Llega el verano y, como cada año, los perros vagabundos constituyen una de las principales preocupaciones de la ciudadanía. El temor a ser mordido por uno de estos animales abandonados, cuyo famélico aspecto los convierte en peligrosas fieras portadoras de la rabia, enfermedad que, como bien conocen los asustadizos viandantes, puede resultar fatal.
Para evitar los efectos funestos de las mordeduras producidas por los perros rabiosos y cuando los primeros calores llegan a las calles, los regidores municipales suelen poner en marcha una serie de medidas preventivas. Los hay que optan por la caza del animal y a esta labor se dedican los empleados municipales provistos de un buen lazo. Otros, en cambio, confían más en la eficacia de la estricnina.
José Abascal y Carredano, alcalde de Madrid, es más partidario de esta última medida y a finales del mes de abril del año 1881 ya ha cursado las instrucciones pertinentes para que se desparrame estricnina de la forma habitual.
Por aquel entonces Rosario de Acuña acaba de iniciar una nueva etapa en su vida. Tras su regreso de Zaragoza, ciudad a la que se había trasladado acompañando a su marido allí destinado, se instala en una pequeña villa campestre situada a las afueras de Pinto, al sur de Madrid. Allí quiere vivir en pleno contacto con la naturaleza, rodeada de animales y al cuidado de toda clase de plantas. Siendo ese su propósito y conociendo su amor por los animales, del cual ha quedado amplia constancia en muchos de sus escritos (también en su testamento (⇑), en el cual encomienda a su único heredero «que cuide de los animalitos que haya en mi casa cuando yo muera, especialmente mis perros, y sobre todo mi pobre Tonita, que no los maltrate y les proporcione una vejez tranquila y cuidada…»), conociendo todo eso, digo, no debería de extrañarnos que aquella medida tomada por el alcalde de Madrid no le gustara en absoluto; tampoco que cogiera la pluma y presentara al señor Abascal una alternativa para evitar el fatal contagio.
La carta en cuestión, dirigida al «señor alcalde y amigo» apareció en las páginas de El Campo, publicación quincenal dedicada a la agricultura, la jardinería y el sport, con el título «La hidrofobia y los perros» (⇑). Dedica la primera parte de la misma a poner en evidencia lo ineficaz que resulta la medida municipal:
El perro padece de hidrofobia: puede morder al hombre y ocasionarle la muerte; de esto se deduce que es menester matar al perro. Efectivamente, hay que matar a todos los perros, o que ninguno muera, porque si de la raza queda uno, y éste llega a rabiar, es completamente inútil que los demás hayan muerto.
Luego pasa a exponer su alternativa que se sustenta en lo que para ella es una constatación, un axioma: «entre los perros sucede como entre los hombres, exactamente igual: la miseria engendra la rabia». Siendo esto así, es preciso mejorar las condiciones en que malviven algunos perros, acogiéndolos en un local acondicionado para ellos, al estilo de los que existen en otros países (el ejemplo que se cita por entonces es el londinense refugio para perros de Battersea): «hágase un hospicio de perros míseros»
Pongo por ejemplo: encárguese a esa misma sociedad que contrata las pieles de los perros, y que por esta razón beneficia su interés cuando los ejecutados son los más hermosos, grandes y rollizos, encárguese, repito, a dicho centro la vigilancia de los perros míseros, su recogimiento en calles, plazuelas y alrededores de la población, desde las doce de la noche en adelante, y debidamente acollarados, sea conducida esta crápula de la raza a sitio ventilado e higiénico,
Adelantándose a las críticas de quienes ya habían calificado proyectos similares de desmesura, inabordables por las arcas municipales, su propuesta ya apuntaba algunas posibles fuentes de financiación:
En cuanto al perro de las clases acomodadas, cazador, propietario y empleado, debería estar sujeto a una contribución en relación con la mayor o menor utilidad del perro, cuyos productos podrían aplicarse también al sostenimiento de la casa de los perros vagabundos y a la inspección y vigilancia del perro del proletario.
En cuanto a los perros de lujo, propios de ciertos círculos sociales, impóngaseles una contribución tanto mayor cuanto más chicos y más inútiles sean, e inviértase tan pingüe renta en las casas de beneficencia, para que el óbolo arrancado al lujo enjugue el llanto del desdichado y alivie los dolores del paciente, y multándose con rigor a sus dueños, siempre que la hidrofobia de alguno de ellos cause desgracia grave, y que estén éstos, como todos los demás, sujetos a inspección veterinaria.
Llegará un tiempo en el cual Rosario de Acuña, defenderá para los humanos algunas medidas que bien podrían dimanar del axioma que ahora utiliza: «entre los perros sucede como entre los hombres, exactamente igual: la miseria engendra la rabia»
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