusión. Como ejemplo, Crónica de la Romería, una serie de artículos que escribe en los últimos días de 1887 y los primeros del año siguiente como corresponsal de El Imparcial en el jubileo sacerdotal del papa León XIII. En el que firma en Roma el 3 de enero, escribe: «Sabía que era católica, no que lo fuese tan apasionadamente; no me juzgaba muerta como Lázaro, pero ignoraba que la fibra poseyese tanta elasticidad y respondiese como la cuerda de una lira al contacto del dedo divino».

El 12 de mayo de 1921 muere Emilia Pardo Bazán en su domicilio madrileño, como consecuencia de un proceso gripal que se fue complicando sin remedio. Durante las últimas horas estuvo acompañada de familiares, doctores y del obispo de Madrid-Alcalá. Durante toda la mañana del sábado siguiente se estuvieron diciendo misas por su alma. A continuación, los numerosos asistentes a la luctuosa ceremonia se aprestaron al acompañamiento del cadáver hasta el cementerio de la Sacramental de San Lorenzo. El cortejo, que caminaba tras la hermosa carroza tirada por ocho caballos, estaba integrado por un nutrido grupo de personalidades entre los que se encontraban los representantes de la familia real, varios ministros, aristócratas, diplomáticos, escritores, artistas o militares. En la lápida de la escritora coruñesa tan solo caben unas pocas líneas: «Doña Emilia Pardo Bazán y de la Rúa Figueroa Mosquera y Somoza, Condesa de Pardo Bazán, Terciaria Franciscana, Dama Noble de la Orden de María Luisa, falleció el día 12 de mayo de 1921, a los setenta años de edad».

Casi dos años más tarde, el 5 de mayo de 1923 fallece en su casa de El Cervigón Rosario de Acuña, a causa de una embolia cerebral que la sorprende realizando tareas domésticas. A su lado se encuentra su fiel compañero Carlos Lamo, el médico que la atiende y Antonio Oliveros, director de El Noroeste, a quien ruegan que no lo haga público, pues así lo había dejado escrito la finada. A pesar de ello, la noticia se propagó por la ciudad. El día de su entierro, al lado de republicanos, reformistas y masones, se arremolinaron ante su casa multitud de gijoneses, integrantes del pueblo llano, del que vive, como ella ha vivido en los últimos tiempos, del trabajo de sus manos: los cuales, agradecidos, transportaron a hombros su féretro durante varios kilómetros hasta depositarlo en el cementerio civil (⇑)... Por decisión propia, la tumba donde reposan sus restos, no habría de tener «más que un ladrillo con un número o inicial».

 



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