A pesar de los esfuerzos realizados por Regina Lamo durante los años veinte y treinta; a pesar de haber conseguido reunir algunos de los textos de Rosario de Acuña en dos volúmenes (El secreto de la abuela Justa (⇑) y El país del Sol ⇑) publicados en la Editorial Cooperativa Obrera; a pesar de la reedición, ya en plena guerra, de El padre Juan con una introducción (⇑) suya... De nada sirvieron los homenajes; de nada sirvieron sus esfuerzos para intentar conseguir que en la casa de El Cervigón se instalase una colonia escolar veraniega... Cuando las autoridades del nuevo régimen político instaurado por la fuerza de las armas se hicieron con las riendas del poder, una densa neblina fue ocultando el testimonio vital de aquella ilustre librepensadora: en el uniforme y gris escenario que por entonces se empezaba a dibujar no había sitio para quien había empeñado sus mejores esfuerzos en la búsqueda de la Verdad. De nada sirvieron los esfuerzos de Regina Lamo; de nada. La niebla consiguió ocultar aquel potente foco de Luz:
Hasta tal punto fue así, que, pocas décadas después, en Gijón, la ciudad en la que quiso pasar los últimos años de su vida, pocos eran los que tenían noticia cierta de quién había sido su, en otro tiempo, célebre vecina. Apenas habían pasado cuatro décadas desde su muerte y su memoria parecía haberse desvanecido, por más que su nombre siguiese siendo utilizado para identificar la zona donde se localizaba la que había sido su casa:
Hace muchos años que nos veníamos preguntando ¿quién era Rosario Acuña? Esa ignorancia nuestra, compartida por el común de los gijoneses, vino a ser como una obsesión lacerante. Y es el caso que es una realidad que teníamos ahí, al alcance de la mano. Frases como ésta: estuve por Rosario Acuña, o, fui a dar un paseo hasta Rosario Acuña, se repiten, al cabo del año, miles de veces.
La curiosidad por desvelar quién se escondía tras aquel topónimo, tan habitual en las conversaciones de los gijoneses, azuzaba a los vecinos más curiosos. Tal fue el caso de Patricio Adúriz –cuyo interés por el pasado de su ciudad lo convertirán años después en cronista oficial–, a quien lo primero que se le ocurrió fue acudir al cementerio local ,esperando encontrar allí la tumba de quien suponía había sido una persona notable. Después de mucho buscar, tan solo encontró una sobria y menuda lápida en la que, además de su nombre y los años entre los cuales transcurrió su vida, figuraba una escueta mención: «escritora ilustre». No era mucho, pero serviría para comenzar el rastreo por cuantas enciclopedias se pusieron a su alcance.
El resultado de su investigación fue publicado en El Comercio, diario en el cual colaboraba habitualmente. A lo largo de cinco entregas (⇑) fue capaz de recuperar para sus lectores algunos de los hechos más significativos de la vida y, también, el testimonio de aquella convecina librepensadora, masona, anticlerical... Todo un ejemplo de habilidad expresiva, pues no debemos de olvidar que por entonces, finales de los sesenta, la censura continúa al acecho, y la figura de Rosario de Acuña no era, precisamente, un ejemplo que comulgara con los principios ideológicos imperantes. Así que, optó por resaltar su lado más humano, dejando en un segundo plano los temas más conflictivos, como el mismo Patricio Adúriz Pérez nos relata en uno de los párrafos finales:
Esa fue la vida de una mujer notabilísima que llegó a ser solicitada por todos los partidos políticos existentes en aquella época. Tal era su mérito. Ella, sin embargo, no fue mujer de acción, sino de ideas. Luchó contra la mentira, contra la gazmoñería y contra la incultura. Pudo ser feliz y, magnánima, se entregó a los demás. Despreciando tocar resortes espectaculares, quise presentarla en la sencillez de su intimidad, en los afanes creadores de su espíritu y en esa bondad que, según el consenso unánime de todos, fue una de sus características más sobresalientes. Otros, acaso, tal vez hubiesen analizado otras facetas de ese su vivir cuajado de matices. Pese a los cinco artículos no está dicho todo; pero sí lo suficiente como para hacernos cargo de su dimensión humana.
La importancia del trabajo de Adúriz estriba en las fuentes que utilizó para su elaboración. Buena parte de sus informaciones las obtuvo de primera mano, pues tuvo la fortuna de localizar a alguna de las personas que conocieron en vida a la librepensadora de El Cervigón: «Llegamos justo a tiempo. Unos cuantos años más y entonces sí que afirmo que no habríamos conseguido nada». Llegó justo a tiempo y encontró a un señor que le regaló una fotografía de doña Rosario; y a otro que «le narró un suceso verídico»; también a Emilio Medina Tuya, probablemente familiar de José Medina Piñera, el propietario que había vendido los terrenos de El Cervigón, y firmante junto a otros vecinos del escrito que Rosario de Acuña enviara a El Noroeste (⇑) en protesta por los ejercicios de tiro que los militares realizaban en las proximidades de su casa; y, especialmente, a Aquilina Rodríguez Arbesú, una mujer con quien la escritora mantuvo una relación de amistad durante los últimos años de su vida. Admiradora confesa de doña Rosario, en tiempos de la Segunda República puso en marcha un Comité Femenino para exaltar la memoria de su amiga, y después, fue ella la que durante mucho tiempo se encargó e llevar flores a su tumba dos veces al año: el 5 de mayo, coincidiendo con el aniversario de su fallecimiento, y el 1 de noviembre, que lo era de su nacimiento. Tal era el fervor que sentía por su amiga, que guardaba como oro en paño libros, fotografías, algunas copias que ella misma había realizado de algunos de sus poemas... y el testamento, el famoso testamento ológrafo.
Las indagaciones que realizó Patricio Adúriz a finales de los sesenta, lo condujeron a unas fuentes valiosas, y, gracias a ellas, consiguió recuperar, aunque fuera a grandes rasgos, la identidad de esta ilustre mujer. A lo largo de cinco semanas, los lectores de El Comercio tuvieron noticia de su familia; del éxito conseguido con su drama Rienzi el tribuno; de la estancia en Roma en casa de su pariente Antonio Benavides, a la sazón embajador de España ante la Santa Sede; de su boda con Rafael de Laiglesia; de la muerte de su padre; de la separación de su marido; de su residencia en la localidad cántabra de Cueto; de la granja avícola que allí instaló y de los premios que por su actividad recibió; de los artículos publicados en el diario santanderino El Cantábrico; de la muerte de su marido; de la muerte de su madre, acaecida en 1905; del testamento ológrafo que redacto en Santander en 1907; de su traslado a Gijón; de su estancia en una fonda situada en la calle San Bernardo; de la compra de unos terrenos en El Cervigón, la construcción de su nueva casa y la caravana de carros utilizados para realizar la mudanza; de su exilio en Portugal; de sus amistades gijonesas; de su muerte...
Por si lo anterior no fuera suficiente, el trabajo de Adúriz se completó con fotografías, reproducciones de portadas de sus libros y de algunas de sus poesías: el soneto dedicado a su padre («Piedra que serás polvo deleznable...» ⇑), Sombra y luz (⇑), A mi madre (⇑), Asturias (⇑), Mis golondrinas, Los poetas nacen (⇑), A Gijón (⇑). El resultado final bien puede calificarse como exitoso, pues consiguió poner luz donde antes reinaba la oscuridad más absoluta.
Tras este primer rescate realizado por Patricio Adúriz Pérez (⇑) a finales de los años sesenta del pasado siglo, la figura de Rosario de Acuña empezó a sacudirse la borrina que la ocultaba. Desde entonces, aquel topónimo utilizado en la frase «fui a dar un paseo hasta Rosario Acuña» cobró mayor sentido para cuantos ya sabían quién había sido la ilustre moradora de aquella casa que se alzaba sobre el acantilado.
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