La duradera relación de amistad (⇑) entre Rosario de Acuña y Luis Bonafoux Quintero (1855-1918) está salpicada por algunos episodios dignos de consideración. El más destacado, sin duda, tiene que ver con la publicación en El Internacional, un periódico editado en París y dirigido por Bonafoux, del famoso artículo «La jarca de la Universidad» (⇑), que posteriormente copió sin permiso de su autora el barcelonés El Progreso, provocando tan airadas reacciones que doña Rosario no tuvo más remedio que exiliarse en Portugal, huyendo de la orden de busca y captura que se había dictado contra ella.
Aquel escrito no lo había enviado ni a El Progreso ni a ningún otro periódico español. Sí que lo hizo a su amigo Bonafoux, quien publicaba todo cuanto le remitía la ilustre librepensadora «sin leerlo», «sin enterarme de su contenido»; todos sus artículos veían la luz tal y como le llegaban, pues «despuntarlos o modificarlos hubiera sido desacato», según manifiesta en su obra Bilis.
El Internacional no fue el primer periódico que dirigiera don Luis; había habido otros, tanto en España como en Francia. En la capital francesa, donde durante muchos años ejerció como corresponsal de diarios españoles, fue responsable del semanario La Campaña y, tras su desaparición, de Heraldo de París. El primer número de esta publicación sale a la calle el 20 de octubre de 1900 y no se hace esperar mucho tiempo la que será la primera colaboración de Rosario de Acuña. En la primera página de la edición del 4 de noviembre de 1900 se publicó el soneto titulado «Al siglo XIX» (Huye, siglo, a esconderte en las edades... ⇑), fechado poco antes, en el mes de octubre.
Un mes después otro soneto ocupa la primera del Heraldo; no va sólo. Al parecer, el señor Bonafoux no pudo resistir la tentación y junto a los catorce versos que su amiga le había enviado publicó una fotografía de la autora. Al lado de aquel retrato robado figuraba este texto por toda explicación:
«Heraldo de París se honra publicando el retrato, que debemos a feliz casualidad, de doña Rosario de Acuña. Tenemos la certeza de que con ello desagradamos a la amiga; pero debemos este homenaje a la primera española contemporánea, la primera por la inteligencia, y, lo que vale más, por el corazón; por el odio que su corazón profesa a todo lo injusto y por el amor que tiene a todo lo noble. Una mujer así es una excepción en todas partes. Es un acontecimiento en España. Acontecimiento que alienta, que hace esperar mejores días para la patria española, tan flagelada por nuestra verdaderamente eximia colaboradora, no porque la odie, no porque la desprecie, sino porque, amándola demasiado, prefiera verla muerta a corrompida y le dice con el poeta:
¡Húndete en el mar que te circunda, y a surgir vuelve inmaculada y pura...!»
Y por si quisiera justificar las palabras escritas, por si quisiera ejemplificar cuánto le duele España a Rosario de Acuña, cuánto amor siente por su dolorida patria, al lado del retrato publica el soneto «España a principios de siglo», fechado en noviembre de ese año y que luego tantas veces sería reproducido en las páginas de la prensa amiga.
Muchas plazas de toros donde chilla
muchedumbre de brutos sanguinarios,
juventud de maricas o sectarios;
infancia que en pedreas acribilla.
Taifa que vive bien de lo que pilla;
los que mandan, legión de rutinarios;
turba de jesuitas y falsarios
que envuelta en oro deslumbrante brilla.
La envidia en trono; el ocio a sus anchuras;
tribus de prostitutas y de ratas;
hambre, ignorancia, piojos, salvajismo;
fango en las cumbres, cieno en las honduras;
muchos frailes, mendigos y beatas…
¡Así camina España hacia el abismo!
Con toda probabilidad y tal como supone Bonafoux, la publicación de aquel retrato no debió de gustarle nada a doña Rosario de Acuña. El enfado, de haberlo sentido, no debió de durarle demasiado, pues no tardará en enviar al Heraldo un escrito que comienza así: «Oye tú, obrero (⇑); no soy de tu clase; vengo de muy alto; en mi ascendencia hubo reinas, obispos, grandes capitanes, señores de horca y cuchillo...», que verá la luz bajo el epígrafe «Crónica», habitual en la primera página del semanario.
En 1904, cuando en España hay algún periódico que llama «hampa dorada» a quienes colaboran con el Heraldo de París, Rosario de Acuña le envía una carta a Bonafoux (⇑) en la cual, entre otras cosas, le dice que «es un verdadero honor el contarse entre sus colaboradores, pasados o presentes» y le ruega le haga «partícipe de todo ese cieno los sapos de la prensa española arrojan sobre el Heraldo». Y pocas semanas después le remite un extenso artículo titulado ««Linares y el clero santanderino » (⇑) en el que narra con todo lujo de detalles los esfuerzos de la jerarquía católica para que el naturalista cántabro retornase a la fe católica en los últimos días de su vida.
Ciertamente, la publicación de aquel retrato "robado" en la primera del Heraldo no debió de hacerle mucha gracia a doña Rosario de Acuña Villanueva. No obstante, la amistad con Bonafoux no se resintió por este hecho. Siguió colaborando en sus periódicos y dando público testimonio del afecto que sentía por él y por su familia, como bien prueban la dedicatoria «a los hijos de Bonafoux» del cuento El secreto de la abuela Justa (⇑) y la que figura en el soneto El lirio silvestre (⇑): «A mi buena amiga Ricarda Valenciaga de Bonafoux»
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