14 enero

146. Sus amigos de Cantabria


En Cantabria pasó algo más de una década, primero en Cueto y más tarde en Bezana. Allí puso en marcha una afamada granja avícola; allí se convirtió en viuda del comandante Rafael de Laiglesia; allí dejó enterrada a su madre. Llegó cuando al siglo XIX apenas le quedaban años y se fue en 1908. Algo más de una década dedicada a su granja avícola y también a disfrutar de la  «hermosísima tierra montañesa», sin olvidar, claro está, su labor de propagandista, de tenaz luchadora contra la ignorancia y el fanatismo. Su presencia en tierras cántabras no pasó inadvertida, recibiendo el rechazo de los unos y las alabanzas de otros muchos. También hubo unos pocos a quienes podemos considerar sus amigos. He aquí algunos de ellos:

Isidoro Rodríguez Acevedo, más conocido como Isidoro Acevedo, (Luanco, Asturias, 1867- Moscú, 1952), militó en el Partido Socialista Obrero Español, desde que en 1886 ingresara en la asociación Arte de Imprimir, organización sindical que fue el germen del PSOE y en la que llegó a ocupar el cargo de secretario en 1896. Colaboró, junto a Pablo Iglesias, en el periódico El Socialista, máximo órgano de expresión del partido, hasta que en 1900 pasa a dirigir La Voz del Pueblo, primer periódico socialista de Santander. Por aquellas fechas, según él mismo nos ha contado conoció a Rosario de Acuña de quien «requería el concurso de su pluma –y en alguna ocasión el de su palabra hablada– para asociarla a determinadas tareas de nuestra obra colectiva». Después de pasar un tiempo en Bilbao, donde será el responsable de La Lucha de Clases, Acevedo y Acuña se volverán a encontrar en Asturias. Doña Rosario vive en Gijón y don Isidoro dirige  La Aurora Social,  donde la librepensadora publicará algunos escritos.

Edificio del Ayuntamiento de Santander en 1907, el año de su inauguración

José Estrañi y Grau (Albacete, 1840 - Santander, 1919) destacó como periodista y dramaturgo. Hijo de un trabajador de una empresa de diligencias, fue editor y director de varios periódicos en León, Valladolid, Madrid y Santander. En esta ciudad trabajará primero en La Voz Montañesa, pasando posteriormente a dirigir El Cantábrico, actividad que desarrollará hasta su fallecimiento. En ambos periódicos se hicieron famosas sus «Pacotillas», mezcla de verso y prosa, de tipo humorístico y satírico, que gozaron de gran aceptación entre los lectores. El periódico de Estrañi tenía sus páginas siempre listas para publicar cualquier escrito que doña Rosario tuviera a bien enviarle. En El Cantábrico vieron la luz varias poesías, sus artículos sobre avicultura (⇑) (que luego fueron editados en forma de libro, impreso en los talleres del diario),  la serie Conversaciones femeninas (⇑) y otros escritos.

Enrique Madrazo y Azcona (Vega de Pas, 1850 - Santander, 1942) se convierte en profesor de la Facultad de Medicina de Barcelona, tras realizar sus estudios en Madrid y completarlos en Francia y Alemania. En 1894 regresa a su villa natal donde abre un sanatorio; dos años más tarde instala en Santander el primer centro sanitario con que contará la ciudad. Los títulos de algunas de las obras que publica dan fe de su compromiso con el espíritu regeneracionista que por entonces espolea las conciencias: La cuestión de la Escuadra (1903), ¿El pueblo español ha muerto? (⇑), publicado el mismo año y cuya lectura sería prohibida por el obispo de Santander, Sánchez de Castro, El cultivo de la especie humana (1904), Introducción a una Ley de Instrucción Pública (1918), El destino de la mujer (1930), Pedagogía y eugenesia (1932), Papel social de la mujer (1933), Experimentación y pedagogía (1933). Una carta suya dirigida a Regina Lamo, y que ésta publica en Rosario de Acuña en la escuela, da público testimonio de su relación con nuestra protagonista, de «las conversaciones y cartas mediadas durante nuestra vieja amistad» (Contamos con una fechada en el mes de mayo (⇑) de 1903 en la cual Rosario le hace llegar algunos comentarios a propósito del libro ¿El pueblo español ha muerto?, que el doctor le había enviado con una dedicatoria).

Augusto González de Linares (Valle, Cabuérniga, Cantabria 1845-1904) fue un afamado naturalista ligado a la Institución Libre de Enseñanza –de cuya primera Junta Directiva fue miembro activo– que difundió activamente el darwinismo en España, lo cual le llevó a perder en 1875 su cátedra de Historia Natural en la Universidad de Santiago, que lograría recuperar seis años más tarde. En 1886, tras conseguir la excedencia y fijar su residencia en Santander, pone en marcha la Estación Marítima de Zoología y Botánica Experimental, germen del Instituto Español de Oceanografía que será fundado en 1914 por su colega, y compañero de expediciones científicas, Odón del Buen.

Rosario de Acuña mantuvo con él y con su esposa una estrecha amistad, hasta el punto de que ella formó parte del reducido grupo de personas que acompañó a González Linares en el momento de su muerte; fue testigo y cronista (véase su artículo «Linares y el clero santanderino» ⇑) de las presiones a las cuales el científico fue sometido en las últimas jornadas de su vida para que se desdijera de su manifiesto rechazo al dogma católico.

De visita en visita se consolidaría la amistad con  Luis Bonafoux Quintero pues, como ya se ha contado en un comentario anterior (⇑),  el afamado periodista se había casado con Ricarda Valenciaga en Soto de Campoo, donde la familia de su esposa tenía abierta una fonda, y hasta allí se trasladaban –escritor, mujer e hijos– cuando las circunstancias lo permitían.

Es probable que por estos años conociera también a Ricardo León, poeta y novelista que tiempo después se habrá de convertir en miembro de la Academia. De la admiración que sentía el escritor por nuestra protagonista dan buena prueba las elogiosas palabras a ella dirigidas y que Regina Lamo incluye en Rosario de Acuña en la escuela, así como el párrafo que le dedica en su novela Cristo en los infiernos (1941).

Yo te sé de memoria, gitanilla; pero además sé mucho del feminismo rojo español desde los años pintorescos de sus ya remotas abuelas, doña Rosario, doña Belén, hasta las modernas Pasionarias. De los trotes de estas rebeldes (de muchas, si no de todas) tienen la culpa los padres, los novios, los amantes o los maridos, que no supieron cumplir con sus deberes de hombres… Doña Rosario de Acuña, dama roja, pero de ilustre linaje y varonil talento literario, fue, con todos sus humos de Lucifer, un alma susceptible como pocas a la ternura de la infancia, al sentimiento de la naturaleza y a las beatitudes del hogar. Rota la lámpara del suyo, muerta en su corazón la lumbre de toda fe, desamparada de lo divino y de lo humano, se deshacía en lágrimas y versos que, aún con aires de paradójico ateísmo, postulaban a Dios… ¿Te ríes? Yo también soy de los incrédulos que rezan… Conocí a la autora del Rienzi ya al cabo de sus estrépitos, vieja y triste, retirada en el campo, consagrada al cultivo apacible de la avicultura… ¿Te ríes otra vez? ¡Quien sabe si todas tus rebeliones no acabarán algún día, como las suyas, entre las tapias de un corral lleno de gallinitas y polluelos!... 

Este pudo ser, en efecto, el momento en que se conociesen, pues a principios de siglo el joven escritor se encuentra en Santander trabajando en la delegación del Banco de España, y en 1904 participa, junto a Rosario de Acuña, Madrazo o José Estrañi, en la edición especial que lanzó El Cantábrico con ocasión del fallecimiento de Augusto González Linares, ocurrida el primero de mayo.

No sería tampoco descartable que en Cantabria hubiera conocido a don Benito Pérez Galdós. Admiradora confesa del escritor canario («...le admiro, le venero como a un ingenio de primer orden [...] es la figura más grande de nuestra literatura contemporánea», dejó escrito en su artículo «El amigo Manso» ⇑), resulta de todo punto verosímil que, dadas las favorables circunstancias que concurren, tal encuentro se hubiera producido por entonces.

Cuando doña Rosario se instaló en Cueto, localidad por entonces separada unos pocos kilómetros del centro de la capital santanderina, don Benito ya era un veraneante asiduo. Año tras año, desde los primeros setenta, se aprestaba a  disfrutar de las amigables brisas cantábricas a poco que el calor empezara a apretar en Madrid. Tal era su apego a los suaves veranos norteños que, a principios de los noventa, se hizo construir un chalé. Hasta allí se acercaban sus amigos: los que venían de Madrid y también los santanderinos. Y entre estos se encuentran algunos que también lo son de doña Rosario, como José Estrañi y el doctor Madrazo. Sabemos que en 1882 no se conocen «ni de vista», así es que, de no haberlo hecho en 1888, durante la vista del proceso seguido tras  el denominado «crimen de la calle de Fuencarral», es ahora, con amigos comunes y compartiendo durante varios años el mismo escenario, cuando tal encuentro pudo haberse producido.




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