A finales de noviembre del año 1911 las noticias que llegaban a El Cervigón resultaban inquietantes. Un día sí y otro también los periódicos daban cuenta de las protestas protagonizadas por los universitarios de toda España. Se consideraban gravemente insultados por Rosario de Acuña Villanueva, autora del escrito titulado La jarca de la universidad (⇑), publicado inicialmente en El Internacional, periódico parisino que dirige por entonces su amigo Luis Bonafoux (⇑), y reproducido más tarde por el periódico barcelonés El Progreso.
Tal es el revuelo, tal la reacción de los estudiantes, tal la indignación de la mayor parte de la prensa que a la fiscalía no le queda otra que presentar una demanda contra ella, a consecuencia de la cual la Audiencia de Barcelona dicta una orden instando a su busca y captura. Cuando en los primeros días del mes de diciembre del año 1911 la Guardia Civil se presenta en su casa gijonesa, se encontró con la finca desierta. La prensa dice que, probablemente, salió en dirección a Francia.
Lo cierto es que tomó la dirección contraria; se dirigió a Galicia y cruzó la frontera portuguesa. Pero, ciertamente, había motivos para pensar que su destino bien podría haber sido el territorio francés, pues nunca ocultó la admiración y respeto que sentía por aquel país, que visitó en, al menos, cuatro ocasiones.
1. París: una ventana al universo. La primera vez que visitó Francia era una jovencita que aún no había cumplido los diecisiete y lo hizo en compañía de su madre y de su padre. Fue en septiembre del año 1867, unas semanas antes de que fuera clausurada la Exposición Universal que se celebraba en la capital francesa. Allí compró dos alfilerillos dorados que guardó durante buena parte de su vida como recuerdo de este viaje que para ella resultó inolvidable.
Como consecuencia de la enfermedad ocular que padecía, su madre y su padre decidieron encargarse de su educación. A lo largo de su infancia y juventud la conjuntivitis escrofulosa martirizó sus ojos con periodos en los cuales su visión se reducía hasta el punto de verse obligada a valerse de sus manos para reconocer los objetos. El colegio de monjas que, al parecer, habían elegido para la formación de la pequeña fue sustituido por una educación personalizada impartida en el entorno familiar. Su madre le enseñó a leer y a escribir, su padre a conocer la historia y sus abuelos a descubrir las leyes de la naturaleza. Las enseñanzas de los libros se completaban con frecuentes estancias en el campo y con las enseñanzas obtenidas en los viajes que realizó con los suyos. París era un buen lugar para mejorar la educación de la joven, y la Exposición que allí se celebraba convertía aquel otoño del año sesenta y siete en un buen momento para visitar la capital francesa.
Muchas eran las lecciones que aguardaban a los lacerados ojos de Rosario en aquel recinto expositivo que había inaugurado el emperador Napoleón III unos meses antes. Junto a los exóticos pabellones de China y Japón, el dedicado a las obras del canal de Suez, el palacio del virrey de Egipto o la réplica de las catacumbas construida a iniciativa del Vaticano, se mostraban los últimos avances tecnológicos. En la isla de Billancourt se había habilitado un gran espacio dedicado a la agricultura, con exhibiciones de los últimos avances en maquinaria (trituradora de aceitunas, estrujadora de uvas, rastro para agavillar, roturadora, segadora de hierba...) y demostración de las más eficientes técnicas ganaderas o de elaboración de productos (como el queso roquefort).
Aquella visita a París le brindó, ciertamente, una fuente de conocimientos que no hubiera encontrado en las aulas de cualquier colegio de la España de entonces. Si la Exposición le abrió una ventana al mundo, en otros lugares de la capital encontró otras ventanas abiertas. Así, y tal como ella nos cuenta («El ateísmo en las escuelas neutras» ⇑), en el observatorio parisino sus ojos se asomaron por primera vez a la inmensidad del universo:
Yo, por mí, sé deciros que, cuando en los linderos de mi niñez, asomé mis ojos a un anteojo en el observatorio astronómico de París y vi pasar ante mi vista el planeta Venus en su plenilunio, con sus polos brillantes, y su ecuador ceñido de plateadas nubes, fue tal mi emoción de amor al creador de tan hermoso astro, que mis pupilas se anegaron de lágrimas y se grabó en mi mente la firme creencia en su existir y su poder. El ateísmo en las escuelas neutras
2. Pirineos Bajos. Años después volverá al país vecino y allí permanecerá durante una temporada, en un tiempo en el que en su país se vivían momentos de turbulencias sociales y políticas. Sus padres debieron pensar que, durante aquellos agitados años del Sexenio, resultaba conveniente que la jovencita se alejase del solar patrio hasta que la situación se tranquilizara un tanto; al fin y al cabo, aquel era buen momento para que Rosario, ya en edad de merecer, completase su educación con ese toque de distinción que aportaba el idioma y la cultura del país vecino. No tenemos noticia cierta acerca de quién acompañó a Rosario durante esta temporada que pasó en Francia, en el departamento denominado Pirineos Bajos (tal fue su nombre oficial desde 1790 hasta la modificación de 1969), lo que sí conocemos es que fijó su residencia en Bayona o que, al menos, allí pasó una gran parte del tiempo que estuvo fuera de España, pues en aquel lugar conoció a una joven viuda que se habría de convertir, andando el tiempo, en un referente de gran importancia en el porvenir de nuestra protagonista. La señora en cuestión, al hallarse sin marido y con tres hijos a su cargo tomó la decisión de poner en marcha una granja avícola en las inmediaciones de aquella localidad francesa y, por lo que sabemos, la iniciativa resultó tan satisfactoria que, años después, la propia Rosario habría de emularla. De esta etapa francesa nos han llegado, además, dos obras que, por haber sido escritas en 1873, han de incluirse entre las primeras de nuestra escritora. Se trata de la poesía titulada «A una golondrina» (⇑) , fechada en Bayona a 25 de julio de 1873 e incluida en Ecos del Alma y de Un ramo de violetas (⇑), una «obrita», según sus propias palabras, de siete páginas dirigidas a la reina Isabel II, quien por entonces vive en su exilio parisino, y que fue editada en la imprenta Lamaignère de aquella ciudad francesa. Además de escribir y de conocer gentes y costumbres diferentes, aprovecha la proximidad a la gran cordillera que une los dos países para practicar la que durante toda su vida será una de sus aficiones más queridas: el montañismo.
3. París, 1878. Han pasado once años desde su primera visita y muchas cosas han cambiado en su vida desde entonces. Su actividad como escritora parece consolidarse tras el exitoso estreno de su primer drama: Rienzi el tribuno (⇑). Apenas sin tiempo para digerir el caluroso aplauso dispensado por el público y los parabienes recibidos de la crítica, la joven dramaturga se casa con Rafael de Laiglesia, un joven teniente de Infantería. Poco después de la boda traslada su residencia a Zaragoza, ciudad a la cual ha sido destinado su marido. Muchas cosas han cambiado desde que visitara París con sus padres en 1867, pero la capital francesa sigue siendo una excelente ventana desde la que mirar al mundo y más ahora cuando el Campo de Marte vuelve a ser el escenario de una nueva Exposición Universal.
Gracias a una información publicada en Le Figaro sabemos que a mediados de octubre se encontraba en París. No parece muy arriesgado suponer que la visita a la Exposición fuera uno de los propósitos de aquel viaje.
París possède en ce moment dans ses murs l'illustre auteur de «Rienzi». On nous annonce, en effect, que Mme Rosario de Acuna de la Iglesia, la célèbre poète espanol, est arrivée dans la capitale.
Aunque, por sus pocos años de entonces, su primera Exposición debió de resultarle impactante, esta no debió de causarle menor impresión, no solo por el tamaño (mayor extensión, más pabellones, muchos más visitantes), el majestuoso palacio del Trocadero –construido para la ocasión–, o la Estatua de la Libertad –cuya cabeza se mostraba en un jardín próximo–, sino también por los avances tecnológicos y los inventos que se presentaban al público. Allí pudo conocer el teléfono de Alexander Graham Bell o el megáfono de Thomas Edison. A qué dudar de su sorpresa y admiración al pasear de noche por la avenida de la Ópera iluminada por primera vez con bombillas que lucen gracias a la electricidad.
4. 1881. En la otra vertiente de los Pirineos. Las cosas no van bien en su matrimonio y la pareja decide dar un cambio a su vida. De Zaragoza se trasladan a Pinto, un pequeño pueblo situado al sur de Madrid, donde se hacen construir una quinta campestre. El contacto con la naturaleza parece ser la pócima elegida para intentar atajar el mal que padecen. Los viajes también pueden ayudar y quizás esa fuese la razón por la cual deciden emprender uno bien largo. En el otoño Rafael obtiene una licencia para realizar un periplo por diversos lugares de España y Francia, del cual, aparte de la reseña del mismo que consta en la hoja de servicios del militar, apenas nos ha quedado alguna noticia en el artículo «De Pau a Panticosa» (⇑) que Rosario escribió en la población francesa.
¿Se acercaron hasta París en aquella ocasión? Es probable, pues años después nuestra protagonista comenta en el artículo «Ni instinto ni entendimiento» (⇑) que su última visita estuvo precedida por otras, en plural («anteriores veces»). Hemos hecho referencia a dos y nos faltaría, al menos, otra más. Bien podría ser esta del año 1881.
Hace muchos años, la última vez que estuve en París, fui, como en las anteriores veces, a extasiarme en el Jardín de Aclimatación. No hubo nunca para mi en aquella urbe monumental, ni cuando la visité de soltera ni de casada, sitios ni espectáculos que lograran cautivar mi atención de manera tan sugestiva y honda. Días enteros pasaba de parque en parque, de instalación en instalación, de acuario en acuario, y cuando, andando los tiempos, en medio de la Naturaleza bravía de las montañas o en la soledad anonadora de las estepas, me encontré con la fauna libre y salvaje que en el Jardín pude contemplar cautiva y amable, siempre la imagen de París se me apareció, no como el núcleo de sensualidad y del placer, sino como la matrona austera y consciente que enseña a los seres humanos lo que es la Tierra y lo que son sus moradores.
Si, como queda escrito más arriba, es cierto que los cimientos de su educación se levantaron en el entorno familiar, no lo es menos que el estudio, la reflexión y los viajes contribuyeron a conformar su pensamiento. Largas jornadas a caballo recorriendo España durante meses, año tras año, le sirvieron para conocer a sus gentes ( «¿Sabré lo que es mi Patria? ¿La habré estudiado y entendido, durmiendo en sus mesones, en sus casas rurales de aldeas, míseras o en sus fondas de tono de sus villas? ¿Conoceré bien a mis compatriotas de todas clases y cataduras...»). Sus estancias en Francia le permitieron conocer otras gentes, otra cultura... Andando el tiempo, cuando decidió empeñar todos sus afanes en la defensa de la libertad de pensamiento, encontró en el país vecino los mejores argumentos para proseguir la lucha.
Dada su admiración por el pueblo francés, por su histórica lucha en defensa de la libertad, no debería de resultarnos extraño que durante la guerra mundial apoyara abierta y activamente al bando aliado en el que se integraban las tropas del país vecino (y unos cuantos jóvenes voluntarios españoles, a alguno de los cuales amadrinó nuestra protagonista ⇑ ). Tampoco que cuando en la primavera del año dieciséis un grupo de profesores franceses en viaje de agradecimiento y fraternidad recala en Asturias, doña Rosario tomara la pluma para saludar efusivamente a los recién llegados y para realizar una pública alabanza de las mujeres francesas:
¡Llevadles el afecto de nuestro corazón, la esperanza de nuestra inteligencia, nuestro fervoroso saludo! ¡Decidles que las seguimos paso a paso en sus etapas de resurgimiento; que las vemos cultas, inteligentes y austeras, como Minerva, tiernas sin sensiblerías de insanidad; dulces sin melosidades felinas; fuertes, flexibles, activas en útiles y santos menesteres, con todas las gracias y benevolencias de una espiritualidad racional y fecunda! ¡Decidles que en ellas, las futuras madres de la Francia nueva que va a surgir, sobre las grandes necrópolis de las trincheras, vemos, nosotras, las mujeres emancipadas del espíritu atávico y regresivo de la España tradicional a las almas femeninas capaces de fundar sobre todos los solares de Europa los bastiones de una nueva civilización!
¡Salud, hijos de Francia! Que vuestra misión de cultura y fraternidad, continuando la labor de aquellos días gloriosos de la Revolución francesa en que borrasteis de todos los Estados del mundo los últimos vestigios de la Edad Media, sea rocío fecundo para esta tierra, casi ya reseca por todo género de cadencias! ¡Llevad de esta Asturias florida, vergel suavísimo de templanzas y hermosuras un recuerdo grato, y que os acompañe hasta vuestros lares el saludo de las mujeres liberales de esta región; diciendo hasta veros partir…!
¡Viva Francia!
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