Cuando empiezo a escribir un comentario como este, tan solo tengo claro lo que quiero contar. Lo demás son incertidumbres. Ignoro si lo que cuento resultará interesante para quienes lo leen, blanco sobre negro, en todo tipo de pantallas, en cualquier lugar del mundo. No sé si llegan hasta el final o abandonan pronto su lectura. Desconozco si, avivado su interés por conocer más cosas acerca de nuestra protagonista, clican en los enlaces que aparecen en el escrito... Cierto es que, una vez publicado el comentario, la plataforma Blogger proporciona algunos datos al respecto: te cuenta cuántas personas lo han leído, desde que país lo han hecho o qué tipo de navegador han utilizado. Pero esa información tan solo aporta números, cantidades... Lanzo al mar la botella con el mensaje y tan solo conozco el número de ondas que se forman cuando toma contacto con el agua.
Por fortuna, de vez en cuando recibo en la cuenta de correo (info.rosariodea@gmail.com) escritos que prueban que el mensaje ha llegado a su destino. Por fortuna, en ocasiones leo en algún libro que hay quien ha descubierto el testimonio vital de Rosario de Acuña y Villanueva gracias a alguna cosa que he publicado, quizás algún comentario como este. Por fortuna, de tanto en tanto me llegan noticias acerca de nuevos sitios en Internet que, o bien incluyen enlaces tanto a este blog como a la página a la cual complementa (⇑), o bien hacen mención a alguno de los trabajos que he publicado en formato papel.
Este es el caso del escrito que da título a este comentario: La vida revolucionaria de Rosario de Acuña, escrito por Raquel C. Pico y publicado en Librópatas.com, un espacio dedicado a los libros. Aunque recuerdo haberlo leído tiempo atrás, fue hace un par de semanas cuando, rebuscando en la Red, volví a toparme con él, y en esta segunda lectura encontré algo más que el testimonio de una persona que había recogido la botella y había leído el mensaje que se encontraba en su interior. No solo lo había leído, sino que había quedado atrapada por la fascinante historia de la mujer que protagoniza este blog. La pormenorizada descripción que realiza Raquel acerca de su inesperado encuentro dominical con Rosario de Acuña es un buen ejemplo de lo que suele ocurrir cuando su figura abandona los escondrijos del olvido: «Estoy casi segura de que en ese listado no estaba Rosario de Acuña. De hecho, estoy igualmente casi segura de que en este listado no habría entrado Acuña de no haber sido por una casualidad». Su experiencia no solo es una gratificante respuesta al mensaje enviado en aquella botella, sino que también se convierte en un potente acicate para continuar colaborando en la tarea colectiva de recuperación de su valioso testimonio vital (⇑). Parece demostrado que sigue siendo necesario suministrar argumentos a la casualidad.
Cuando empiezo a escribir un comentario como este, tan solo tengo claro lo que quiero contar... también por qué lo hago.
* * *
Tiendo a apuntar las cosas en folios que doblo y pongo en algún lugar en el que estoy convencida que llegado el momento encontraré, aunque eso luego no pasa. Por tanto, no he sido capaz de encontrar la lista original de autoras que había creado cuando por primera vez me planteé leer durante un verano a literatas decimonónicas olvidadas. Recuerdo que no eran muchas y creo que rondaban las cinco, con unos cuantos signos de interrogación para cerrar el listado e indicarme que tenía que encontrar más nombres que resultasen atractivos para leer. Estoy casi segura de que en ese listado no estaba Rosario de Acuña. De hecho, estoy igualmente casi segura de que en este listado no habría entrado Acuña de no haber sido por una casualidad.
Y la casualidad viene en forma de compra del Día del Libro. Entre los muchos libros que me compré ese día –en una clara invitación a la ruina– estaba una edición de El crimen de la calle Fuencarral [ enlace (⇑) ], de Benito Pérez Galdós, una lectura en mi lista de ‘cosas que tengo que leer’ desde que en la facultad de Periodismo algún profesor había señalado que el principio de la prensa amarilla en España estaba en la cobertura de ese crimen. Los medios, nos había dicho, no tenían mucho que contar porque era verano y se habían lanzado con uñas y dientes a por el drama. He olvidado quién lo contó y en qué clase, pero no que quería leer las crónicas que Galdós había escrito sobre ello. La única edición contemporánea que tenía localizada de esas crónicas es la que compré, una edición en papel de Ediciones 19. La edición recupera las crónicas de Galdós y recupera también un texto escrito por una mujer, Rosario de Acuña, sobre el mismo crimen.
Decidí, porque no sabía muy bien cómo había sido la historia del crimen, saltarme la introducción preliminar del experto (Macrino Fernández Riera) que acompañaba al texto (ya sabéis, esas introducciones son un nido de spoilers) y empezar por el texto de Rosario de Acuña. Acuña no hace una crónica del asesinato, sino una reflexión sobre los tres investigados principales– o mejor dicho los tres protagonistas principales de la trama, que es interesante pero no tanto –al menos para la lectora actual que busca la crónica periodística– como las crónicas que Pérez Galdós dejó publicadas.
Cuando llegué a la página final del texto de Galdós, el segundo de la edición tras el de Acuña, y con ambos textos leídos quise saber más sobre aquel crimen y sobre el papel de los medios en el tratamiento del mismo, así que volví al principio y a la introducción de Macrino Fernández Riera. Y ahí fue donde me caí por lo que en inglés llaman ‘agujero de conejo’ y que es lo que a tantas nos pasa cuando entramos en la Wikipedia. Claro que lo que me hizo perder un domingo entero (empecé a leer El crimen de la calle Fuencarral con el café de media mañana y acabé de encadenar materiales de lectura y audiovisuales cuando estaba empezando a anochecer) no fue tanto el crimen en sí, sino la historia de la mujer que había escrito la primera de las dos crónicas sobre el tema.
Cuando Rosario de Acuña escribió su texto sobre el crimen de la calle Fuencarral era ya una mujer polémica, una escritora que había pasado de ser la gran señorita prometedora que escribía poesías de la alta sociedad a la que pertenecía a una mujer separada de su marido que se había proclamado librepensadora. Leí la breve biografía que aparece en el apartado que le dedican en Cervantes Virtual (y descubrí ahí que además había tenido una larga y profunda relación con un hombre 17 años menor que ella, lo que la convierte en una todavía más adelantada a su tiempo), vi el documental que en los 90 emitieron sobre ella en La 2 y que ahora está a la carta en la web de RTVE (y que es muy noventero en su estructura, sus recursos y en hasta lo que cuenta de ella…) y me descargué (de forma completamente legal: el link lo podéis encontrar en Cervantes Virtual, que es una página ‘seria’) la biografía – libro de historia del XIX Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato [enlace (⇑)], de Macrino Fernández Riera.
Y así me pasé lo que quedaba de la mañana y la tarde descubriendo la revolucionaria biografía de Rosario de Acuña, una mujer sobre la que mientras leía no paraba de pensar que bien se merecía una serie en Netflix y no sé cuántos telefilmes más.
Una chica de familia bien
Rosario de Acuña nació el 1 de noviembre de 1850 en Madrid, en el seno de una ‘familia bien’, de la que fue hija única. Se suele decir que la escritora era condesa, aunque nunca usaba su título. Fernández Riera pone el dato en cuarentena analizando los recopilatorios de títulos nobiliarios. Lo más probable es que la escritora nunca haya sido noble.
Aunque ella no haya sido condesa, eso no quiere decir que su familia no estuviese dentro de la alta burguesía del período isabelino o al menos muy bien relacionada con ella. Su padre llegaba desde una de las ramas segundonas de una familia noble y su madre era la hija de un médico bien situado. Acuña formaba parte por tanto de un entramado social favorecido.
De hecho, no hay más que ver cómo su familia pudo responder a uno de sus problemas de la infancia para verlo. La futura escritora fue una niña enfermiza (padecería de la vista hasta una operación cuando ya tenía 35 años) y podía permitirse ir a tomar baños de mar o refugiarse en las posesiones en el campo familiares para recuperarse y mejorarse.
Su condición de niña enfermiza hizo que no fuera enviada a estudiar fuera de casa y que sus padres se encargasen directamente de su educación. Su padre, sin ser un revolucionario, era un hombre ilustrado y Rosario de Acuña adquirió conocimientos que otras niñas de su época no consiguieron adquirir. A finales de la década de los 60, la familia se muda a Francia, donde Rosario de Acuña vivirá un tiempo. También pasará unos meses en Roma, viviendo en casa (palacio) de su tío, embajador español ante el Vaticano.
Cuando vuelve a España y la familia se instala a mediados de los 70 en Madrid, Rosario de Acuña es ya una joven mujer, que no solo ha conocido mundo sino que además ha empezado a escribir – y publicar – poesía. Entonces, es una de esas jóvenes acomodadas que están intentando hacerse un hueco como escritoras, aunque aún no será la mujer totalmente revolucionaria, la pionera feminista (aunque aplicar el término feminismo sea usar el lenguaje de ahora) que será más tarde. Aunque eso no quita que con lo que ha hecho hasta ese momento Acuña ya hubiese debido aparecer en listas de escritoras del XIX.
Pero volvamos a Madrid: la escritora se convertirá en un éxito literario gracias a su primera obra de teatro. Rosario de Acuña se inspira en una historia real para crear Rienzi el tribuno, una obra de teatro que se estrena en el Teatro del Circo, en Madrid, en enero de 1875 con mucho éxito de público y de crítica. Era la primera vez en 20 años que una obra firmada por una mujer se representaba en uno de los teatros principales de la ciudad. Acuña no había firmado la obra, pero ante la insistencia del público durante el estreno sale al escenario a ser ovacionada y asumir su autoría. Como apuntan en el documental que hace ya muchos años le dedicaron en La 2, un literato señaló entonces que era “una mujer muy poco femenina” a lo que otro le repuso que en absoluto. ¡Si estaba a punto de casarse!
Casarse la ponía seguramente a ojos de ese interlocutor lo suficientemente cerca de la idea del ángel del hogar imperante en ese momento como para no parecer una mujer peligrosa.
Un matrimonio no bien avenido
Rosario de Acuña se casó porque se había enamorado (o al menos eso es lo que apuntan en todas las fuentes). El elegido era Rafael de la Iglesia y Auset, un joven militar de familia también bien posicionada en la alta burguesía de la época. Casarse con él era lo que se podría esperar de la época, pero también era –teniendo en cuenta la época– una decisión mucho más compleja que lo que puede parecer. Era casi como un salto de fe.
Las leyes que regían la vida privada en el siglo XIX en España eran muy duras para las mujeres, pero especialmente para las mujeres casadas (sobre las dinámicas familiares en la España de la Restauración, la mejor lectura que conozco es, sin duda, Sangre, amor e interés: la familia en la España de la Restauración, de Pilar Muñoz López). Una mujer casada era a ojos de la ley casi como un niño: cuando se casaba, su marido debía comprometerse a protegerla y ella debía asumir obediencia. Una mujer casada no podía ni siquiera disponer de sus bienes, como recuerda por su parte en el libro sobre Rosario de Acuña Fernández Riera.
¿Se conocerían suficientemente bien en este caso los recién casados? Fernández Riera señala que tuvieron que estar separados varias veces antes del matrimonio (1875) por los datos biográficos que se tienen de ambos. Además, no es difícil imaginar que el contacto entre ambos estaría limitado a los eventos sociales en los que se movían.
Sea como sea, tras casarse el matrimonio se fue a Zaragoza, a donde habían destinado al marido. Acabarían volviendo a Madrid e instalándose en Pinto, entonces una zona rural cerca de Madrid y bien comunicada por tren que cumplía con lo que Acuña buscaba. Entonces, la escritora ya empezaba a mostrar un alto interés por la naturaleza y a considerar que vivir en el campo era lo más recomendable en términos de calidad de vida. El tiempo en común en Pinto era además una suerte de última oportunidad para enmendar un matrimonio que hacía aguas y que acabaría fracasando por completo en 1883. Rosario de Acuña –posiblemente tras descubrir que su marido le era infiel– se separó de Rafael de la Iglesia y empezó una nueva –y escandalosa, por tanto– vida como mujer separada.
Rompiendo convención tras convención
Y es aquí posiblemente cuando para quien lee esta historia desde el siglo XXI la biografía de Rosario de Acuña empieza a convertirse en mucho más interesante. Porque la autora no es solo es una escritora del XIX, sino que además es una mujer que rompió con muchísimas convenciones. En la época en la que Rosario de Acuña se estaba separando de su marido, falleció su padre, al que estaba muy unida. La muerte de su padre la sumió en un proceso del que solo la sacó, según explicaba ella luego, la lectura accidental de un periódico, Los Dominicales del Libre Pensamiento, un semanario de reciente creación y de filosofía librepensadora. En 1884, Rosario de Acuña publica en ese semanario una carta declarándose librepensadora. Es el punto de no retorno en sus relaciones con la alta sociedad de la que había salido y el comienzo de una carrera como autora laicista, republicana, defensora de los derechos de la mujer (aunque esto no es exactamente una novedad: antes ya iba en esta línea) o de la clase obrera, de la que ya no se separará hasta su muerte.
Ser una mujer que escribe estas cosas y en ese momento y que adopta estas posiciones de una forma tan pública no era en absoluto fácil. La vida de Rosario de Acuña estará llena, por tanto, de escándalos, de problemas, de futuros problemas económicos y de exilios interiores y exteriores.
[...]
Nota. Pulsando en este enlace (⇑) accederás directamente al escrito íntegro de Raquel C. Pico, publicado el 7 de mayo de 2018 en el sitito Librópatas.com.
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